De pestes y otros demonios
Gustavo Saenz*
Danza sobre restos de cristales, de ese tiempo no tan bello. Sola no estás.
Danza sobre antiguas cenizas, sobre todas tus heridas. Solo no estás.
Jairo
Danza sobre antiguas cenizas, sobre todas tus heridas. Solo no estás.
Jairo
En cuanto llegué a mi destino, lo primero que me ocurrió fue ver caer, en pleno vuelo, a una martineta. Cayó muy cerca, casi me pega en el hombro derecho. Esta ave, pariente del ñandú, lleva por nombre científico Eudromia elegans y en verdad que su andar, acompañado de su distinguido copete, es elegante, aunque su vuelo no lo sea tanto. Las martinetas tienen un planeo corto, no más allá de veinte o treinta metros; sus alas redondeadas —y demasiado pequeñas en relación a su cuerpo— le impiden un vuelo largo; siempre acompañan su trayecto aéreo de un silbido fuerte y estridente. Esta martineta, que cayó a mi lado, no silbaba, lo que me llevó a pensar, paranoicamente, en muerte por asfixia. La pandemia está contribuyendo a la extinción de su ya amenazada especie, me dije.
Antes de llegar a casa vi caer a dos aves más: un carpintero blanco y otro que, aterrorizado, no me detuve a identificar, pero que creo que pudo haber sido un zorzal o una torcacita.
Estamos en cuarentena por la pandemia que corresponde a este siglo. Decidí recluirme en mi lugar favorito: la casa de San Miguel o, más puntualmente, la buhardilla de esa casa: espacio predilecto de mi adolescencia. Está situada sobre el ala austral de la casa, justo sobre la recámara que fue de mi madre; al pasar junto a la puerta, tuve el impulso de quedarme ahí con sus libros, sus retratos, su bellísimo escritorio de madera de cerezo y la enorme cama. El tragaluz me hizo desistir y seguir el camino hasta arriba.
Cuando me asomo por la tronera puedo mirar el jardín de rododendros. Llevé conmigo a Lázaro, mi perro chihuahua.
Luego de pasar la aspiradora para eliminar el polvo acumulado, enderezar los cuadros torcidos, disponer en el viejo librerito los libros que llevé conmigo, conectar a la computadora mi disco portátil con toda la información que necesito, echar sobre la cama mi edredón predilecto y, en un rincón, la cama de Lázaro, recargué los codos en el alfeizar y le conté quien fue el historiador ateniense Tucídides y como, en el año 430 a. C., cayó sobre Atenas una terrible epidemia —tal vez peste bubónica o tifus— que causó graves estragos. “No se recordaba que se hubiera producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas”, cuenta Tucídides. Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad.
—¿Te suena familiar? Le pregunté a mi perro.
—Igual que ahora, era la primera vez que trataban algo así; y no solo no podían hacer nada, tal como ocurre con Covid-19, eran ellos mismos los principales afectados, al ser los que más se acercan a los enfermos. Aquella peste tuvo su primer brote en Etiopía, luego descendió por Egipto y Libia para, finalmente, presentarse de repente en Atenas.
Le conté a Lázaro como es que la pandemia de la que estamos huyendo él y yo, y casi todos los habitantes de este planeta, tuvo su origen en China, luego, siguiendo la ruta de Marco Polo, llegó a Italia, se dispersó por Europa y pronto hizo su aparición en América; agarrando casi por sorpresa a los habitantes. La alta mortandad de la peste de Atenas, toda proporción guardada, es comparable con la del nuevo coronavirus —le dije.
Fui hacia mi longevo librero a buscar, yo recordaba que lo tenía ahí, el documento en el que Tucídides narra su experiencia con la peste de Atenas, cómo la vivió, padeció, sobrevivió y contó. Los síntomas de los enfermos de la peste del 430, que describe el historiador, son terriblemente semejantes a los que experimentan quienes adquieren la peste del 2020: intensa sensación de calor en la cabeza; enrojecimiento e inflamación de ojos, faringe y lengua; respiración irregular; estornudos, ronquera, tos violenta y una larga lista. El insomnio de los atenienses de entonces es tal como el que nos agobia hoy en día; estamos, como ellos, agotados por el sufrimiento y la falta de certeza en el futuro inmediato y a largo plazo. Igual que ellos, estamos muriendo dentro de las murallas mientras el país es devastado por fuera.
En la crónica de Tucídides, este narra cómo las aves morían luego del contacto con enfermos y cadáveres. Inexorablemente vino a mi mente la imagen de las aves caídas a mi llegada a Tucumán, lo que me llevó a considerar que los animales están, quizá, más indefensos que nosotros. Decidí que cedería mi cama a Lázaro y yo dormiría en el suelo de cedro.
