El cartel del Chuy
José Uriel Medina Morales*
Jesús era un joven que añoraba los grandes lujos de la vida desde la esquina donde trabajaba de limpiaparabrisas. Desde los trajes costosos del centro comercial y el hotel cinco estrellas al lado del semáforo donde trabajaba, hasta los grandiosos vehículos que pasaban a diario en la avenida. Sin embargo, a él no le iba nada mal. Ganaba bien, incluso después de repartirse el dinero entre sus tres compañeros le quedaba lo suficiente como para comer, pagar sus cuentas y su vicio, el cristal; le quedaba más dinero que a un obrero trabajando en las maquilas a las afueras de la ciudad.
A Jesús le agradaba su trabajo, no se estresaba como cuando era estudiante, no peleaba con jefes gritones que no lo dejaban trabajar como él quería. Ahí, solo tenía altercados cuando un muchacho nuevo quería trabajar como ellos. Jesús los corría y de vez en cuando tenía que pelear para que no se acercaran a esa esquina, una de las más transitadas de la ciudad. Era competencia que no necesitaba, porque no todos los días eran buenos, en ocasiones tenía que asaltar o robar por las noches para completar para el vicio.
A diario, Jesús veía algunos autos lujosos pasar por su esquina. A pesar de que la mayoría rechazaba su servicio, había un conductor con una camioneta negra que siempre aceptaba y le pagaba con un billete de cincuenta pesos. Jesús no perdía la oportunidad de echar un vistazo dentro del carro mientras limpiaba. El sujeto no le daba importancia, casi siempre hablaba desde su iPhone, usando sus lentes Rayban y su gorra original.
Cierto día, después de terminar de limpiar, Jesús tarareó una canción de Cartel de Santa y se dio cuenta de que la canción salía del carro de su cliente. El hombre colgó la llamada y le pagó, Jesús se armó de valor y soltó la pregunta:
—¿Cómo le haces para tener todo esto?
—Estudiando y trabajando duro —le contestó
—Yo trabajo duro, pero eso de estudiar… las letras no entran con hambre.
—La vida es dura aun si estudias y si no le echas ganas no vas a salir de donde estás.
—¡Nah!, que va a ser. Trabajo todo el día, de arriba para abajo y nada más no se hace…
—¿Cómo te llamas?
—Jesús.
—Yo soy Ramiro. Mira Jesús, la vida no te va a dar las oportunidades. Debes buscarlas. Yo no encontré trabajo y le hice a todo, ahora ando en el “negocio” y ahí busqué las oportunidades.
—¿Y cómo le hago para entrarle? —Ramiro se echó a reír, vio el semáforo y se marchó.
Jesús sentía como la vida de lujos que tanto quería se alejaba junto con el carro. Siempre veía a sus proveedores viviendo casi en la indigencia, de ocho a doce personas viviendo en una casa pequeña, todos ellos decían que eran pesados y que a nadie le convenía meterse contra ellos; pero para Jesús, el dinero que presumía no se notaba. Pero Ramiro era otro caso, tenía lujos. Siempre llegaba bien vestido con ropa de marca, una buena camioneta siempre impecable y aun así permitía que Jesús limpiara el parabrisas a pesar de no necesitarlo. Así que Jesús decidió insistir.
Al día siguiente Jesús terminó de limpiar la camioneta de Ramiro, recibió su dinero y lo observó. Ramiro le regresó la mirada.
—Quiero entrarle. Has paro.
—No Chuy, estás muy flaco. No le vas a durar a nadie. Es más, ¿ves a aquel wey? —Ramiro señalo a un hombre robusto en la parada del camión— Llégale de frente, cántale un tiro, a ver qué tal te va. Me voy a parquear allá adelante, de ahí te veo.
Jesús se alegró. Aventó sus cosas al semáforo, corrió para cruzar la calle y a la voz de sobres puto, se le lanzó al hombre. Jesús comenzó a soltar golpes a diestra y siniestra, el hombre tan solo se cubrió y retrocedió. Jesús miró a la esquina donde estaba la camioneta de Ramiro y terminó en el suelo. El zurdazo del hombre lo dejó aturdido y la patada, sin aire; Jesús solo pudo ver la camioneta alejarse.
