Ala delta
Leopoldo Tillería Aqueveque*
No podrían dar más de la dicha. Es su enésima incursión en ese fascinante deporte, y el temor arcaico que al inicio les producía, ha pasado a formar parte de un pasado obligado, se diría incluso, hasta necesario en todo aladeltista.
Anna y Grigorij destinan varias horas a la semana a volar en ala delta. Se conocieron en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Mijaíl Gorbachov de Moscú, mientras cursaban el primer año del plan común de ingeniería. Cinco años después ambos se titulaban, Anna como ingeniera aeroespacial, y Grigorij como ingeniero matemático. Desde las primeras clases en la facultad, entre las ecuaciones de campo de Einstein y las interminables jornadas de estudio, fueron forjando una amistad que había sabido, como toda que se precie de tal, de altos y bajos, en una metrópolis —como Moscú— donde combinar el estudio y el deporte no siempre resulta a la primera intentona.
Fue Grigorij quien un día cualquiera de ese primer año comentó en el grupo de compañeros su afición por el ala delta. De inmediato, y entre risas, fue tildado como el «Ícaro de élite» y el «kamikaze del grupo». Paradójicamente, no pasó mucho tiempo hasta que varios de sus amigos lo acompañaron a una de sus prácticas, las que por lo regular realizaba en las faldas de la colina Poklónnaya, el histórico macizo que rodea a la capital rusa. Como todo buen aladeltista, había comenzado en ese deporte “extremo” aprobando primero un curso instruccional, con incidentes menores y una nomenclatura “aeroespacial” que jamás pensó siquiera dominar. Ya en su primer año de universidad —el mismo en que conoció a Anna y al resto de sus compañeros— contaba con varias horas en su “bitácora de vuelo” y un montón de anécdotas que podrían competir perfectamente con las de un experimentado montañista del Himalaya.
Por eso, no fue sorpresa que al cabo de varios acompañamientos a los sobrevuelos que Grigorij hacía sobre las colinas moscovitas, Anna aceptara el reto de despegarse del suelo sólo sujetada a esa estructura triangular de aluminio aeronáutico tan típica del ala delta. Resultó una alumna modelo. Con la mentalidad propia de alguien formado en ingeniería, comprendió enseguida en qué consistían las condiciones de un vuelo seguro y placentero. Tanto así que a los pocos meses de su debut en las colinas de Moscú ya hacía sus primeras acrobacias, siguiendo las corrientes ascendentes de aire y calculando con precisión matemática el punto de equilibrio entre altura, velocidad del viento y condiciones climáticas. Obviamente, el dineral que la futura ingeniera tuvo que gastar en implementación, no hizo más que evidenciar que, al igual que su amigo, se dedicaría al ala delta con el mismo fervor con que se había abocado al cálculo avanzado, a las técnicas de simulación o al modelamiento matemático. Al poco tiempo de iniciada, y siempre teniendo a Grigorij como su mentor, no eran pocas las veces en que Anna se animaba a hacer un vuelo en dupla, asumiendo su amigo, desde luego, la función de piloto, y ella, la de copiloto. Como una especie de acuerdo tácito, en cada oportunidad que emprendían un vuelo, juntos o separados, el despegue lo iniciaban a pie, de manera de prescindir de cualquier estructura de remolque o de asistencia mecánica o eléctrica. Sentían, con ello, que quedaban unidos a la naturaleza de una manera más primitiva, más auténtica y más ancestral.
En los cursos superiores de sus carreras, ambos aladeltistas —en realidad los únicos estudiantes que decidieron continuar con el deporte de las alas de poliéster— representaron varias veces a su universidad en torneos nacionales, y, en una que otra competencia internacional, a la propia Federación Rusa de Ala Delta.
Pero de sus inicios han pasado varios años. Ambos ingenieros se encumbran hoy llegando a recorrer distancias que superan los 120 kilómetros. Nadie dudaría de que en el deporte de las alas de telas multicolores su performance ha llegado a ser la de todos unos profesionales.
Lo han dicho en varios portales de Internet: su reto inmediato es batir el récor ruso de distancia de vuelo en ala delta sin motor, el que actualmente data de un sobrevuelo individual realizado en 1994, con un recorrido de 130 kilómetros. La marca la posee el aladeltista Dmitri Valiev, hoy retirado, quien con 31 años cubrió en ese entonces la distancia entre Moscú y Kolomna, provocando el delirio de los medios, de los aficionados a este deporte y de los socios del club Nebesnyye Medvedi, al que pertenecía.
