El silbido
Omar Jiménez Delzo*
Siempre, en las sobremesas de Navidad o Año Nuevo, los mayores de la familia (papá, mamá, tíos y abuelos) contaban historias antiguas, de las cosas que habían visto, vivido o escuchado cuando estaban en la sierra de Yauyos.
Algunos detalles de las cosas que hicieron o dijeron se me escapan o desdibujan en el tiempo. Trato de recuperar lo que una vez narró el tío Oswaldo.
Contaba que viajando por Carania, él solo, de noche y a caballo, escuchó en el fondo de una quebrada lo que parecía un silbido. “Como alguien llamándome” diría después.
Era noche de luna llena, los momentos más oscuros previos al amanecer; como broma, chacota o por puro reflejo, nuestro pariente, que iba por un estrecho sendero en las alturas, contestó con un largo silbido.
Entonces, ocurrió lo que, cuarenta años después, sigue sin explicación. Algo pareció agitarse en el fondo de la quebrada. Hubiera podido ser cualquier cosa: un ave, un animal nocturno… o ¿un alma en pena? Lo que sea avanzaba veloz sin dejar de silbar, emitiendo unos sonidos guturales que nuestro tío juraría que parecían voces que lo llamaban tratando de alcanzarlo.
Él fue toda su vida un descreído, entre agnóstico y ateo… incluso a veces se burlaba de las leyendas y mitos populares. “¡Bah! ¡Tonterías!”, se reía. Pero esa ocasión, por primera vez, sintió miedo; más aún, pánico cerval.
Los viajeros a caballo no avanzan al galope, por precaución, sobre todo cuando van por caminos sinuosos y de noche; nada de eso le importó al tío Oswaldo, el temor a aquello que se acercaba era más fuerte.
Cuenta que, incluso, el caballo, remolón y un poco flojo en otras ocasiones, corría desalado, contagiado del miedo.
Aquella cosa, silbando lúgubremente siempre, avanzaba rápidamente en forma perpendicular a él, como para darle el encuentro o cortarle la retirada.
Sudando frío, a todo galope, perdiendo el sombrero, finalmente aquello le dio el encuentro; al lado del camino, por donde nuestro pariente pasó como un rayo. Algo se movió, como sombras agitadas, en movimiento y el silbido tétrico acompañado de lo que él juraría eran voces, que todavía lo siguieron por un largo trecho.
Continuó galopando por un tiempo que le pareció infinito, hasta una especie de pampa. Los primeros rayos del sol comenzaban a asomar por entre las cumbres de los cerros. ¡Se había salvado! Exhausto, se dejó caer del caballo, presa de fuertes cólicos, vómitos y dolor de cabeza.
Nunca como ese día, nuestro tío había agradecido el amanecer y la presencia del sol. Su recomendación –se ponía serio cuando lo decía- fue: “Ya saben, sobrinos, si van por la sierra de noche y escuchan un silbido... no le contesten”.
Algunos detalles de las cosas que hicieron o dijeron se me escapan o desdibujan en el tiempo. Trato de recuperar lo que una vez narró el tío Oswaldo.
Contaba que viajando por Carania, él solo, de noche y a caballo, escuchó en el fondo de una quebrada lo que parecía un silbido. “Como alguien llamándome” diría después.
Era noche de luna llena, los momentos más oscuros previos al amanecer; como broma, chacota o por puro reflejo, nuestro pariente, que iba por un estrecho sendero en las alturas, contestó con un largo silbido.
Entonces, ocurrió lo que, cuarenta años después, sigue sin explicación. Algo pareció agitarse en el fondo de la quebrada. Hubiera podido ser cualquier cosa: un ave, un animal nocturno… o ¿un alma en pena? Lo que sea avanzaba veloz sin dejar de silbar, emitiendo unos sonidos guturales que nuestro tío juraría que parecían voces que lo llamaban tratando de alcanzarlo.
Él fue toda su vida un descreído, entre agnóstico y ateo… incluso a veces se burlaba de las leyendas y mitos populares. “¡Bah! ¡Tonterías!”, se reía. Pero esa ocasión, por primera vez, sintió miedo; más aún, pánico cerval.
Los viajeros a caballo no avanzan al galope, por precaución, sobre todo cuando van por caminos sinuosos y de noche; nada de eso le importó al tío Oswaldo, el temor a aquello que se acercaba era más fuerte.
Cuenta que, incluso, el caballo, remolón y un poco flojo en otras ocasiones, corría desalado, contagiado del miedo.
Aquella cosa, silbando lúgubremente siempre, avanzaba rápidamente en forma perpendicular a él, como para darle el encuentro o cortarle la retirada.
Sudando frío, a todo galope, perdiendo el sombrero, finalmente aquello le dio el encuentro; al lado del camino, por donde nuestro pariente pasó como un rayo. Algo se movió, como sombras agitadas, en movimiento y el silbido tétrico acompañado de lo que él juraría eran voces, que todavía lo siguieron por un largo trecho.
Continuó galopando por un tiempo que le pareció infinito, hasta una especie de pampa. Los primeros rayos del sol comenzaban a asomar por entre las cumbres de los cerros. ¡Se había salvado! Exhausto, se dejó caer del caballo, presa de fuertes cólicos, vómitos y dolor de cabeza.
Nunca como ese día, nuestro tío había agradecido el amanecer y la presencia del sol. Su recomendación –se ponía serio cuando lo decía- fue: “Ya saben, sobrinos, si van por la sierra de noche y escuchan un silbido... no le contesten”.
*Omar Jiménez Delzo es peruano. Tiene 58 años. Divorciado recientemente. No tiene hijos y la literatura ha venido como a llenar ese vacío. Estudió Educación en la Universidad San Marcos. Es profesor de colegio estatal. Entre sus pasatiempos está el leer novelas de los clásicos; Vargas llosa, Garcia Márquez, Cortazar etc. Trabaja también –casi un hobby en realidad- escribiendo y publicando materiales didácticos para alumnos de colegio; pupiletras, crucigramas, sudokus, comprensión de lectura.