Tres días después, Ramiro se detuvo al lado de Jesús. Lo miró con una risa burlesca y le dijo:
--Ponte trucha mi Chuy, no le quites la vista al wey con el que vas a pelear. Si ese bato trajera una navaja ya te hubiera destazado —Jesús no supo que contestar, solo podía concentrarse en la hinchazón de su mejilla que se reflejaba en los lentes de Ramiro—. Nada más quería saber si tenías los suficientes, pero te tengo tu oferta. Voy a ver como jalas.
Ramiro le entregó un celular sencillo, lo básico para hacer llamadas y mandar mensajes. Jesús lo observó.
—No chingue may, mi celular jala mejor que este cacahuate. Ni whats tiene.
—No seas pendejo, Chuy. Si alguien te ve con un celular chingón, te vas a delatar solito. Ahorita no puedo perder el tiempo, te voy a pagar cien dólares cada semana, y cuando vea si la haces, te voy a pagar el doble.
—¿Qué hay que hacer?
—Cada carro de fuera del estado que pase por aquí y también los que entren al hotel, me lo vas a reportar con un mensaje: color, número de pasajeros, matrícula y estado. Ahí te dejé un ejemplo, el teléfono ahí está guardado. También me reportas dónde la venden. Tu no me marques, yo te voy a marcar. Yo voy a pasar los miércoles a mediodía, te trepas a limpiar y cuando termines te pago. Nada más te dejo una regla: no rajes o te carga la chingada.
—¿Cómo creé, may? Vaver que soy chingón pa esto.
—Eso mi Chuy. Ya te la sabes, hay la vemos.
Así, Jesús comenzó a trabajar, se esforzaba en memorizar las placas de los vehículos y mandar los mensajes cuando el semáforo cambiara a verde. De vez en cuando, Ramiro le marcaba para pedir más información y Jesús se la daba con detalle. En semanas, Jesús comenzó a recibir el doble de dinero y, de vez en cuando, un bono por haberle acertado a uno de los contras. Jesús comenzó con su vida de lujos: unos tenis Nike, gorras originales que se aseguraba de dejarle la etiqueta y una medalla de san judas de oro.
Raúl, Juan y Ricardo, sus compañeros de semáforo, le pedían que hablara con Ramiro para que los metiera en el negocio, pero Jesús vio una oportunidad de emprendimiento. Con tantos vendedores ambulantes, el depósito y las tiendas de abarrotes, el dinero se movía muy bien en la zona; Jesús decidió cobrar piso barato, trescientos pesos a los ambulantes y mil pesos a las tiendas y al depósito por semana, y sus compañeros serían sus cobradores y protectores de la esquina.
Muchos de los vendedores se quejaban, y se ponían reacios a pagar, pero veían el contacto de Jesús y preferían no engrandecer el problema. Poco a poco se acostumbraban y dejaron de lamentarse cuando Jesús y sus amigos impidieron que un ladrón robara a doña Mary. Le dieron una calentada al facineroso, le regresaron su dinero a doña Mary y aventaron al ladrón al trafico quien, por suerte para él, alcanzó a llegar al otro lado de la calle. Aun así, muchos ambulantes tenían que retirarse de la esquina para evitar el cobro del piso, pues no a todos les iba bien. Muchos solo lograban sacar para el día, por lo que solo aguantaban en lo que salía un mejor día o irse de ahí.
Así, poco a poco el grupo de Jesús había comenzado con su reputación. Comenzaron a llamarlos el cartel del Chuy, siempre estaban puntuales para cobrar, solo limpiaban cada tres luces rojas, ahora se preocupaban más por vacilar mientras fumaban o comían, aunque Jesús siempre tenía un ojo en la calle y en los autos. Había días que ni siquiera se paraban a limpiar un solo auto, excepto los miércoles, que era cuando Jesús cobraba.
Cierto día, Jesús juntó lo que ganaron en el día y el piso de los vendedores, los del cartel del Chuy estaban felices, pues les tocaban casi dos mil pesos y hasta comenzaron a planear una fiesta en la casa de Raúl. Sin embargo, Jesús se apartó cuando escuchó el celular, pero nadie contestó. Ya quería pedir el pago de las dos semanas que le debían para festejar a lo grande. Justo cuando iba a regresar con sus amigos, el celular volvió a sonar y nadie contestó por más que insistió.
