El niño que nunca volvió
Nicolás Kouzouyan*
A mediados de julio llegó un niño nuevo a la clase. Se llamaba Leo. Era un niño alto, enorme, de cara grande y bobona, con la piel blanda y los labios carnosos. Siempre estaba pálido, ojeroso; y sonreía con aire ausente cuando la maestra le hacía preguntas.
Leo llevaba autitos que sus padres le habían regalado para jugar en el recreo. Uno de ellos era una camioneta 4x4 de color naranja que le gustó mucho a Huguito, que enseguida se hizo su amigo para pedírsela prestada. La camioneta era diferente al resto de los autitos; aparte de tener la cabina llena de plastilina de colores (que Leo se había encargado de poner ahí), no era a fricción, como los autitos berretas que la mayoría llevaba; tenía ruedas grandes, patonas, y las cuatro puertas, más la de la valija, se abrían. Era como uno de esos autitos “de colección”, esos que Huguito solo había visto en las vidrieras de las jugueterías, en exhibidores especiales con cúpulas transparentes; esos que siempre que se los pedía a su madre — señalándoselos en la vidriera para que no hubiera ningún error — ella le decía: “no, Hugo, es muy caro, no tenemos plata”.
Entonces la camioneta naranja se convirtió enseguida en la preferida de Huguito. Y los días siguientes se la pidió a Leo en cada recreo. La hacía saltar por las mesas, recorrer los muros de ladrillos sabiendo que sus ruedas aguantarían las ásperas exigencias del terreno; volar de los muros a las mesas de la clase y luego de regreso al recreo; hasta se animaba a lanzarla de una punta a la otra del patio para verla colarse peligrosamente entre los pies de los niños y llegar a salvo hasta su destino.
Al final, de tanto jugar con ella, Huguito empezó a sentirla como suya. Y una tarde, casi sin darse cuenta, se la quedó. Fue muy sencillo, en vez de dejarla en la canasta de los juguetes, donde Leo y el resto de los niños dejaban los suyos hasta el otro día, se la guardó en el bolsillo de la túnica para poder jugar luego en su casa.
Quiso la casualidad que esa tarde se le ocurriera a Leo la misma idea. Así que antes de que sonara el timbre de salida atravesó la clase con paso de mamut y empezó a buscarla en la canasta de los juguetes. Huguito, que construía una casa con legos cerca, lo observó de reojo. Enseguida entendió lo que buscaba y se puso nervioso. Un minuto después Leo revisaba sus bolsillos con manos torpes, daba vueltas sobre si mismo, empezaba a desesperarse. Al final fue con la maestra. Ella lo rezongó:
– Pero tenés que ser más atento con tus cosas, Leo. No puede ser que todos los días se te pierda algo… Bueno, vení, vamos a buscarla – tomándole la mano.
Fueron de un lado para el otro. Primero revisaron la cartera de Leo, después nuevamente los bolsillos de su túnica y la canasta de los juguetes; luego salieron al recreo por las dudas que la hubiera dejado allí… pero nada, no encontraron nada.
Leo empezó a lloriquear. Se veía gracioso apretando su enorme cara de adulto. Dijo que sus padres lo castigarían si no encontraba el autito. La maestra le apoyó la mano en el hombro y habló mirando a la clase:
– ¡Niños! ¡Me prestan atención, por favor!
La clase quedó en silencio. Todos observaron a Leo. La cabeza le colgaba y sus hombros se sacudían esporádicamente por el llanto, que sonaba como un hilo bien fino, una vibración de pajarito que le nacía en el paladar.
– A ver, niños, escúchenme bien: si alguien tomó por equivocación el autito naranja de Leo, por favor que lo devuelva. ¿Qué les digo siempre? Que no está bien tomar cosas de otros sin su permiso, ¿sí?
Los niños se miraron sin decirse nada. Es que ninguno tenía el autito, estaba con Huguito, en el bolsillo de su túnica. Por un instante pareció que la maestra empezaría a revisarlos y Huguito se asustó. Pero al final no pasó nada. Luego sonó la campana.
– Necesito que me escuchen antes de irse – dijo la maestra. Leo hacía puchero a su lado. Se veía como si él fuera el culpable y no la víctima. Miraba a la clase con resentimiento.
– A ver, si alguno se está llevando el autito de Leo “por equivocación”, mañana lo tiene que devolver o voy a tener que mandar una carta a cada papá para que averigüen lo que pasó. ¿Queda claro?
