Generaciones
Ernesto Tankovich*
El tren Zárate–Ballester tortugueaba más que de costumbre, deteniéndose cada dos por tres debido a desperfectos de locomotora, señales o vías. Yo intentaba leer, sobreponiéndome al reguetón que machacaba dos asientos atrás. Vencido, cerré el libro. El hombre que tenía sentado enfrente me miró con la expresión del que pone proa para hablar.
—¿Carl Schmitt, eh? —dijo, señalando la tapa.
El concepto de lo político. Alguien me había dicho que era preciso leerlo para entender lo que pasaba en el país.
—Si yo le dijera dónde entendí la ley general de la historia se va a sorprender. No en Marx ni en Spengler ni en ninguno de esos. Al Schmitt este ni de nombre lo conocía ¿Le molesta que fume?
Sin esperar respuesta prendió un charuto negro y retorcido.
“Otro loco”, pensé. Por alguna razón se los encontraba en trenes y estaciones y con extraordinaria frecuencia en el ramal Zárate. Este llevaría unos tres días sin afeitarse, y el humo había tostado lo blanco del bigote. Su aspecto general iba bien con el interior del vagón: el piso polvoriento, los tapizados rasgados, las ventanillas de acrílico que a duras penas filtraban visiones tenebrosas del afuera.
—Fue en un cuento de ciencia ficción, hace muchos años.
—Mire.
—Seguramente conoce al autor. Clifford Simak.
—No, para nada.
—Raro en un muchacho de su perfil cultural. Generaciones se llamaba el cuento. Léalo. Ahí está todo. Olvídese del tal Schmitt.
—Lo buscaré.
—No se va a arrepentir. Me acuerdo perfectamente del momento en que lo leí. Vea si me habrá marcado.
Dejó salir lentamente una bocanada de humo apestoso, los ojos entrecerrados en una red de arrugas, vueltos a otra parte.
—Fue en la estación Mitre, esperando el tren para ir al colegio. Lloviznaba. Era el año cincuenta y cinco. Ahora mismo estoy viendo el dibujo horrible de la tapa.
—¿Qué era?
—La boca de una caverna vista desde el interior. Afuera en la luz caminaban unos monos intergalácticos. Una porquería. ¿Sabe una cosa? Las grandes verdades visten andrajos.
—Buena frase. Se la robo.
—Disponga —guiñó el ojo izquierdo—. Para eso estamos.
—Gracias.
—Metido en la lectura dejé ir el tren. Tres veces lo leí aquella mañana. Ya me daba cuenta de que algo importante había allí y quise
atraparlo.
—A mí me pasó con algún libro.
—Olvídelo. Este que digo no tiene comparación.
Se inclinó hacia adelante y bajó la voz como si contara un secreto.
—Una astronave gigantesca, con miles de tripulantes, es enviada a un planeta lejanísimo. El viaje durará siglos. Con el tiempo habrán olvidado lo que quedó atrás y perdida toda noción del objetivo. Para ellos esa bola de metal es el mundo. Viendo huir las estrellas la imaginan quieta en el espacio. Va tomando forma una especie de religión. Creen que un día se oirá lo que llaman El rumor, y eso indicará el fin de los tiempos ¿Le recuerda algo?
—Regresaron a la edad oscura. Otra vuelta del milenarismo.
—No lo vea mal. Las creencias aseguraron el buen curso de la misión. Los protegieron durante siglos. De otro modo hubiesen tenido la tentación de volverse, o de torcer el rumbo o de quién sabe qué otro desatino. Fíjese lo que nos pasa a nosotros.
—Toda esa historia del fruto prohibido.
—Por ahí vamos. El conocimiento es un arma cargada. No se la puede dejar al alcance de los niños.
Movió la mano como queriendo atrapar una polilla al vuelo.
—Le digo más: vivieron siglos en un socialismo posible. Inmutable. La población debía mantenerse constante. Cada molécula se reciclaba. La base material del socialismo no es el desarrollo. Es la restricción.
Bajó la voz todavía más.
—Entre esos miles solamente uno posee el secreto, en sobre lacrado que ha ido amarilleando al pasar de padres a hijos y deberá abrirse el día del gran rumor. Ese tipo, llámelo Moisés si quiere, cuando el automático encienda los motores tendrá a su cargo la maniobra de aterrizaje y la misión de guiarlos en la nueva tierra.