Días después en la noche, Jesús regresaba a su casa y el celular sonó nuevamente.
—¿Qué paso, may? ¿ya me escuchas? —se escuchaba música muy baja de fondo— Ya van a ser tres semanas que no vas, y yo me sigo reportando. Mándame un mensaje si no puedes hablar.
De repente, dos camionetas se pararon al lado de Jesús, sin decir nada, lo subieron a golpes y siguieron pegando hasta que dejó de resistirse. Lo ataron y amordazaron. Le subieron el volumen a la música y aceleraron.
A las afueras de la ciudad, por los cañaverales, a Jesús le quitaron la venda de los ojos. Una de las camionetas estaba frente a él con las luces altas, deslumbrándolo, solo podía observar las siluetas de los hombres.
—Este es el que le daba el pitazo al gallo —dijo uno de los hombres.
--Pinche gallo, lo puso frente al hotel del patroncito. Pero ahora ya va a quedar todo saldado para dejarnos caer con todo.
—Haber pinche mugroso, primero vamos por lo rajón.
Un hombre pateó a Jesús, sujetó sus manos y las colocó sobre una piedra. Otro hombre empezó a golpear con un martillo hasta destrozarle los dedos. Jesús solo podía morder el pañuelo que traía como mordaza mientras y las lágrimas de dolor comenzaban a derramarse.
—Ahora vamos por lo mirón —el hombre no le dio tiempo y con una navaja le destrozó el ojo izquierdo, mientras los gritos de Jesús se ahogaban por la mordaza. El hombre lo aventó al suelo.
—¡Ah! Ya me acordé de este wey, es que le anda cobrando piso a mi tío en la esquina.
—¿Ah, eres pesado?, te iba a dejar ir así, pero ahora te vamos a tratar como a un pesado. ¡Maca, traite los machetes y el cebollero!
En esa esquina tan codiciada, el cuerpo descuartizado de Jesús fue encontrado por el canillita que apenas acomodaba sus periódicos. Al pobre anciano casi le da un infarto al ver la cabeza de Jesús caer y rodar hasta sus pies. Sus brazos y piernas estaban acomodados frente al torso que tenía un mensaje que decía: «ezto le ba a pasar a todos los mugrosos que se quieran pasar de berga. Ya comenso la limpia».
La policía trabajó rápido, pues la calle era muy transitada y querían que eso terminara. Los vendedores ya llegaban y los curiosos no se hacían esperar, así que en menos de dos horas habían tomado evidencias y levantado el cuerpo.
El día debía seguir, los ambulantes ya se habían instalado, incluso los de la comida, que, aunque les daba nauseas por lo que observaron, los clientes no podían esperar.
—Pobrecito Chuyito, nomás nos lo dejaron en piezas en su esquina. Quien lo mandó a andarle jugando al verga. Y yo que ustedes ya me chispara, porque para que haigan dejado así a este compa, ha diaber cantado toda la noche. Ya se está calentando, ya se la van a peliar.
—Usted está loco, viejo —le respondió Raúl, mientras llegaba con todos los miembros del «cartel del Chuy»—. Al rato llega el Chuy y más vale que tenga el piso pa la tarde.
—A chingarle entonces, mijo.
Don Jacinto esperó que los muchachos se encaminaran por su desayuno gratis con doña Mary. Y marcó en su celular.
—¿Estás aquí cerca mijo? Parece que van a seguir igual de bravos… si aquí están, se van por su guajolota y su atole, y se van a chingar un cigarro… si, ahí en la mera esquina se quedan como una hora… si, ya se fueron, nomás levantaron y tomaron fotos, ya no hay ningún azul.
No pasó ni media hora cuando llegaron dos camionetas y a punta de pistola les dieron un levantón, y se arrancaron a las afueras de la ciudad. Los vendedores ambulantes no sabían qué hacer, pues la mayoría ya estaban cansados del «cartel del Chuy». Aun así, algunos llamaron a la policía, sin embargo, con tan pocos elementos en una ciudad tan grande, llegaron media hora tarde, lo suficiente como para perderles el rastro a las camionetas.
Desde ese día, el «cartel del Chuy» desapareció en la esquina. Algunos dicen que los integrantes fueron parte de los encontrados en las tres fosas clandestinas meses después, otros dicen que terminaron con el pozolero. La realidad es que jamás se sabrá el paradero del cartel del Chuy.