Ocho años después, Anna y Grigorij se hallan a menos de una hora de intentar la hazaña, la que emprenderán mediante un vuelo en modalidad doble, en la que virtualmente ya son expertos. En medio de un ambiente ligeramente tenso, a las 14:00 del 17 de enero de 2002, y con varias puestas a prueba de su indumentaria de alta tecnología, Anna y Grigorij se elevan del Poklónnaya con excelentes condiciones meteorológicas. Llevados súbitamente por una inesperada corriente de aire, los dos aladeltistas, haciendo gala de una excelente técnica de vuelo, se alejan de Moscú con destino a las cumbres de Kaluga, situada a unos 195 kilómetros en dirección suroeste.
Anna vuela detrás de Grigorij, sujetada al aparato por un arnés de última generación. Los dos van con sus cuerpos en posición paralela al suelo, el que, desde esa altura, parece aglutinar un mosaico de tonos verdes, marrones y terracotas, como si se tratara de una interminable acuarela impresionista.
14:15. Tras unos confusos momentos de conmoción, en los que ha creído soñar con su faceta adolescente de practicante de ala delta, la comandante Anna Kuznetsov, al mando del transbordador espacial Svoboda, se da cuenta de que el reingreso a la Tierra no anda nada de bien. Evitando entrar en pánico, y poniendo en juego todo su entrenamiento como cosmonauta de la Fuerza Aérea Rusa, le pide de inmediato parámetros al especialista de misión, el coronel Grigorij Tkachiev, quien va sentado justo delante de ella. No es necesario que Tkachiev le entregue nada. La emergencia del Svoboda se transforma rápidamente en catástrofe. La temperatura a bordo de la aeronave asciende demencialmente en fracción de segundos. Todas las alarmas se activan en medio de un pandemónium de gritos del resto de la tripulación. El Svoboda reingresa a la atmósfera metamorfoseado en una antorcha de carbono y aluminio.
Desde el Centro de Misión de la Agencia Espacial Rusa, decenas de funcionarios ven impactados cómo el Svoboda, que en esos momentos debería estar ingresando a cielo ruso para su aterrizaje en la gigantesca pista del Centro Espacial, estalla en el aire en múltiples pedazos, que se precipitan, convertidos cada uno en una brillante bola de fuego, sobre la tierra infinita de los zares.
Anna y Grigorij destinan varias horas a la semana a volar en ala delta. Se conocieron en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Mijaíl Gorbachov de Moscú, mientras cursaban el primer año del plan común de ingeniería. Cinco años después ambos se titulaban, Anna como ingeniera aeroespacial, y Grigorij como ingeniero matemático. Desde las primeras clases en la facultad, entre las ecuaciones de campo de Einstein y las interminables jornadas de estudio, fueron forjando una amistad que había sabido, como toda que se precie de tal, de altos y bajos, en una metrópolis —como Moscú— donde combinar el estudio y el deporte no siempre resulta a la primera intentona.
Fue Grigorij quien un día cualquiera de ese primer año comentó en el grupo de compañeros su afición por el ala delta. De inmediato, y entre risas, fue tildado como el «Ícaro de élite» y el «kamikaze del grupo». Paradójicamente, no pasó mucho tiempo hasta que varios de sus amigos lo acompañaron a una de sus prácticas, las que por lo regular realizaba en las faldas de la colina Poklónnaya, el histórico macizo que rodea a la capital rusa. Como todo buen aladeltista, había comenzado en ese deporte “extremo” aprobando primero un curso instruccional, con incidentes menores y una nomenclatura “aeroespacial” que jamás pensó siquiera dominar. Ya en su primer año de universidad —el mismo en que conoció a Anna y al resto de sus compañeros— contaba con varias horas en su “bitácora de vuelo” y un montón de anécdotas que podrían competir perfectamente con las de un experimentado montañista del Himalaya.
Por eso, no fue sorpresa que al cabo de varios acompañamientos a los sobrevuelos que Grigorij hacía sobre las colinas moscovitas, Anna aceptara el reto de despegarse del suelo sólo sujetada a esa estructura triangular de aluminio aeronáutico tan típica del ala delta. Resultó una alumna modelo. Con la mentalidad propia de alguien formado en ingeniería, comprendió enseguida en qué consistían las condiciones de un vuelo seguro y placentero. Tanto así que a los pocos meses de su debut en las colinas de Moscú ya hacía sus primeras acrobacias, siguiendo las corrientes ascendentes de aire y calculando con precisión matemática el punto de equilibrio entre altura, velocidad del viento y condiciones climáticas. Obviamente, el dineral que la futura ingeniera tuvo que gastar en implementación, no hizo más que evidenciar que, al igual que su amigo, se dedicaría al ala delta con el mismo fervor con que se había abocado al cálculo avanzado, a las técnicas de simulación o al modelamiento matemático. Al poco tiempo de iniciada, y siempre teniendo a Grigorij como su mentor, no eran pocas las veces en que Anna se animaba a hacer un vuelo en dupla, asumiendo su amigo, desde luego, la función de piloto, y ella, la de copiloto. Como una especie de acuerdo tácito, en cada oportunidad que emprendían un vuelo, juntos o separados, el despegue lo iniciaban a pie, de manera de prescindir de cualquier estructura de remolque o de asistencia mecánica o eléctrica. Sentían, con ello, que quedaban unidos a la naturaleza de una manera más primitiva, más auténtica y más ancestral.
