Carta de agradecimiento o el secreto contenido en una sonrisa
Enrique González Rojo Arthur
En medio del velorio de su “viejo”, Velma no pudo, después de tanto chillar, reprimir una sonrisa completamente fuera de sitio que rápidamente escamoteó bajo su velo negro. Y es que se había puesto a rememorar que tiempo antes, cuando él tenía 78 años y ella diez menos, suvida, que atravesaba una fase insípida y rutinaria, cambió
de pronto y para bien.
Llevaban cinco años sin el menor encuentro sexual y sus manos, engarrotadas, habían olvidado hacer una caricia. La doble razón de ello, obvia, surgió de la impotencia masculina que, tras el fracaso de una aciaga noche, cuando él tenía 75 años, ya no pudo levantar cabeza, y del deseo nada marchito de Velma que, ante las irremediables circunstancias que habían llegado para quedarse, se vio forzado
a ocultarse en algún lugarejo del cerebro reservado a la resignación. Fue en esos días cuando ella —que era, como él, una mujer ignorante, pero curiosa a decir más— asistió a una reunión de mujeres en que se habló de muchos y variados temas y, entre otros, de la famosa pastillita azul. Al salir de la reunión, pasó a una farmacia y pidió al dependiente, sin inmutarse, el medicamento de extraña nominación del que se había hablado, y el farmacéutico, como si vendiera unas aspirinas, entregó una cajita a Velma, la cual, oronda, se dirigió a su casa a reunirse con su viejo Don Refugio, el cual, como era un poco olvidadizo, y confundía a veces las manzanas con las peras, había permitido, con beneplácito, que ella le suministrara, noche a noche, el puñado de medicinas que sus múltiples achaques demandaban. Así es que ella mezcló la pastillita azul con las otras e hizo que Don Refugio, auxiliado por un trago de agua, se la zampara. Cenaron muy a gusto. Vieron algunos de sus programas de TV preferidos y dos horas después, se fueron a su cuarto. Ella entró al baño para darse un duchazo y al poco tiempo tornó a la recámara, envuelta en una toalla, y empezó a secarse, lenta y parsimoniosamente, todas las partes sacras y profanas de su cuerpo ante la mirada de su viejo que hallábase en el lecho ya en piyama. Él, a diferencia de otras veces, quiso hacerse de la vista gorda, pero Dios sabe por qué, sintió que los movimientos de su cónyuge —una especie de ballet impúdico— le ponía el ojo cuadrado, y cuando ella, sin decir agua va, se metió a la cama sin ponerse el camisón, había sorpresivamente un nuevo invitado entre las sábanas. Esa fue la primera de una serie de inolvidables
noches en que, una vez por semana y algunas veces dos, ella, sin sospecharlo nunca su marido, añadía la pastillita azul al bonche cotidiano de medicinas.
Todavía recordaba la última vez. Tras de hacerle tomar a su esposo su cocktail de comprimidos, fueron a la cama y ella, juguetona, le había dicho: “oye, viejo, ¿te sientes mal?
—¿Por qué Velmita?
—Porque siento una parte de tu cuerpo muy pero muy
inflamada.
Él se bajó los pantalones y le interrogó: “¿aquí?”.
Entonces ella se encaramó en el pináculo del goce y, vuelta una moderna amazona, se fue a galopar al jardín de las delicias.
Después del paro cardíaco que había terminado con la vida de su viejo a los 83 años, ella encontró en una de las páginas del libro de cabecera de su marido —una vida de San Agustín— la siguiente carta:
“Dios mío: te doy las más encarecidas gracias por haberme devuelto mi virilidad. Los años de abstinencia fueron días perdidos y mi corazón, con la castidad forzada de esos años, se me había vuelto reseco, rancio y arrugado. Pero estos últimos años me has vuelto la seguridad y la alegría. Gracias Señor. No sabes cuánto te ama tu feligrés Sergio Rodríguez”.
