El restaurante
Plácido Romero*
La joven se acercó al coche y dio dos golpes con los nudillos en el cristal.
–¿La señora Lindqvist? –preguntó.
–Sí –respondí.
Dio la vuelta y abrió la puerta del acompañante.
–¿Puedo?
–Sí, sí. Adelante.
Se sentó y me miró.
Advertí que llevaba un pantalón oscuro y una camisa blanca. Luego supe que era una de las camareras.
–¿Ha leído las instrucciones?
–Sí. Desde luego. ¿Vamos ahora a…?
–No, todavía no, señora Lindqvist. Tengo que recordarle una vez más que no puede utilizar el móvil, que no puede grabar, que no puede hablar a nadie del restaurante.
–Sí, sí. Lo sé.
–¿Tengo que hacerle una pregunta? ¿Es usted policía?
–Por supuesto que no.
–Bien, arranque.
–¿Adónde nos dirigimos?
–Yo le indicaré.
Salimos del aparcamiento del centro comercial y entramos en la circunvalación. Prudentemente, me sitúe en el carril de la derecha. Me puse detrás de un camión y dejé que me adelantaran otros vehículos.
–Tiene que tomar la salida 57.
–Bien –dije.
Había pasado por allí alguna vez. Marcela vivía por la zona antes de mudarse a Pozuelo.
–¿Ve esas luces?
–Sí.
–Aparqué ahí.
Se refería a una zona de oficinas que a esa hora de la noche estaba casi desierta.
–Es casi la hora –dijo la joven.
Vi un minibús con las luces de emergencia encendidas. Varias personas entraban en él.
–Aparque el coche.
Comenzó a teclear algo en el móvil.
–Nos esperarán.
–¿Tengo que dejar aquí el coche?
–Sí, señora Lindqvist. No se preocupe. Es un aparcamiento vigilado.
Bajamos del coche y nos dirigimos al minibús. La agencia nos recomendaba llevar gorras, gafas de sol o pelucas si estábamos preocupados por guardar el anonimato. Yo me había colocado un pañuelo en la cabeza de forma que parecía alguien que estaba recibiendo radioterapia y me había colocado unas viejas gafas de concha que me hacían mayor.
La joven entró en el minibús y le dijo al conductor:
–La señora Lindqvist.
Había una bandeja a la entrada.
–Deje ahí su móvil. Nadie lo tocará –dijo el conductor.
Advertí que llevaba una barba postiza.
Me senté en uno de los últimos asientos. El minibús estaba lleno de clientes y jóvenes guías como la que me había conducido a mí allí.
Me senté en el último asiento libre. La joven se sentó a mi lado.
Las cortinas estaban echadas, por lo que, cuando el minibús arrancó no había forma de saber qué dirección tomaba. Cuando salí del coche eran las nueve y veinte de la noche. Cuando nos detuvimos, calculé que había pasado casi media hora.
–Ahora pueden bajar –dijo el conductor.
En la puerta nos esperaba el maître.
–Bienvenidos –nos dijo–. Si necesitan cambiarse, pueden hacerlo. Un camarero les indicará dónde está su mesa.
Sentí frío. Supuse que el restaurante estaba en algún pueblo de la sierra. La joven me dijo que la siguiera.
–La suya es la mesa 4, señora Lindqvist.
Aproveché que en al pasillo había más luz para mirar a los otros pasajeros. Había tres jóvenes con pinta de actores, una pareja de homosexuales, un hombre mayor que se ayudaba con un bastón, un cincuentón que no paraba de tocarse el peluquín. No reconocí a ninguno; confiaba en que ninguno me reconociera a mí.
Llegué a la mesa 4. Unos biombos plegables, situados hábilmente, ocultaban unas mesas de otras.
–¿Qué quiere beber?
Iba a pedir una cerveza de trigo, pero me contuve.
–¿Qué tinto tienen?
–Ribera del Duero.
–Traiga una botella.
–Bien, señora Lindqvist.
Estuve a punto de pedirle que no me llamara señora Lindqvist. El apellido lo había sacado de una novela que estaba leyendo. Lindqvist era un policía que había aparecido con un tiro en la cabeza. Se lo merecía.
La joven apareció con la botella de vino. La abrió y me sirvió un poco. Lo olí. Lo caté. ¿A quién quería engañar?