En los cursos superiores de sus carreras, ambos aladeltistas —en realidad los únicos estudiantes que decidieron continuar con el deporte de las alas de poliéster— representaron varias veces a su universidad en torneos nacionales, y, en una que otra competencia internacional, a la propia Federación Rusa de Ala Delta.
Pero de sus inicios han pasado varios años. Ambos ingenieros se encumbran hoy llegando a recorrer distancias que superan los 120 kilómetros. Nadie dudaría de que en el deporte de las alas de telas multicolores su performance ha llegado a ser la de todos unos profesionales.
Lo han dicho en varios portales de Internet: su reto inmediato es batir el récor ruso de distancia de vuelo en ala delta sin motor, el que actualmente data de un sobrevuelo individual realizado en 1994, con un recorrido de 130 kilómetros. La marca la posee el aladeltista Dmitri Valiev, hoy retirado, quien con 31 años cubrió en ese entonces la distancia entre Moscú y Kolomna, provocando el delirio de los medios, de los aficionados a este deporte y de los socios del club Nebesnyye Medvedi, al que pertenecía.
Ocho años después, Anna y Grigorij se hallan a menos de una hora de intentar la hazaña, la que emprenderán mediante un vuelo en modalidad doble, en la que virtualmente ya son expertos. En medio de un ambiente ligeramente tenso, a las 14:00 del 17 de enero de 2002, y con varias puestas a prueba de su indumentaria de alta tecnología, Anna y Grigorij se elevan del Poklónnaya con excelentes condiciones meteorológicas. Llevados súbitamente por una inesperada corriente de aire, los dos aladeltistas, haciendo gala de una excelente técnica de vuelo, se alejan de Moscú con destino a las cumbres de Kaluga, situada a unos 195 kilómetros en dirección suroeste.
Anna vuela detrás de Grigorij, sujetada al aparato por un arnés de última generación. Los dos van con sus cuerpos en posición paralela al suelo, el que, desde esa altura, parece aglutinar un mosaico de tonos verdes, marrones y terracotas, como si se tratara de una interminable acuarela impresionista.
14:15. Tras unos confusos momentos de conmoción, en los que ha creído soñar con su faceta adolescente de practicante de ala delta, la comandante Anna Kuznetsov, al mando del transbordador espacial Svoboda, se da cuenta de que el reingreso a la Tierra no anda nada de bien. Evitando entrar en pánico, y poniendo en juego todo su entrenamiento como cosmonauta de la Fuerza Aérea Rusa, le pide de inmediato parámetros al especialista de misión, el coronel Grigorij Tkachiev, quien va sentado justo delante de ella. No es necesario que Tkachiev le entregue nada. La emergencia del Svoboda se transforma rápidamente en catástrofe. La temperatura a bordo de la aeronave asciende demencialmente en fracción de segundos. Todas las alarmas se activan en medio de un pandemónium de gritos del resto de la tripulación. El Svoboda reingresa a la atmósfera metamorfoseado en una antorcha de carbono y aluminio.
Desde el Centro de Misión de la Agencia Espacial Rusa, decenas de funcionarios ven impactados cómo el Svoboda, que en esos momentos debería estar ingresando a cielo ruso para su aterrizaje en la gigantesca pista del Centro Espacial, estalla en el aire en múltiples pedazos, que se precipitan, convertidos cada uno en una brillante bola de fuego, sobre la tierra infinita de los zares.
Nace en Santiago de Chile en 1968. Estudia Servicio Social y Periodismo en Temuco, para luego realizar sus estudios de doctorado en Filosofía en la Universidad de Chile. Casado con Danitza y padre de Tabatha y Lucas, vive actualmente en Padre Las Casas, Temuco. Es docente e investigador de la Universidad Tecnológica de Chile INACAP. Ha publicado en los últimos tres años en varias revistas científicas de Chile, Argentina, Brasil, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Paraguay, Costa Rica y España. También es árbitro de las revistas Ideas y Valores, Praxis Filosófica, Protrepsis y Revista de Filosofía (UCM). En 2021, obtiene el 1er premio en el concurso Relatos Contra La No Violencia de Género del Ministerio de Educación y la Universidad Santo Tomás con la obra “Pabellón”.