A Jesús le agradaba su trabajo, no se estresaba como cuando era estudiante, no peleaba con jefes gritones que no lo dejaban trabajar como él quería. Ahí, solo tenía altercados cuando un muchacho nuevo quería trabajar como ellos. Jesús los corría y de vez en cuando tenía que pelear para que no se acercaran a esa esquina, una de las más transitadas de la ciudad. Era competencia que no necesitaba, porque no todos los días eran buenos, en ocasiones tenía que asaltar o robar por las noches para completar para el vicio.
A diario, Jesús veía algunos autos lujosos pasar por su esquina. A pesar de que la mayoría rechazaba su servicio, había un conductor con una camioneta negra que siempre aceptaba y le pagaba con un billete de cincuenta pesos. Jesús no perdía la oportunidad de echar un vistazo dentro del carro mientras limpiaba. El sujeto no le daba importancia, casi siempre hablaba desde su iPhone, usando sus lentes Rayban y su gorra original.
Cierto día, después de terminar de limpiar, Jesús tarareó una canción de Cartel de Santa y se dio cuenta de que la canción salía del carro de su cliente. El hombre colgó la llamada y le pagó, Jesús se armó de valor y soltó la pregunta:
—¿Cómo le haces para tener todo esto?
—Estudiando y trabajando duro —le contestó
—Yo trabajo duro, pero eso de estudiar… las letras no entran con hambre.
—La vida es dura aun si estudias y si no le echas ganas no vas a salir de donde estás.
—¡Nah!, que va a ser. Trabajo todo el día, de arriba para abajo y nada más no se hace…
—¿Cómo te llamas?
—Jesús.
—Yo soy Ramiro. Mira Jesús, la vida no te va a dar las oportunidades. Debes buscarlas. Yo no encontré trabajo y le hice a todo, ahora ando en el “negocio” y ahí busqué las oportunidades.
—¿Y cómo le hago para entrarle? —Ramiro se echó a reír, vio el semáforo y se marchó.
Jesús sentía como la vida de lujos que tanto quería se alejaba junto con el carro. Siempre veía a sus proveedores viviendo casi en la indigencia, de ocho a doce personas viviendo en una casa pequeña, todos ellos decían que eran pesados y que a nadie le convenía meterse contra ellos; pero para Jesús, el dinero que presumía no se notaba. Pero Ramiro era otro caso, tenía lujos. Siempre llegaba bien vestido con ropa de marca, una buena camioneta siempre impecable y aun así permitía que Jesús limpiara el parabrisas a pesar de no necesitarlo. Así que Jesús decidió insistir.
Al día siguiente Jesús terminó de limpiar la camioneta de Ramiro, recibió su dinero y lo observó. Ramiro le regresó la mirada.
—Quiero entrarle. Has paro.
—No Chuy, estás muy flaco. No le vas a durar a nadie. Es más, ¿ves a aquel wey? —Ramiro señalo a un hombre robusto en la parada del camión— Llégale de frente, cántale un tiro, a ver qué tal te va. Me voy a parquear allá adelante, de ahí te veo.
Jesús se alegró. Aventó sus cosas al semáforo, corrió para cruzar la calle y a la voz de sobres puto, se le lanzó al hombre. Jesús comenzó a soltar golpes a diestra y siniestra, el hombre tan solo se cubrió y retrocedió. Jesús miró a la esquina donde estaba la camioneta de Ramiro y terminó en el suelo. El zurdazo del hombre lo dejó aturdido y la patada, sin aire; Jesús solo pudo ver la camioneta alejarse.
Tres días después, Ramiro se detuvo al lado de Jesús. Lo miró con una risa burlesca y le dijo:
--Ponte trucha mi Chuy, no le quites la vista al wey con el que vas a pelear. Si ese bato trajera una navaja ya te hubiera destazado —Jesús no supo que contestar, solo podía concentrarse en la hinchazón de su mejilla que se reflejaba en los lentes de Ramiro—. Nada más quería saber si tenías los suficientes, pero te tengo tu oferta. Voy a ver como jalas.
Ramiro le entregó un celular sencillo, lo básico para hacer llamadas y mandar mensajes. Jesús lo observó.
