Doroshka y la maldición del viento
David Schmidt*
Los dos llegaron a la aldea el mismo día. Doroshka llegó desde el norte; el Jáchik llegó del sur.
En realidad no se llamaba “Jáchik”. Su nombre era Murad —el día de su llegada, en efecto, se presentó como “Murad” con toda la gente— sin embargo, todos le decían “el Jáchik”. Hablando un ruso chapurreado y entrecortado, Murad explicó que venía del Cáucaso, la región montañosa del sur de Rusia. Dijo, con su inequivocable acento, que venía de un remoto pueblo de arrieros musulmanes y buscaba trabajo de jornalero.
Doroshka, en cambio, no dijo nada tras su llegada al pueblo.
El aspecto escuálido de Murad inspiró desconfianza en la gente desde que el musulmán arribó al pueblo. Un muzhik llamado Serguéi le dio permiso de pernoctar en su establo, pero con serias reservaciones. Todos murmuraban que la gente caucásica, de tez morena y ojos negros, “tenía fama de causar pleitos y problemas”.
Doroshka, en cambio, era un hombre de facciones claras, de piel fina y largo cabello dorado. Su forma de vestir indicaba que era de clase muy noble —quizá un duque, quizá marqués— de algún país de Europa. Al verlo entrar al pueblo montado sobre su corcel blanco, todas las solteras del pueblo quedaron irreparablemente enamoradas.
Cuando Murad se comunicaba con la gente del pueblo, todos le criticaban los errores de gramática y sintaxis. “Tienes que aprender a hablar bien,” le decían. “Es que ustedes allá en el Cáucaso hablan sus dialectos primitivos, dicen puro ‘jach jach jach’, no saben hablar como la gente”. Y así fue como le pusieron el pronombre de “El Jáchik”: era, pues, una forma de burlarse de las lenguas natales de su tierra.
Doroshka caminaba por el pueblo con un aire de nobleza absoluta, con su bastón de mármol y sus atuendos de la última moda, vestido con galera y chaleco de lienzo fino. Su incapacidad de pronunciar ni una sola palabra de ruso inspiró aún más interés de parte de la gente. “Doroshka ha de ser francés, por su buen estilo,” decían las mujeres del pueblo. “A lo mejor viene de París. ¡Está divino!” Las familias no tardaron nada en invitarlo a tomarse una taza de té en sus casas, a pesar de su incapacidad de entablar una conversación, pues todos admiraban el buen gusto y el aspecto varonil de Doroshka.
Y así fue como, con el paso del tiempo, la desconfianza hacia el jornalero caucásico fue aumentando a la par de la fascinación con el elegante extranjero Doroshka. No quedaba duda, pues, que Doroshka era el hombre más fino, más culto, más noble que habían conocido jamás.
En realidad no se llamaba “Jáchik”. Su nombre era Murad —el día de su llegada, en efecto, se presentó como “Murad” con toda la gente— sin embargo, todos le decían “el Jáchik”. Hablando un ruso chapurreado y entrecortado, Murad explicó que venía del Cáucaso, la región montañosa del sur de Rusia. Dijo, con su inequivocable acento, que venía de un remoto pueblo de arrieros musulmanes y buscaba trabajo de jornalero.
Doroshka, en cambio, no dijo nada tras su llegada al pueblo.
El aspecto escuálido de Murad inspiró desconfianza en la gente desde que el musulmán arribó al pueblo. Un muzhik llamado Serguéi le dio permiso de pernoctar en su establo, pero con serias reservaciones. Todos murmuraban que la gente caucásica, de tez morena y ojos negros, “tenía fama de causar pleitos y problemas”.
Doroshka, en cambio, era un hombre de facciones claras, de piel fina y largo cabello dorado. Su forma de vestir indicaba que era de clase muy noble —quizá un duque, quizá marqués— de algún país de Europa. Al verlo entrar al pueblo montado sobre su corcel blanco, todas las solteras del pueblo quedaron irreparablemente enamoradas.