Aquella tarde Huguito se volvió a su casa sintiéndose como un criminal al que la policía le pisa los talones. No pudo jugar ni un ratito con la camioneta: cada vez que la sacaba del bolsillo de la túnica la culpa le revolvía el estomago y enseguida volvía a guardarla para no verla. Le quemaba la mano cuando la sostenía.
Al día siguiente llegó ansioso por sacársela de encima. Pero Leo no vino. Huguito respiró aliviado cuando vio que no aparecía, pensando que podría devolverla a la caja de los juguetes en el recreo, aprovechando que el resto de los niños estarían fuera del salón.
Algunos niños le preguntaron a la maestra por Leo. Su respuesta fue cortante:
– Está enfermo.
Así que esa tarde la camioneta se volvió con Huguito a su casa.
Al día siguiente Leo tampoco fue. Pasó una semana sin que los niños supieran nada de él. En ese tiempo la camioneta fue y vino en el bolsillo de Huguito sin que se decidiera a dejarla.
La semana próxima Leo aun no había aparecido. La maestra hizo sentar a la clase alrededor de su escritorio y les dijo que tenía que “comunicarles” (usó esa palabra) algo muy importante. Se veía afligida, desinflada, con cara de situación y una constante expresión de lástima.
– Quiero decirles algo y necesito que hagan silencio y me escuchen hasta el final sin hacer peguntas, por favor
Los niños, sentados frente a ella de piernas cruzadas, la observaron atentos.
– Nuestro compañerito Leo ya no va a venir más.
Huguito estiró la mano y tocó la camioneta en el bolsillo de su túnica.
– ¿Por qué? – preguntó alguien.
– Porque Leo… – vacilando un instante, como si buscara las palabras correctas en su cabeza –; porque Leo se fue al cielo y ahora vive con los angelitos.
Un rum rum recorrió la clase. Todos se miraron sin entender: ¿Ángeles? ¿Cielo? Huguito nunca había escuchado nada igual y no supo qué pensar. ¿Era un lugar en Uruguay? ¿Quedaba cerca de su casa?
– ¿Pero no va a volver ni de visita? – preguntó otro niño.
– No, ni de visita. Ahora Leo vive en el cielo, con los angelitos.
La maestra se tomaba las manos, apoyadas sobre el regazo, y las tenía blancas de tanto apretárselas. Sus ojos estaban húmedos y brillantes y pasaba la mirada de uno a otro niño como si quisiera adelantarse a las preguntas que pudieran hacerle. Algunos quisieron saber un poco más de ese lugar llamado “cielo” y de los “ángeles”; otros, los que tenían hermanos mayores, explicaban al resto lo que sabían sobre el asunto. A Huguito no le gustó nada eso de que unos “ángeles voladores” (a ésta altura ya se había corrido la voz de que los ángeles tenían alas y vivían en las nubes) se llevaran a Leo así sin más. ¿Quería decir que podría pasarle a cualquier de ellos en cualquier momento? ¿De repente a éstos ángeles se les ocurre llevarse a alguien y ya está? Pensó en sus padres y en que lo mismo podía ocurrir con ellos y no los vería nunca más. Sintió un extraño vacío en el centro del pecho.
– Leo está bien en el cielo – remarcó la maestra para terminar –, juega con los ángelitos y ya no le duele nada. Ahora necesito que todos vuelvan a sus mesas que vamos a trabajar con plastilina.
La clase obedeció y se puso de pie enseguida. Cada uno regresó a su mesa sin saber bien qué sentir. De repente todo era muy raro, hacía unos días Leo había estado allí, jugando con ellos, y ahora ya no lo volverían a ver nunca más.
Un rato después se habían olvidado del asunto. Afuera el día explotaba de sol y de vida; la primavera había llegado a Montevideo.
Terminaron las figuras con plastilina justo cuando sonaba la campana. Los niños tomaron sus cosas y fueron saliendo de la clase en tromba. La maestra gritaba por encima del barullo:
– ¡Con cuidado, por favor, con cuidado!
Al final Huguito se quedó con la camioneta.