—No chingue may, mi celular jala mejor que este cacahuate. Ni whats tiene.
—No seas pendejo, Chuy. Si alguien te ve con un celular chingón, te vas a delatar solito. Ahorita no puedo perder el tiempo, te voy a pagar cien dólares cada semana, y cuando vea si la haces, te voy a pagar el doble.
—¿Qué hay que hacer?
—Cada carro de fuera del estado que pase por aquí y también los que entren al hotel, me lo vas a reportar con un mensaje: color, número de pasajeros, matrícula y estado. Ahí te dejé un ejemplo, el teléfono ahí está guardado. También me reportas dónde la venden. Tu no me marques, yo te voy a marcar. Yo voy a pasar los miércoles a mediodía, te trepas a limpiar y cuando termines te pago. Nada más te dejo una regla: no rajes o te carga la chingada.
—¿Cómo creé, may? Vaver que soy chingón pa esto.
—Eso mi Chuy. Ya te la sabes, hay la vemos.
Así, Jesús comenzó a trabajar, se esforzaba en memorizar las placas de los vehículos y mandar los mensajes cuando el semáforo cambiara a verde. De vez en cuando, Ramiro le marcaba para pedir más información y Jesús se la daba con detalle. En semanas, Jesús comenzó a recibir el doble de dinero y, de vez en cuando, un bono por haberle acertado a uno de los contras. Jesús comenzó con su vida de lujos: unos tenis Nike, gorras originales que se aseguraba de dejarle la etiqueta y una medalla de san judas de oro.
Raúl, Juan y Ricardo, sus compañeros de semáforo, le pedían que hablara con Ramiro para que los metiera en el negocio, pero Jesús vio una oportunidad de emprendimiento. Con tantos vendedores ambulantes, el depósito y las tiendas de abarrotes, el dinero se movía muy bien en la zona; Jesús decidió cobrar piso barato, trescientos pesos a los ambulantes y mil pesos a las tiendas y al depósito por semana, y sus compañeros serían sus cobradores y protectores de la esquina.
Muchos de los vendedores se quejaban, y se ponían reacios a pagar, pero veían el contacto de Jesús y preferían no engrandecer el problema. Poco a poco se acostumbraban y dejaron de lamentarse cuando Jesús y sus amigos impidieron que un ladrón robara a doña Mary. Le dieron una calentada al facineroso, le regresaron su dinero a doña Mary y aventaron al ladrón al trafico quien, por suerte para él, alcanzó a llegar al otro lado de la calle. Aun así, muchos ambulantes tenían que retirarse de la esquina para evitar el cobro del piso, pues no a todos les iba bien. Muchos solo lograban sacar para el día, por lo que solo aguantaban en lo que salía un mejor día o irse de ahí.
Así, poco a poco el grupo de Jesús había comenzado con su reputación. Comenzaron a llamarlos el cartel del Chuy, siempre estaban puntuales para cobrar, solo limpiaban cada tres luces rojas, ahora se preocupaban más por vacilar mientras fumaban o comían, aunque Jesús siempre tenía un ojo en la calle y en los autos. Había días que ni siquiera se paraban a limpiar un solo auto, excepto los miércoles, que era cuando Jesús cobraba.
Cierto día, Jesús juntó lo que ganaron en el día y el piso de los vendedores, los del cartel del Chuy estaban felices, pues les tocaban casi dos mil pesos y hasta comenzaron a planear una fiesta en la casa de Raúl. Sin embargo, Jesús se apartó cuando escuchó el celular, pero nadie contestó. Ya quería pedir el pago de las dos semanas que le debían para festejar a lo grande. Justo cuando iba a regresar con sus amigos, el celular volvió a sonar y nadie contestó por más que insistió.
Días después en la noche, Jesús regresaba a su casa y el celular sonó nuevamente.
—¿Qué paso, may? ¿ya me escuchas? —se escuchaba música muy baja de fondo— Ya van a ser tres semanas que no vas, y yo me sigo reportando. Mándame un mensaje si no puedes hablar.
De repente, dos camionetas se pararon al lado de Jesús, sin decir nada, lo subieron a golpes y siguieron pegando hasta que dejó de resistirse. Lo ataron y amordazaron. Le subieron el volumen a la música y aceleraron.