Cuando Murad se comunicaba con la gente del pueblo, todos le criticaban los errores de gramática y sintaxis. “Tienes que aprender a hablar bien,” le decían. “Es que ustedes allá en el Cáucaso hablan sus dialectos primitivos, dicen puro ‘jach jach jach’, no saben hablar como la gente”. Y así fue como le pusieron el pronombre de “El Jáchik”: era, pues, una forma de burlarse de las lenguas natales de su tierra.
Doroshka caminaba por el pueblo con un aire de nobleza absoluta, con su bastón de mármol y sus atuendos de la última moda, vestido con galera y chaleco de lienzo fino. Su incapacidad de pronunciar ni una sola palabra de ruso inspiró aún más interés de parte de la gente. “Doroshka ha de ser francés, por su buen estilo,” decían las mujeres del pueblo. “A lo mejor viene de París. ¡Está divino!” Las familias no tardaron nada en invitarlo a tomarse una taza de té en sus casas, a pesar de su incapacidad de entablar una conversación, pues todos admiraban el buen gusto y el aspecto varonil de Doroshka.
Y así fue como, con el paso del tiempo, la desconfianza hacia el jornalero caucásico fue aumentando a la par de la fascinación con el elegante extranjero Doroshka. No quedaba duda, pues, que Doroshka era el hombre más fino, más culto, más noble que habían conocido jamás.
* * * *
Varios meses después de la llegada de los dos forasteros —Doroshka, que vino desde el norte, y Murad “El Jáchik” desde el sur— algunas personas de la aldea comenzaron a enfermarse. Al principio, pensaron que se trataba de una gripe o pestilencia.
—Qué lástima que no tenemos manera de comunicarnos con el guapo de Doroshka— comentaron varias amas de casa—. Es probable que tenga conocimiento de la medicina; a lo mejor podría curar a nuestros enfermos. Qué pena que nosotros no podemos hablar ni francés ni italiano.
Finalmente recurrieron a un médico ruso de otro pueblo cercano. Lamentablemente, el doctor llegó demasiado tarde: ya habían fallecido cuatro de los enfermos. Tras realizar una autopsia, el doctor declaró que todos tenían grandes cantidades de vidrio molido en sus entrañas.
Entonces supieron que no se trataba de una peste común y corriente: era un hechizo. Alguien había hecho un “naslán”, una maldición que los brujos mandan con el viento para matar a la gente. Como es sabido, los brujos son capaces de producir una vyétrennaya nyechist: “la impureza que viene con el viento”. Tras el diagnóstico del médico, una nube de dudas y sospechas cayó sobre el pueblo, y todos comenzaron a buscar al culpable.
A la noche siguiente, curiosamente, Murad salió del establo de Serguéi. Éste lo vio fugarse, y salió corriendo para avisar a los demás hombres de la aldea. Había que seguir al Jáchik y detenerlo, pues seguramente el jornalero caucásico era el culpable. Así, pues, todos los varones siguieron sigilosamente a Murad por las calles desiertas del pueblo. Cuando vieron que se dirigía a la casa de Doroshka, su asombro se convirtió en indignación absoluta.
—¡Cómo se atreve! —Exclamaron a susurros—. ¿Cómo se atreve el Jachik a atacar a un hombre tan fino, tan culto, tan noble?
Vieron con rabia como Murad se metió a la casa y se escondió entre los muebles de la sala. En ese momento, Doroshka entró también a la sala, con una lámpara de queroseno en la mano. Iba hablando a solas. Y cuando Doroshka salió por la puerta trasera de su casa —cuando pasó justo frente al lugar donde los hombres estaban escondidos— todos suspiraron en conjunto. Pues Doroshka no estaba hablando ni francés, ni alemán, ni italiano. Estaba hablando ruso.
