Comodidad
Alejandro Bejarano
Las luces de la calle se deforman conforme las gotas de lluvia nocturna van siendo aplastadas sobre el parabrisas. Amanda, resignada, conduce entre una multitud de autos que avanzan con lentitud por un congestionado camino; piensa que la avenida parece la vena de algún gordo al borde del infarto. Sonríe.
Diana viene en el asiento del copiloto, mira por el cristal a un perro caniche que viaja en otro auto y que asoma la cabeza por un hueco en la ventanilla sin que le importe mojarse. Desde que Amanda pasó a recogerla al trabajo han intercambiado, quizá, un par de palabras. No están enojadas, simplemente las cosas son así desde hace algún tiempo: hablan sólo lo necesario.
Para Amanda la situación empieza a ser poco soportable. Siente que no tiene el control y eso la exaspera; las pausas en el tránsito le hacen pensar sobre su relación y su pensamiento escapa a su control. Se pregunta si vale la pena, si tiene algún objeto continuar con esta relación.
Ocho años de conocerse. Siete años de relación. Cinco de vivir juntas. Y hoy están encerradas en un automóvil compacto, viendo la lluvia a lados opuestos, cada una inmersa en su pensamiento. En medio de la sensación de aislamiento que provocan las ventanillas cerradas, sólo es posible escuchar dos cosas: la desesperación de los conductores a través del lejano lamento de las bocinas de sus autos, y el sonido que produce el chicle entre los dientes de Diana.
La bomba que truena en los labios de Diana trae de vuelta al auto a Amanda, quien en su pensamiento buscaba la manera de convertir su relación actual en la que soñaba de adolescente; ante el fracaso en su búsqueda, Amanda se une al concierto de bocinazos, provocando con ello que Diana de un pequeño salto sin dejar de mirar hacia afuera.
La relación ha venido desgastándose desde varios meses atrás, carece de chispa y se ha vuelto rutinaria. Ya no salen a divertirse, Amanda prefiere quedarse en casa a ver alguna película en la televisión, mientras Diana lee alguna revista o reacomoda el armario buscando un arete perdido. Apenas si hablan.
Amanda decide: va a dejar a Diana. No soporta la mediocridad en la que ella vive, se ha mantenido en su trabajo de secretaria sin aspirar a más ni pensar en el futuro; le ha insistido que termine la carrera, que busque un ascenso, o de menos un aumento de sueldo. Pero ni siquiera los tiempos malos han instado a Diana a hacerlo, ya que cuando hay algún inconveniente económico su padre termina prestándoles dinero.
Amanda piensa en dejarla y buscar a otra. Diana saca el chicle de su boca y enciende un cigarro.
El humo del tabaco mentolado despiertan de súbito los recuerdos en la cabeza de Amanda. Fue gracias a un cigarro que se conocieron en una fiesta; a Amanda le llamó la atención su cabello oscuro, sus ojos pequeños pero vivos y la manera en que bailaba, y fue a pedirle un cigarro a pesar de que no fumaba. Conversaron y hábilmente Amanda condujo las cosas para terminar saliendo. Fueron varias citas, dejándose conocer, consiguiendo regalitos que sutilmente permitieran ver las intenciones y hasta jugando a los celos con alguien más. Cada una conoció a la familia de la otra; se atravesó la muerte de la madre de Diana, y Amanda estuvo ahí, apoyándola. Durante meses Amanda libró una lucha contra su inseguridad, preguntándose si Diana sentía lo mismo por ella o si sólo la veía como una amiga más. Pero la chispa de la atracción y del cariño fue haciéndose más grande hasta que pasó: se besaron en un día de sol y Amanda saboreó esa boca con sabor a humo de tabaco mentolado. Formalizaron una relación. Las cosas eran maravillosas, se entendían y eran cómplices; de repente reñían, como todas las parejas, pero siempre terminaban reconciliándose y pidiéndose perdón entre lágrimas. Después de un tiempo decidieron vivir juntas. Fueron años de cortejo y de juegos, más valió la pena.
Pero ahora Amanda está dispuesta a dejarla, buscar otra y empezar otra vez.
Diana apaga el cigarro. Amanda la mira, y suspira; con cierto espanto se pregunta si realmente está dispuesta a empezar otra vez. Se cuestiona si en verdad está con ánimos de volver a salir a fiestas, de volver a buscar a una chica acorde a sus gustos, de volver a arreglarse para conquistar, de volver a salir y dejarse conocer, de volver a pelear con su inseguridad, de volver a arriesgarse a que le rompan el corazón. De nuevo mira a Diana.
—¿Qué ocurre? —pregunta Diana, indiferente.
—Te ves hermosa esta noche —contesta Amanda, sonriéndole como lo hacía antes.
Diana también sonríe y le responde con un beso en la mejilla. El tránsito comienza a ser ágil y el cariñoso abrazo con el que Diana premia a Amanda por el cumplido debe ser interrumpido.