A las afueras de la ciudad, por los cañaverales, a Jesús le quitaron la venda de los ojos. Una de las camionetas estaba frente a él con las luces altas, deslumbrándolo, solo podía observar las siluetas de los hombres.
—Este es el que le daba el pitazo al gallo —dijo uno de los hombres.
--Pinche gallo, lo puso frente al hotel del patroncito. Pero ahora ya va a quedar todo saldado para dejarnos caer con todo.
—Haber pinche mugroso, primero vamos por lo rajón.
Un hombre pateó a Jesús, sujetó sus manos y las colocó sobre una piedra. Otro hombre empezó a golpear con un martillo hasta destrozarle los dedos. Jesús solo podía morder el pañuelo que traía como mordaza mientras y las lágrimas de dolor comenzaban a derramarse.
—Ahora vamos por lo mirón —el hombre no le dio tiempo y con una navaja le destrozó el ojo izquierdo, mientras los gritos de Jesús se ahogaban por la mordaza. El hombre lo aventó al suelo.
—¡Ah! Ya me acordé de este wey, es que le anda cobrando piso a mi tío en la esquina.
—¿Ah, eres pesado?, te iba a dejar ir así, pero ahora te vamos a tratar como a un pesado. ¡Maca, traite los machetes y el cebollero!
En esa esquina tan codiciada, el cuerpo descuartizado de Jesús fue encontrado por el canillita que apenas acomodaba sus periódicos. Al pobre anciano casi le da un infarto al ver la cabeza de Jesús caer y rodar hasta sus pies. Sus brazos y piernas estaban acomodados frente al torso que tenía un mensaje que decía: «ezto le ba a pasar a todos los mugrosos que se quieran pasar de berga. Ya comenso la limpia».
La policía trabajó rápido, pues la calle era muy transitada y querían que eso terminara. Los vendedores ya llegaban y los curiosos no se hacían esperar, así que en menos de dos horas habían tomado evidencias y levantado el cuerpo.
El día debía seguir, los ambulantes ya se habían instalado, incluso los de la comida, que, aunque les daba nauseas por lo que observaron, los clientes no podían esperar.
—Pobrecito Chuyito, nomás nos lo dejaron en piezas en su esquina. Quien lo mandó a andarle jugando al verga. Y yo que ustedes ya me chispara, porque para que haigan dejado así a este compa, ha diaber cantado toda la noche. Ya se está calentando, ya se la van a peliar.
—Usted está loco, viejo —le respondió Raúl, mientras llegaba con todos los miembros del «cartel del Chuy»—. Al rato llega el Chuy y más vale que tenga el piso pa la tarde.
—A chingarle entonces, mijo.
Don Jacinto esperó que los muchachos se encaminaran por su desayuno gratis con doña Mary. Y marcó en su celular.
—¿Estás aquí cerca mijo? Parece que van a seguir igual de bravos… si aquí están, se van por su guajolota y su atole, y se van a chingar un cigarro… si, ahí en la mera esquina se quedan como una hora… si, ya se fueron, nomás levantaron y tomaron fotos, ya no hay ningún azul.
No pasó ni media hora cuando llegaron dos camionetas y a punta de pistola les dieron un levantón, y se arrancaron a las afueras de la ciudad. Los vendedores ambulantes no sabían qué hacer, pues la mayoría ya estaban cansados del «cartel del Chuy». Aun así, algunos llamaron a la policía, sin embargo, con tan pocos elementos en una ciudad tan grande, llegaron media hora tarde, lo suficiente como para perderles el rastro a las camionetas.
Desde ese día, el «cartel del Chuy» desapareció en la esquina. Algunos dicen que los integrantes fueron parte de los encontrados en las tres fosas clandestinas meses después, otros dicen que terminaron con el pozolero. La realidad es que jamás se sabrá el paradero del cartel del Chuy.
*Escritor nayarita de historias de fantasía y terror que usa este medio para escapar de la realidad. He realizado publicaciones como: Pacto natural en el microcuentos de terror en tiempos de coronavirus de la Red de escritores y escénicas Potosí (2020); Espíritu de la perdición en el concurso de cuento breve Amado Nervo (2020); Lo que ocurrió aquél día y Los cerdos de Don Jacinto ambos en Cuentos de color negro (2020) y Profecía en Licor de Cuervo Número 3 (2021).