Comienzo a contar a mi perro sobre el oráculo griego, que advirtió sobre la llegada de una guerra doria y con ella la peste; pero el día se debilita: el calamitoso tragaluz bajo la tronera, el sol yacente, los aguaciles zumbando y la vista de los rododendros traen a mi espíritu demonios del pasado que se ponen a parlotear con los del presente y me impiden continuar.
Antes de llegar a casa vi caer a dos aves más: un carpintero blanco y otro que, aterrorizado, no me detuve a identificar, pero que creo que pudo haber sido un zorzal o una torcacita.
Estamos en cuarentena por la pandemia que corresponde a este siglo. Decidí recluirme en mi lugar favorito: la casa de San Miguel o, más puntualmente, la buhardilla de esa casa: espacio predilecto de mi adolescencia. Está situada sobre el ala austral de la casa, justo sobre la recámara que fue de mi madre; al pasar junto a la puerta, tuve el impulso de quedarme ahí con sus libros, sus retratos, su bellísimo escritorio de madera de cerezo y la enorme cama. El tragaluz me hizo desistir y seguir el camino hasta arriba.
Cuando me asomo por la tronera puedo mirar el jardín de rododendros. Llevé conmigo a Lázaro, mi perro chihuahua.
Luego de pasar la aspiradora para eliminar el polvo acumulado, enderezar los cuadros torcidos, disponer en el viejo librerito los libros que llevé conmigo, conectar a la computadora mi disco portátil con toda la información que necesito, echar sobre la cama mi edredón predilecto y, en un rincón, la cama de Lázaro, recargué los codos en el alfeizar y le conté quien fue el historiador ateniense Tucídides y como, en el año 430 a. C., cayó sobre Atenas una terrible epidemia —tal vez peste bubónica o tifus— que causó graves estragos. “No se recordaba que se hubiera producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas”, cuenta Tucídides. Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad.
—¿Te suena familiar? Le pregunté a mi perro.
—Igual que ahora, era la primera vez que trataban algo así; y no solo no podían hacer nada, tal como ocurre con Covid-19, eran ellos mismos los principales afectados, al ser los que más se acercan a los enfermos. Aquella peste tuvo su primer brote en Etiopía, luego descendió por Egipto y Libia para, finalmente, presentarse de repente en Atenas.
Le conté a Lázaro como es que la pandemia de la que estamos huyendo él y yo, y casi todos los habitantes de este planeta, tuvo su origen en China, luego, siguiendo la ruta de Marco Polo, llegó a Italia, se dispersó por Europa y pronto hizo su aparición en América; agarrando casi por sorpresa a los habitantes. La alta mortandad de la peste de Atenas, toda proporción guardada, es comparable con la del nuevo coronavirus —le dije.
Fui hacia mi longevo librero a buscar, yo recordaba que lo tenía ahí, el documento en el que Tucídides narra su experiencia con la peste de Atenas, cómo la vivió, padeció, sobrevivió y contó. Los síntomas de los enfermos de la peste del 430, que describe el historiador, son terriblemente semejantes a los que experimentan quienes adquieren la peste del 2020: intensa sensación de calor en la cabeza; enrojecimiento e inflamación de ojos, faringe y lengua; respiración irregular; estornudos, ronquera, tos violenta y una larga lista. El insomnio de los atenienses de entonces es tal como el que nos agobia hoy en día; estamos, como ellos, agotados por el sufrimiento y la falta de certeza en el futuro inmediato y a largo plazo. Igual que ellos, estamos muriendo dentro de las murallas mientras el país es devastado por fuera.
En la crónica de Tucídides, este narra cómo las aves morían luego del contacto con enfermos y cadáveres. Inexorablemente vino a mi mente la imagen de las aves caídas a mi llegada a Tucumán, lo que me llevó a considerar que los animales están, quizá, más indefensos que nosotros. Decidí que cedería mi cama a Lázaro y yo dormiría en el suelo de cedro.
Comienzo a contar a mi perro sobre el oráculo griego, que advirtió sobre la llegada de una guerra doria y con ella la peste; pero el día se debilita: el calamitoso tragaluz bajo la tronera, el sol yacente, los aguaciles zumbando y la vista de los rododendros traen a mi espíritu demonios del pasado que se ponen a parlotear con los del presente y me impiden continuar.
*Soy un artista visual con especial inclinación por la escultura; soy artesano textil amante de los telares sudamericanos, continúo estudiando y desarrollando habilidades en esta rama en mis momentos de mayor necesidad espiritual. En algún punto me puse a desarrollar software y estudié una ingeniería para vincular la programación con el arte, hasta hoy continúo intentando; también soy estudiante de creación literaria, escribir cuentos es el lugar en donde he encontrado una de las mayores satisfacciones de mi vida. He publicado el poemario En el alambre y el cuentario Puros Cuentos, Vol. 1. Actualmente preparo un libro de cuentos, un libro de ensayo literario, una historia de la escritura y un diccionario de argentinismos.