–Adelante –le dije.
La camarera me estaba llenando la copa cuando apareció el maître.
–Le enviamos por correo electrónico el menú, ¿no, señora Lindqvist?
–Sí.
–Ha habido un pequeño problema con los proveedores.
–¿Quiere decir que no tienen…?
–No, no pasa nada con el plato principal. El problema es la ensalada césar. No tiene…
–Entiendo.
–¿Quiere saltársela, señora Lindqvist?
–No, no. Sírvanla.
–Siento las molestias. Por supuesto, se descontará del precio total.
Lamenté no haber pedido una cerveza. Si regresaba, no volvería a cometer ese error.
Cuando la camarera me trajo el plato, quedé desencantada. Aquello era una sencilla ensalada de lechuga, aderezada con unas nueces.
–¿Tienen vinagre de Módena?
–Lo preguntaré, señora Lindqvist. El plato principal lo empezará a preparar ahora el cocinero. ¿Lo quiere poco hecho o en su jugo?
Fui sincera.
–No tengo ni idea. ¿Qué me recomienda?
Después de echarle el vinagre de Módena de supermercado, la ensalada estaba comestible. Casi la acabé. Al poco de terminar, la camarera vino con el plato principal.
–Aquí tiene. Doscientos cincuenta gramos. Que lo disfrute.
Había visto fotografías antes, pero era la primera vez que me encontraba con uno delante. Nací mucho después de que se prohibiera su consumo. Hundí el tenedor y comencé a cortar con el cuchillo. Me llevé el trozo a la boca. Comencé a morder. Tragué. Me eché un sorbo de vino.
Llamé a la camarera.
–¿Todo bien, señora Lindqvist?
–¿Tienen cerveza de trigo?
–Por supuesto.
–Una botella. Y que esté helada –le dije.
Quería dejarme llevar, disfrutar. Aquel chuletón sabía a gloria.
–¿La señora Lindqvist? –preguntó.
–Sí –respondí.
Dio la vuelta y abrió la puerta del acompañante.
–¿Puedo?
–Sí, sí. Adelante.
Se sentó y me miró.
Advertí que llevaba un pantalón oscuro y una camisa blanca. Luego supe que era una de las camareras.
–¿Ha leído las instrucciones?
–Sí. Desde luego. ¿Vamos ahora a…?
–No, todavía no, señora Lindqvist. Tengo que recordarle una vez más que no puede utilizar el móvil, que no puede grabar, que no puede hablar a nadie del restaurante.
–Sí, sí. Lo sé.
–¿Tengo que hacerle una pregunta? ¿Es usted policía?
–Por supuesto que no.
–Bien, arranque.
–¿Adónde nos dirigimos?
–Yo le indicaré.
Salimos del aparcamiento del centro comercial y entramos en la circunvalación. Prudentemente, me sitúe en el carril de la derecha. Me puse detrás de un camión y dejé que me adelantaran otros vehículos.
–Tiene que tomar la salida 57.
–Bien –dije.
Había pasado por allí alguna vez. Marcela vivía por la zona antes de mudarse a Pozuelo.
–¿Ve esas luces?
–Sí.
–Aparqué ahí.
Se refería a una zona de oficinas que a esa hora de la noche estaba casi desierta.
–Es casi la hora –dijo la joven.
Vi un minibús con las luces de emergencia encendidas. Varias personas entraban en él.
–Aparque el coche.
Comenzó a teclear algo en el móvil.
–Nos esperarán.
–¿Tengo que dejar aquí el coche?
–Sí, señora Lindqvist. No se preocupe. Es un aparcamiento vigilado.
Bajamos del coche y nos dirigimos al minibús. La agencia nos recomendaba llevar gorras, gafas de sol o pelucas si estábamos preocupados por guardar el anonimato. Yo me había colocado un pañuelo en la cabeza de forma que parecía alguien que estaba recibiendo radioterapia y me había colocado unas viejas gafas de concha que me hacían mayor.
La joven entró en el minibús y le dijo al conductor:
–La señora Lindqvist.
Había una bandeja a la entrada.
–Deje ahí su móvil. Nadie lo tocará –dijo el conductor.
Advertí que llevaba una barba postiza.
Me senté en uno de los últimos asientos. El minibús estaba lleno de clientes y jóvenes guías como la que me había conducido a mí allí.
