Cuando la pistola cayó al suelo
Ireri Finn
La perilla no había sido forzada. La puerta estaba entreabierta. Los dos hombres de traje oscuro entraron sigilosamente al apartamento intercambiando miradas. Ramiro, el de la corbata desarreglada, acarició con los dedos el arma que escondía bajo el saco, mientras que Ernesto, su compañero, miraba hacia ambos lados de la habitación tratando de acomodar con los ojos tanto desorden: cajones abiertos, ropa tirada en el suelo, la puerta del congelador goteando y el foquito intermitente del baño a punto de fundirse.
Un gato flacucho y despeinado, muy seguro de sí mismo, se acercó hasta los hombres. Ramiro quiso acariciarlo, pero el animal peinó las orejas hacia atrás y, enseñándole los dientes, hizo un sonido rasposo y agresivo. Ernesto sonrió y miró a su amigo a los ojos, luego sintió vergüenza y bajó la vista hacia la alfombra.
Afuera, el ocaso estaba en su esplendor, las ramas trapeaban el viento sucio de la ciudad y al carro destartalado que les servía a los hombres como patrulla lo estaba miando un perro.
Adentro, el ruido de una gota estrellándose en el fregadero se oía en la cocina. En el sillón de la pequeña sala había papeles encimados y una taza de café vertida sobre ellos. Una vieja mancha de sangre en la pared junto al librero, le hizo recordar a Ramiro, la ves cuando tuvo que someter a su mujer y ésta se golpeó la cabeza en el muro.
Ernesto tocó en silencio la espalda de su compañero y con la mano izquierda le señaló la puerta abierta del dormitorio por la cual se colaba el viento y el sonido bajo de una televisión encendida.
Ramiro palpó el arma entre sus fuertes y anchas manos, y con los pies esquivó restos de botellas de vodka vacías y álbumes de fotos deshojados. Ernesto empujó la puerta con cuidado para que su compañero entrara. Ramiro tragó saliva y dio un paso dentro del cuarto, luego fijó los ojos en el ropero vacío y la cama destendida llena de ausencia. El ambiente olía rancio.
—¡Cúbreme! —le dijo a Ernesto, firme.
—Cúbreme —repitió de nuevo con la voz y los brazos debilitados.
Su amigo lo cubrió envolviéndolo con sus brazos y Ramiro se soltó a llorar como un niño.
Cuando la pistola cayó al suelo, ella tenía más de dos horas que se había marchado para siempre.
Un gato flacucho y despeinado, muy seguro de sí mismo, se acercó hasta los hombres. Ramiro quiso acariciarlo, pero el animal peinó las orejas hacia atrás y, enseñándole los dientes, hizo un sonido rasposo y agresivo. Ernesto sonrió y miró a su amigo a los ojos, luego sintió vergüenza y bajó la vista hacia la alfombra.
Afuera, el ocaso estaba en su esplendor, las ramas trapeaban el viento sucio de la ciudad y al carro destartalado que les servía a los hombres como patrulla lo estaba miando un perro.
Adentro, el ruido de una gota estrellándose en el fregadero se oía en la cocina. En el sillón de la pequeña sala había papeles encimados y una taza de café vertida sobre ellos. Una vieja mancha de sangre en la pared junto al librero, le hizo recordar a Ramiro, la ves cuando tuvo que someter a su mujer y ésta se golpeó la cabeza en el muro.
Ernesto tocó en silencio la espalda de su compañero y con la mano izquierda le señaló la puerta abierta del dormitorio por la cual se colaba el viento y el sonido bajo de una televisión encendida.
Ramiro palpó el arma entre sus fuertes y anchas manos, y con los pies esquivó restos de botellas de vodka vacías y álbumes de fotos deshojados. Ernesto empujó la puerta con cuidado para que su compañero entrara. Ramiro tragó saliva y dio un paso dentro del cuarto, luego fijó los ojos en el ropero vacío y la cama destendida llena de ausencia. El ambiente olía rancio.
—¡Cúbreme! —le dijo a Ernesto, firme.
—Cúbreme —repitió de nuevo con la voz y los brazos debilitados.
Su amigo lo cubrió envolviéndolo con sus brazos y Ramiro se soltó a llorar como un niño.
Cuando la pistola cayó al suelo, ella tenía más de dos horas que se había marchado para siempre.