Leo llevaba autitos que sus padres le habían regalado para jugar en el recreo. Uno de ellos era una camioneta 4x4 de color naranja que le gustó mucho a Huguito, que enseguida se hizo su amigo para pedírsela prestada. La camioneta era diferente al resto de los autitos; aparte de tener la cabina llena de plastilina de colores (que Leo se había encargado de poner ahí), no era a fricción, como los autitos berretas que la mayoría llevaba; tenía ruedas grandes, patonas, y las cuatro puertas, más la de la valija, se abrían. Era como uno de esos autitos “de colección”, esos que Huguito solo había visto en las vidrieras de las jugueterías, en exhibidores especiales con cúpulas transparentes; esos que siempre que se los pedía a su madre — señalándoselos en la vidriera para que no hubiera ningún error — ella le decía: “no, Hugo, es muy caro, no tenemos plata”.
Entonces la camioneta naranja se convirtió enseguida en la preferida de Huguito. Y los días siguientes se la pidió a Leo en cada recreo. La hacía saltar por las mesas, recorrer los muros de ladrillos sabiendo que sus ruedas aguantarían las ásperas exigencias del terreno; volar de los muros a las mesas de la clase y luego de regreso al recreo; hasta se animaba a lanzarla de una punta a la otra del patio para verla colarse peligrosamente entre los pies de los niños y llegar a salvo hasta su destino.
Al final, de tanto jugar con ella, Huguito empezó a sentirla como suya. Y una tarde, casi sin darse cuenta, se la quedó. Fue muy sencillo, en vez de dejarla en la canasta de los juguetes, donde Leo y el resto de los niños dejaban los suyos hasta el otro día, se la guardó en el bolsillo de la túnica para poder jugar luego en su casa.
Quiso la casualidad que esa tarde se le ocurriera a Leo la misma idea. Así que antes de que sonara el timbre de salida atravesó la clase con paso de mamut y empezó a buscarla en la canasta de los juguetes. Huguito, que construía una casa con legos cerca, lo observó de reojo. Enseguida entendió lo que buscaba y se puso nervioso. Un minuto después Leo revisaba sus bolsillos con manos torpes, daba vueltas sobre si mismo, empezaba a desesperarse. Al final fue con la maestra. Ella lo rezongó:
– Pero tenés que ser más atento con tus cosas, Leo. No puede ser que todos los días se te pierda algo… Bueno, vení, vamos a buscarla – tomándole la mano.
Fueron de un lado para el otro. Primero revisaron la cartera de Leo, después nuevamente los bolsillos de su túnica y la canasta de los juguetes; luego salieron al recreo por las dudas que la hubiera dejado allí… pero nada, no encontraron nada.
Leo empezó a lloriquear. Se veía gracioso apretando su enorme cara de adulto. Dijo que sus padres lo castigarían si no encontraba el autito. La maestra le apoyó la mano en el hombro y habló mirando a la clase:
– ¡Niños! ¡Me prestan atención, por favor!
La clase quedó en silencio. Todos observaron a Leo. La cabeza le colgaba y sus hombros se sacudían esporádicamente por el llanto, que sonaba como un hilo bien fino, una vibración de pajarito que le nacía en el paladar.
– A ver, niños, escúchenme bien: si alguien tomó por equivocación el autito naranja de Leo, por favor que lo devuelva. ¿Qué les digo siempre? Que no está bien tomar cosas de otros sin su permiso, ¿sí?
Los niños se miraron sin decirse nada. Es que ninguno tenía el autito, estaba con Huguito, en el bolsillo de su túnica. Por un instante pareció que la maestra empezaría a revisarlos y Huguito se asustó. Pero al final no pasó nada. Luego sonó la campana.
– Necesito que me escuchen antes de irse – dijo la maestra. Leo hacía puchero a su lado. Se veía como si él fuera el culpable y no la víctima. Miraba a la clase con resentimiento.
– A ver, si alguno se está llevando el autito de Leo “por equivocación”, mañana lo tiene que devolver o voy a tener que mandar una carta a cada papá para que averigüen lo que pasó. ¿Queda claro?
Aquella tarde Huguito se volvió a su casa sintiéndose como un criminal al que la policía le pisa los talones. No pudo jugar ni un ratito con la camioneta: cada vez que la sacaba del bolsillo de la túnica la culpa le revolvía el estomago y enseguida volvía a guardarla para no verla. Le quemaba la mano cuando la sostenía.