Velma leyó la carta y se deshizo en lágrimas. Y ahora, en el velorio, no pudo reprimir la sonrisa que cobijaba la siguiente reflexión: Ay, mi viejo, a quien deberías de haber
dado las gracias es a tu mujer, a tu Velma, esta mujer maravilla.
de pronto y para bien.
Llevaban cinco años sin el menor encuentro sexual y sus manos, engarrotadas, habían olvidado hacer una caricia. La doble razón de ello, obvia, surgió de la impotencia masculina que, tras el fracaso de una aciaga noche, cuando él tenía 75 años, ya no pudo levantar cabeza, y del deseo nada marchito de Velma que, ante las irremediables circunstancias que habían llegado para quedarse, se vio forzado
a ocultarse en algún lugarejo del cerebro reservado a la resignación. Fue en esos días cuando ella —que era, como él, una mujer ignorante, pero curiosa a decir más— asistió a una reunión de mujeres en que se habló de muchos y variados temas y, entre otros, de la famosa pastillita azul. Al salir de la reunión, pasó a una farmacia y pidió al dependiente, sin inmutarse, el medicamento de extraña nominación del que se había hablado, y el farmacéutico, como si vendiera unas aspirinas, entregó una cajita a Velma, la cual, oronda, se dirigió a su casa a reunirse con su viejo Don Refugio, el cual, como era un poco olvidadizo, y confundía a veces las manzanas con las peras, había permitido, con beneplácito, que ella le suministrara, noche a noche, el puñado de medicinas que sus múltiples achaques demandaban. Así es que ella mezcló la pastillita azul con las otras e hizo que Don Refugio, auxiliado por un trago de agua, se la zampara. Cenaron muy a gusto. Vieron algunos de sus programas de TV preferidos y dos horas después, se fueron a su cuarto. Ella entró al baño para darse un duchazo y al poco tiempo tornó a la recámara, envuelta en una toalla, y empezó a secarse, lenta y parsimoniosamente, todas las partes sacras y profanas de su cuerpo ante la mirada de su viejo que hallábase en el lecho ya en piyama. Él, a diferencia de otras veces, quiso hacerse de la vista gorda, pero Dios sabe por qué, sintió que los movimientos de su cónyuge —una especie de ballet impúdico— le ponía el ojo cuadrado, y cuando ella, sin decir agua va, se metió a la cama sin ponerse el camisón, había sorpresivamente un nuevo invitado entre las sábanas. Esa fue la primera de una serie de inolvidables
noches en que, una vez por semana y algunas veces dos, ella, sin sospecharlo nunca su marido, añadía la pastillita azul al bonche cotidiano de medicinas.
Todavía recordaba la última vez. Tras de hacerle tomar a su esposo su cocktail de comprimidos, fueron a la cama y ella, juguetona, le había dicho: “oye, viejo, ¿te sientes mal?
—¿Por qué Velmita?
—Porque siento una parte de tu cuerpo muy pero muy
inflamada.
Él se bajó los pantalones y le interrogó: “¿aquí?”.
Entonces ella se encaramó en el pináculo del goce y, vuelta una moderna amazona, se fue a galopar al jardín de las delicias.
Después del paro cardíaco que había terminado con la vida de su viejo a los 83 años, ella encontró en una de las páginas del libro de cabecera de su marido —una vida de San Agustín— la siguiente carta:
“Dios mío: te doy las más encarecidas gracias por haberme devuelto mi virilidad. Los años de abstinencia fueron días perdidos y mi corazón, con la castidad forzada de esos años, se me había vuelto reseco, rancio y arrugado. Pero estos últimos años me has vuelto la seguridad y la alegría. Gracias Señor. No sabes cuánto te ama tu feligrés Sergio Rodríguez”.
Velma leyó la carta y se deshizo en lágrimas. Y ahora, en el velorio, no pudo reprimir la sonrisa que cobijaba la siguiente reflexión: Ay, mi viejo, a quien deberías de haber
dado las gracias es a tu mujer, a tu Velma, esta mujer maravilla.
Todos los cuentos, minicuentos y cuentemas de Enrique González Rojo Arthur, 2016