En verdad es bella, piensa Amanda. Tal vez los defectos de Diana sean llevaderos y sea hora de ir entendiendo que esa mediocridad que tanto le molesta, no es más que comodidad. Finalmente el objetivo de la vida es buscar la comodidad. Después de todo, no es tan mala.
Diana viene en el asiento del copiloto, mira por el cristal a un perro caniche que viaja en otro auto y que asoma la cabeza por un hueco en la ventanilla sin que le importe mojarse. Desde que Amanda pasó a recogerla al trabajo han intercambiado, quizá, un par de palabras. No están enojadas, simplemente las cosas son así desde hace algún tiempo: hablan sólo lo necesario.
Para Amanda la situación empieza a ser poco soportable. Siente que no tiene el control y eso la exaspera; las pausas en el tránsito le hacen pensar sobre su relación y su pensamiento escapa a su control. Se pregunta si vale la pena, si tiene algún objeto continuar con esta relación.
Ocho años de conocerse. Siete años de relación. Cinco de vivir juntas. Y hoy están encerradas en un automóvil compacto, viendo la lluvia a lados opuestos, cada una inmersa en su pensamiento. En medio de la sensación de aislamiento que provocan las ventanillas cerradas, sólo es posible escuchar dos cosas: la desesperación de los conductores a través del lejano lamento de las bocinas de sus autos, y el sonido que produce el chicle entre los dientes de Diana.
La bomba que truena en los labios de Diana trae de vuelta al auto a Amanda, quien en su pensamiento buscaba la manera de convertir su relación actual en la que soñaba de adolescente; ante el fracaso en su búsqueda, Amanda se une al concierto de bocinazos, provocando con ello que Diana de un pequeño salto sin dejar de mirar hacia afuera.
La relación ha venido desgastándose desde varios meses atrás, carece de chispa y se ha vuelto rutinaria. Ya no salen a divertirse, Amanda prefiere quedarse en casa a ver alguna película en la televisión, mientras Diana lee alguna revista o reacomoda el armario buscando un arete perdido. Apenas si hablan.
Amanda decide: va a dejar a Diana. No soporta la mediocridad en la que ella vive, se ha mantenido en su trabajo de secretaria sin aspirar a más ni pensar en el futuro; le ha insistido que termine la carrera, que busque un ascenso, o de menos un aumento de sueldo. Pero ni siquiera los tiempos malos han instado a Diana a hacerlo, ya que cuando hay algún inconveniente económico su padre termina prestándoles dinero.
Amanda piensa en dejarla y buscar a otra. Diana saca el chicle de su boca y enciende un cigarro.
El humo del tabaco mentolado despiertan de súbito los recuerdos en la cabeza de Amanda. Fue gracias a un cigarro que se conocieron en una fiesta; a Amanda le llamó la atención su cabello oscuro, sus ojos pequeños pero vivos y la manera en que bailaba, y fue a pedirle un cigarro a pesar de que no fumaba. Conversaron y hábilmente Amanda condujo las cosas para terminar saliendo. Fueron varias citas, dejándose conocer, consiguiendo regalitos que sutilmente permitieran ver las intenciones y hasta jugando a los celos con alguien más. Cada una conoció a la familia de la otra; se atravesó la muerte de la madre de Diana, y Amanda estuvo ahí, apoyándola. Durante meses Amanda libró una lucha contra su inseguridad, preguntándose si Diana sentía lo mismo por ella o si sólo la veía como una amiga más. Pero la chispa de la atracción y del cariño fue haciéndose más grande hasta que pasó: se besaron en un día de sol y Amanda saboreó esa boca con sabor a humo de tabaco mentolado. Formalizaron una relación. Las cosas eran maravillosas, se entendían y eran cómplices; de repente reñían, como todas las parejas, pero siempre terminaban reconciliándose y pidiéndose perdón entre lágrimas. Después de un tiempo decidieron vivir juntas. Fueron años de cortejo y de juegos, más valió la pena.
Pero ahora Amanda está dispuesta a dejarla, buscar otra y empezar otra vez.
Diana apaga el cigarro. Amanda la mira, y suspira; con cierto espanto se pregunta si realmente está dispuesta a empezar otra vez. Se cuestiona si en verdad está con ánimos de volver a salir a fiestas, de volver a buscar a una chica acorde a sus gustos, de volver a arreglarse para conquistar, de volver a salir y dejarse conocer, de volver a pelear con su inseguridad, de volver a arriesgarse a que le rompan el corazón. De nuevo mira a Diana.
—¿Qué ocurre? —pregunta Diana, indiferente.
—Te ves hermosa esta noche —contesta Amanda, sonriéndole como lo hacía antes.
Diana también sonríe y le responde con un beso en la mejilla. El tránsito comienza a ser ágil y el cariñoso abrazo con el que Diana premia a Amanda por el cumplido debe ser interrumpido.
En verdad es bella, piensa Amanda. Tal vez los defectos de Diana sean llevaderos y sea hora de ir entendiendo que esa mediocridad que tanto le molesta, no es más que comodidad. Finalmente el objetivo de la vida es buscar la comodidad. Después de todo, no es tan mala.