Al día siguiente llegó ansioso por sacársela de encima. Pero Leo no vino. Huguito respiró aliviado cuando vio que no aparecía, pensando que podría devolverla a la caja de los juguetes en el recreo, aprovechando que el resto de los niños estarían fuera del salón.
Algunos niños le preguntaron a la maestra por Leo. Su respuesta fue cortante:
– Está enfermo.
Así que esa tarde la camioneta se volvió con Huguito a su casa.
Al día siguiente Leo tampoco fue. Pasó una semana sin que los niños supieran nada de él. En ese tiempo la camioneta fue y vino en el bolsillo de Huguito sin que se decidiera a dejarla.
La semana próxima Leo aun no había aparecido. La maestra hizo sentar a la clase alrededor de su escritorio y les dijo que tenía que “comunicarles” (usó esa palabra) algo muy importante. Se veía afligida, desinflada, con cara de situación y una constante expresión de lástima.
– Quiero decirles algo y necesito que hagan silencio y me escuchen hasta el final sin hacer peguntas, por favor
Los niños, sentados frente a ella de piernas cruzadas, la observaron atentos.
– Nuestro compañerito Leo ya no va a venir más.
Huguito estiró la mano y tocó la camioneta en el bolsillo de su túnica.
– ¿Por qué? – preguntó alguien.
– Porque Leo… – vacilando un instante, como si buscara las palabras correctas en su cabeza –; porque Leo se fue al cielo y ahora vive con los angelitos.
Un rum rum recorrió la clase. Todos se miraron sin entender: ¿Ángeles? ¿Cielo? Huguito nunca había escuchado nada igual y no supo qué pensar. ¿Era un lugar en Uruguay? ¿Quedaba cerca de su casa?
– ¿Pero no va a volver ni de visita? – preguntó otro niño.
– No, ni de visita. Ahora Leo vive en el cielo, con los angelitos.
La maestra se tomaba las manos, apoyadas sobre el regazo, y las tenía blancas de tanto apretárselas. Sus ojos estaban húmedos y brillantes y pasaba la mirada de uno a otro niño como si quisiera adelantarse a las preguntas que pudieran hacerle. Algunos quisieron saber un poco más de ese lugar llamado “cielo” y de los “ángeles”; otros, los que tenían hermanos mayores, explicaban al resto lo que sabían sobre el asunto. A Huguito no le gustó nada eso de que unos “ángeles voladores” (a ésta altura ya se había corrido la voz de que los ángeles tenían alas y vivían en las nubes) se llevaran a Leo así sin más. ¿Quería decir que podría pasarle a cualquier de ellos en cualquier momento? ¿De repente a éstos ángeles se les ocurre llevarse a alguien y ya está? Pensó en sus padres y en que lo mismo podía ocurrir con ellos y no los vería nunca más. Sintió un extraño vacío en el centro del pecho.
– Leo está bien en el cielo – remarcó la maestra para terminar –, juega con los ángelitos y ya no le duele nada. Ahora necesito que todos vuelvan a sus mesas que vamos a trabajar con plastilina.
La clase obedeció y se puso de pie enseguida. Cada uno regresó a su mesa sin saber bien qué sentir. De repente todo era muy raro, hacía unos días Leo había estado allí, jugando con ellos, y ahora ya no lo volverían a ver nunca más.
Un rato después se habían olvidado del asunto. Afuera el día explotaba de sol y de vida; la primavera había llegado a Montevideo.
Terminaron las figuras con plastilina justo cuando sonaba la campana. Los niños tomaron sus cosas y fueron saliendo de la clase en tromba. La maestra gritaba por encima del barullo:
– ¡Con cuidado, por favor, con cuidado!
Al final Huguito se quedó con la camioneta.
*De nacionalidad uruguaya pero residiendo en México desde 2013. Publicaciones: Colección de poesía “Letras de Babel,” publicada en Argentina, Brasil y Uruguay; “Papiroz”, libro de poesía publicado de forma independiente; relatos y poesías en revistas Literatta, Esperanta y El Narratorio de Argentina, Fábula y El Coloquio de los Perros de España y Resonancias de Francia. Reconocimientos: primer premio en categoría “cuentos” de Juegos Florales de Lagos de Moreno, Jalisco, el certamen más antiguo de los actualmente activos en México. Vivió ocho años en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Tuvo innumerables trabajos y paralelamente fue músico y por un tiempo editor y traductor para El Tecolote, diario local bilingüe del área de la Misión en San Francisco.