Al otro lado del muro
Carolina Alvarado
Mi abuelo era un hombre simple,
un mortal en toda la extensión de la palabra: disfrutaba del caldo de res como cualquiera, y compartía el oficio del crucificado, no el de pregonar la palabra de Dios, sino aquel que resucita la madera de un árbol muerto. Lo cierto es que mi abuelo escribía y en su mano la pluma se volvía combatiente: comandante de las letras, general de las silabas, jefe de las palabras. Mi abuelo embestía a la dictadura con tropas de hojas, con fusiles de tinta. Aprendió a mudar de piel como las cobras, a llamarse Ernesto, Antonio, Rodrigo. Fue dejando los vestigios de sus nombres en las calles de la ciudad, en cada casa clandestina. Mi abuelo, el hombre que cuando conversaba con los hijos de Baco, convertía a su mujer en su más grande enemiga. Y todo el rencor, la frustración y la ira salían de él como un hollín añejo, pestilente. No había militar, genocida o esbirro de la patria, al cual odiar cuando se sentía herido, frágil y vulnerable ante la silueta de mi abuela. Invocaba al dios de los celos, a la imagen del cerdo en el lodo, para caer junto a él humano, animal. Mi abuelo dejaba caer su puño moreno y fuerte. Su mano delicada y hábil, su puño revolucionario, su mano solidaria. Mi abuelo dejaba caer su puño de hombre simple y enfermo, y en cada golpe sus pasos erraban el camino. Porque la revolución que no se puede hacer en casa, está lejos de triunfar afuera. Él, el revolucionario, el salvador del mundo. |