El viento llevó las palabras de Doroshka directamente al oscuro lugar donde los hombres estaban agachados. Pudieron oír que el señor de la casa pronunciaba, en un ruso puro y sin acento, lo siguiente:
—Mátenlo. Mátenlo, oscuros dioses del bosque. Mátenlo, con este polvo, mátenlo…
Lentamente, alzaba la mano izquierda hacia el cielo. Sus ojos verdes brillaban con la luz de la luna, la cual iluminó el polvo que se escapaba de su mano y se fue volando con el viento. Los miles de finos granos de vidrio molido resplandecieron en la oscuridad de la noche, con su vuelo dibujaron ondas y volteretas en el aire.
Doroshka siguió recitando el antiguo encanto ruso:
—Qué se hinche su panza hasta que quede como una chimenea, qué se seque su cuerpo, qué desvanezca, qué flaquee como la hierba seca del llano…
Acercó la mano izquierda a la boca y comenzó a soplar el vidrio molido, para así enviar la maldición a su víctima, cuando un grito irrumpió en la oscuridad: “¡Alto!”
Era Murad. Con el acento inconfundible de la Sierra Caucásica, El Jáchik le gritó a Doroshka. “¡Eres tú! Tú eres el brujo. Alto. Ya no, Doroshka. Basta.” Todos los hombres del pueblo se quedaron atónitos, paralizados, mientras que el jornalero caucásico se lanzó contra Doroshka, lo tiró al suelo, y así salvó al pueblo de una terrible maldad.
—Qué lástima que no tenemos manera de comunicarnos con el guapo de Doroshka— comentaron varias amas de casa—. Es probable que tenga conocimiento de la medicina; a lo mejor podría curar a nuestros enfermos. Qué pena que nosotros no podemos hablar ni francés ni italiano.
Finalmente recurrieron a un médico ruso de otro pueblo cercano. Lamentablemente, el doctor llegó demasiado tarde: ya habían fallecido cuatro de los enfermos. Tras realizar una autopsia, el doctor declaró que todos tenían grandes cantidades de vidrio molido en sus entrañas.
Entonces supieron que no se trataba de una peste común y corriente: era un hechizo. Alguien había hecho un “naslán”, una maldición que los brujos mandan con el viento para matar a la gente. Como es sabido, los brujos son capaces de producir una vyétrennaya nyechist: “la impureza que viene con el viento”. Tras el diagnóstico del médico, una nube de dudas y sospechas cayó sobre el pueblo, y todos comenzaron a buscar al culpable.
A la noche siguiente, curiosamente, Murad salió del establo de Serguéi. Éste lo vio fugarse, y salió corriendo para avisar a los demás hombres de la aldea. Había que seguir al Jáchik y detenerlo, pues seguramente el jornalero caucásico era el culpable. Así, pues, todos los varones siguieron sigilosamente a Murad por las calles desiertas del pueblo. Cuando vieron que se dirigía a la casa de Doroshka, su asombro se convirtió en indignación absoluta.
—¡Cómo se atreve! —Exclamaron a susurros—. ¿Cómo se atreve el Jachik a atacar a un hombre tan fino, tan culto, tan noble?
Vieron con rabia como Murad se metió a la casa y se escondió entre los muebles de la sala. En ese momento, Doroshka entró también a la sala, con una lámpara de queroseno en la mano. Iba hablando a solas. Y cuando Doroshka salió por la puerta trasera de su casa —cuando pasó justo frente al lugar donde los hombres estaban escondidos— todos suspiraron en conjunto. Pues Doroshka no estaba hablando ni francés, ni alemán, ni italiano. Estaba hablando ruso.
El viento llevó las palabras de Doroshka directamente al oscuro lugar donde los hombres estaban agachados. Pudieron oír que el señor de la casa pronunciaba, en un ruso puro y sin acento, lo siguiente:
—Mátenlo. Mátenlo, oscuros dioses del bosque. Mátenlo, con este polvo, mátenlo…
Lentamente, alzaba la mano izquierda hacia el cielo. Sus ojos verdes brillaban con la luz de la luna, la cual iluminó el polvo que se escapaba de su mano y se fue volando con el viento. Los miles de finos granos de vidrio molido resplandecieron en la oscuridad de la noche, con su vuelo dibujaron ondas y volteretas en el aire.