Me senté en el último asiento libre. La joven se sentó a mi lado.
Las cortinas estaban echadas, por lo que, cuando el minibús arrancó no había forma de saber qué dirección tomaba. Cuando salí del coche eran las nueve y veinte de la noche. Cuando nos detuvimos, calculé que había pasado casi media hora.
–Ahora pueden bajar –dijo el conductor.
En la puerta nos esperaba el maître.
–Bienvenidos –nos dijo–. Si necesitan cambiarse, pueden hacerlo. Un camarero les indicará dónde está su mesa.
Sentí frío. Supuse que el restaurante estaba en algún pueblo de la sierra. La joven me dijo que la siguiera.
–La suya es la mesa 4, señora Lindqvist.
Aproveché que en al pasillo había más luz para mirar a los otros pasajeros. Había tres jóvenes con pinta de actores, una pareja de homosexuales, un hombre mayor que se ayudaba con un bastón, un cincuentón que no paraba de tocarse el peluquín. No reconocí a ninguno; confiaba en que ninguno me reconociera a mí.
Llegué a la mesa 4. Unos biombos plegables, situados hábilmente, ocultaban unas mesas de otras.
–¿Qué quiere beber?
Iba a pedir una cerveza de trigo, pero me contuve.
–¿Qué tinto tienen?
–Ribera del Duero.
–Traiga una botella.
–Bien, señora Lindqvist.
Estuve a punto de pedirle que no me llamara señora Lindqvist. El apellido lo había sacado de una novela que estaba leyendo. Lindqvist era un policía que había aparecido con un tiro en la cabeza. Se lo merecía.
La joven apareció con la botella de vino. La abrió y me sirvió un poco. Lo olí. Lo caté. ¿A quién quería engañar?
–Adelante –le dije.
La camarera me estaba llenando la copa cuando apareció el maître.
–Le enviamos por correo electrónico el menú, ¿no, señora Lindqvist?
–Sí.
–Ha habido un pequeño problema con los proveedores.
–¿Quiere decir que no tienen…?
–No, no pasa nada con el plato principal. El problema es la ensalada césar. No tiene…
–Entiendo.
–¿Quiere saltársela, señora Lindqvist?
–No, no. Sírvanla.
–Siento las molestias. Por supuesto, se descontará del precio total.
Lamenté no haber pedido una cerveza. Si regresaba, no volvería a cometer ese error.
Cuando la camarera me trajo el plato, quedé desencantada. Aquello era una sencilla ensalada de lechuga, aderezada con unas nueces.
–¿Tienen vinagre de Módena?
–Lo preguntaré, señora Lindqvist. El plato principal lo empezará a preparar ahora el cocinero. ¿Lo quiere poco hecho o en su jugo?
Fui sincera.
–No tengo ni idea. ¿Qué me recomienda?
Después de echarle el vinagre de Módena de supermercado, la ensalada estaba comestible. Casi la acabé. Al poco de terminar, la camarera vino con el plato principal.
–Aquí tiene. Doscientos cincuenta gramos. Que lo disfrute.
Había visto fotografías antes, pero era la primera vez que me encontraba con uno delante. Nací mucho después de que se prohibiera su consumo. Hundí el tenedor y comencé a cortar con el cuchillo. Me llevé el trozo a la boca. Comencé a morder. Tragué. Me eché un sorbo de vino.
Llamé a la camarera.
–¿Todo bien, señora Lindqvist?
–¿Tienen cerveza de trigo?
–Por supuesto.
–Una botella. Y que esté helada –le dije.
Quería dejarme llevar, disfrutar. Aquel chuletón sabía a gloria.
*He ganado el VIII Premio de Relatos Entrelibros 2005, el XVI Premio para Escritores Noveles de la Diputación Provincial de Jaén 2006, el IV Certamen de Microrrelatos La Risa de Bilbao (2013), el IV Concurso de Microrrelatos La Calle de Todos (2014) y el II Concurso Ávila Me Mata (2015). He publicado relatos en los periódicos Ideal y La Razón. Algunos cuentos míos han sido leídos en los programas La Rosa de los Vientos de Onda Cero, Wonderland de Ràdio 4, El Público de Canal Sur, Érase otra vez de Aragón Radio y La Ventana de la SER. Mi blog el Placidario.blogspot.com