El cometa
Edith González Estrada*
Era un papalote de color azul, hecho con una cruz de madera ligera. Atada a sus puntas, estaba un cuadro de plástico que se inflaba y desinflaba, una y otra vez. Tenía una cola de varias tiras de colores; justo en esta tenía amarrado un hilo cáñamo. Volaba a grandes alturas, parecía un pez en el agua, pero sin ojos. Podía ver los surcos de la tierra secos, arenosos; fácil se podía tropezar alguien que no viera las raíces secas, cortadas a tajo con un machete o una hoz.
"¿Cada día será lo mismo?", -se preguntó- "¿todos los cometas verán la misma tierra, el mismo cielo?", a mí sólo me tienen atado y, pueden hacer que vuele tan alto como ellos quieren y cuando lo desean". "¿Qué se sentirá ser ave para volar sin límites?". Y el viento soplaba con más furia: inflaba su cuerpo por abajo, lo mantenía suspendido. La gente prendía fuego al clecuil para hacer sus tortillas de maíz negro. Las casas de adobe despedían un vaho. Al atardecer, después de una jornada ardiente de sol, los hombres llegaban a sus chozas agotados. Un plato de frijoles calientes y un montón de tortillas, -en el chiquihuite de palma-, con aroma a cal, los esperaba en la mesa larga. Era un momento de meditación, de paz. Lo único que sonaba, era la cuchara contra el plato. La señora, -con su mandil a cuadros-, entraba como reina y ofrecía una bandeja, hasta el tope de quelites recién escurridos, encebollados y, sazonados con un poco de manteca y sal. Un vaso de aguardiente acompañaba dicho platillo ¡sabor a Dios!
Los niños embadurnados de tierra y lodo entraban y salían corriendo de la cocina; sólo reparaban en jugar con sus papalotes. El chiquillo desbordaba de alegría cuando veía a su cometa tan alto, quería ser como aquel, deseaba caminar por los cielos para ver lo que ocurría desde allá arriba. "¿Habrá otro mundo?", "¿aquí será otro mundo?". "¡Corre corre corre. Corre más alto!". El papalote se dejaba llevar por la emoción del pequeño, del viento y de su destino.
"¿Cada día será lo mismo?", -se preguntó- "¿todos los cometas verán la misma tierra, el mismo cielo?", a mí sólo me tienen atado y, pueden hacer que vuele tan alto como ellos quieren y cuando lo desean". "¿Qué se sentirá ser ave para volar sin límites?". Y el viento soplaba con más furia: inflaba su cuerpo por abajo, lo mantenía suspendido. La gente prendía fuego al clecuil para hacer sus tortillas de maíz negro. Las casas de adobe despedían un vaho. Al atardecer, después de una jornada ardiente de sol, los hombres llegaban a sus chozas agotados. Un plato de frijoles calientes y un montón de tortillas, -en el chiquihuite de palma-, con aroma a cal, los esperaba en la mesa larga. Era un momento de meditación, de paz. Lo único que sonaba, era la cuchara contra el plato. La señora, -con su mandil a cuadros-, entraba como reina y ofrecía una bandeja, hasta el tope de quelites recién escurridos, encebollados y, sazonados con un poco de manteca y sal. Un vaso de aguardiente acompañaba dicho platillo ¡sabor a Dios!
Los niños embadurnados de tierra y lodo entraban y salían corriendo de la cocina; sólo reparaban en jugar con sus papalotes. El chiquillo desbordaba de alegría cuando veía a su cometa tan alto, quería ser como aquel, deseaba caminar por los cielos para ver lo que ocurría desde allá arriba. "¿Habrá otro mundo?", "¿aquí será otro mundo?". "¡Corre corre corre. Corre más alto!". El papalote se dejaba llevar por la emoción del pequeño, del viento y de su destino.
*Vive en Metepec, Estado de México. Estudió Letras Latinoamericanas y la maestría en Humanidades en la Facultad de Humanidades, en la UAEméx, Toluca, Edo. México. Actualmente trabaja como maestra en Educación Media Superior en la EPO No 146 de San Lucas Tunco, Metepec. Ha hecho algunas colaboraciones sobre literatura para la revista Digital de Metepec. E-mail: [email protected]