Doroshka siguió recitando el antiguo encanto ruso:
—Qué se hinche su panza hasta que quede como una chimenea, qué se seque su cuerpo, qué desvanezca, qué flaquee como la hierba seca del llano…
Acercó la mano izquierda a la boca y comenzó a soplar el vidrio molido, para así enviar la maldición a su víctima, cuando un grito irrumpió en la oscuridad: “¡Alto!”
Era Murad. Con el acento inconfundible de la Sierra Caucásica, El Jáchik le gritó a Doroshka. “¡Eres tú! Tú eres el brujo. Alto. Ya no, Doroshka. Basta.” Todos los hombres del pueblo se quedaron atónitos, paralizados, mientras que el jornalero caucásico se lanzó contra Doroshka, lo tiró al suelo, y así salvó al pueblo de una terrible maldad.
* * * *
Doroshka —quien, efectivamente, era un ciudadano ruso que se hacía pasar por extranjero— fue arrestado y encarcelado en el pueblo. Tras un juicio local, fue enviado a Moscú, donde fue procesado por los Tribunales Imperiales del Zar y condenado a la cadena perpetua por practicar la brujería.
Murad fue reconocido públicamente como el héroe que había salvado al pueblo de los hechizos de Doroshka. El labrador caucásico recibió una disculpa de parte del alcalde en la plaza central, y el municipio le regaló una habitación en el hotel del pueblo, donde vivió el resto de su vida.
No obstante todo ello, muchas mujeres juraban que todo había sido un gran error, que las acusaciones tenían que ser falsas. Hasta sus últimos días, las amas de casa de la aldea siguieron insistiendo que Doroshka era el hombre más fino, más culto, más noble que habían conocido jamás.
Murad fue reconocido públicamente como el héroe que había salvado al pueblo de los hechizos de Doroshka. El labrador caucásico recibió una disculpa de parte del alcalde en la plaza central, y el municipio le regaló una habitación en el hotel del pueblo, donde vivió el resto de su vida.
No obstante todo ello, muchas mujeres juraban que todo había sido un gran error, que las acusaciones tenían que ser falsas. Hasta sus últimos días, las amas de casa de la aldea siguieron insistiendo que Doroshka era el hombre más fino, más culto, más noble que habían conocido jamás.
*Licenciado en Psicología, es escritor, ilustrador, intérprete y traductor. Habla diez idiomas, incluyendo ruso, inglés, francés, tres lenguas indígenas de México y el anglosajón medieval.
Sus publicaciones en español incluyen “Tunguska: Luces en el cielo sobre Siberia” (2017, Editorial Nido del Fénix) y “Más frío que la nieve: cuentos sobrenaturales de Rusia” (2017, Editorial Abismos). Sus títulos en inglés incluyen “Holy Ghosts: True Tales from a Haunted Christian College”, un libro sobre los lugares embrujados, “Into the Serpent’s Head”, una crónica de viaje por la sierra mazateca de Oaxaca y la serie de libros digitales, “The Tiny Staircase series”.
Divide su tiempo entre la Ciudad de México y San Diego, California, EEUU.
Blog: www.donguero.blogspot.com
Sus publicaciones en español incluyen “Tunguska: Luces en el cielo sobre Siberia” (2017, Editorial Nido del Fénix) y “Más frío que la nieve: cuentos sobrenaturales de Rusia” (2017, Editorial Abismos). Sus títulos en inglés incluyen “Holy Ghosts: True Tales from a Haunted Christian College”, un libro sobre los lugares embrujados, “Into the Serpent’s Head”, una crónica de viaje por la sierra mazateca de Oaxaca y la serie de libros digitales, “The Tiny Staircase series”.
Divide su tiempo entre la Ciudad de México y San Diego, California, EEUU.
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