—¿Entonces puede ser que también entre nosotros alguno esté conociendo el punto de destino?
No contestó. Pareció ausentarse en otro pensamiento y dio una última chupada al cigarro. Se puso de pie.
—Bajo en Benavídez –dijo.
Algo quedaba sin ser dicho.
—Espere ¿Usted sabe?
—Si sé qué cosa.
—Adonde es que vamos.
—Al miércoles vamos –dijo, con una sonrisa ancha y malévola.
Y se bajó.
—¿Carl Schmitt, eh? —dijo, señalando la tapa.
El concepto de lo político. Alguien me había dicho que era preciso leerlo para entender lo que pasaba en el país.
—Si yo le dijera dónde entendí la ley general de la historia se va a sorprender. No en Marx ni en Spengler ni en ninguno de esos. Al Schmitt este ni de nombre lo conocía ¿Le molesta que fume?
Sin esperar respuesta prendió un charuto negro y retorcido.
“Otro loco”, pensé. Por alguna razón se los encontraba en trenes y estaciones y con extraordinaria frecuencia en el ramal Zárate. Este llevaría unos tres días sin afeitarse, y el humo había tostado lo blanco del bigote. Su aspecto general iba bien con el interior del vagón: el piso polvoriento, los tapizados rasgados, las ventanillas de acrílico que a duras penas filtraban visiones tenebrosas del afuera.
—Fue en un cuento de ciencia ficción, hace muchos años.
—Mire.
—Seguramente conoce al autor. Clifford Simak.
—No, para nada.
—Raro en un muchacho de su perfil cultural. Generaciones se llamaba el cuento. Léalo. Ahí está todo. Olvídese del tal Schmitt.
—Lo buscaré.
—No se va a arrepentir. Me acuerdo perfectamente del momento en que lo leí. Vea si me habrá marcado.
Dejó salir lentamente una bocanada de humo apestoso, los ojos entrecerrados en una red de arrugas, vueltos a otra parte.
—Fue en la estación Mitre, esperando el tren para ir al colegio. Lloviznaba. Era el año cincuenta y cinco. Ahora mismo estoy viendo el dibujo horrible de la tapa.
—¿Qué era?
—La boca de una caverna vista desde el interior. Afuera en la luz caminaban unos monos intergalácticos. Una porquería. ¿Sabe una cosa? Las grandes verdades visten andrajos.
—Buena frase. Se la robo.
—Disponga —guiñó el ojo izquierdo—. Para eso estamos.
—Gracias.
—Metido en la lectura dejé ir el tren. Tres veces lo leí aquella mañana. Ya me daba cuenta de que algo importante había allí y quise
atraparlo.
—A mí me pasó con algún libro.
—Olvídelo. Este que digo no tiene comparación.
Se inclinó hacia adelante y bajó la voz como si contara un secreto.
—Una astronave gigantesca, con miles de tripulantes, es enviada a un planeta lejanísimo. El viaje durará siglos. Con el tiempo habrán olvidado lo que quedó atrás y perdida toda noción del objetivo. Para ellos esa bola de metal es el mundo. Viendo huir las estrellas la imaginan quieta en el espacio. Va tomando forma una especie de religión. Creen que un día se oirá lo que llaman El rumor, y eso indicará el fin de los tiempos ¿Le recuerda algo?
—Regresaron a la edad oscura. Otra vuelta del milenarismo.
—No lo vea mal. Las creencias aseguraron el buen curso de la misión. Los protegieron durante siglos. De otro modo hubiesen tenido la tentación de volverse, o de torcer el rumbo o de quién sabe qué otro desatino. Fíjese lo que nos pasa a nosotros.
—Toda esa historia del fruto prohibido.
—Por ahí vamos. El conocimiento es un arma cargada. No se la puede dejar al alcance de los niños.
Movió la mano como queriendo atrapar una polilla al vuelo.
—Le digo más: vivieron siglos en un socialismo posible. Inmutable. La población debía mantenerse constante. Cada molécula se reciclaba. La base material del socialismo no es el desarrollo. Es la restricción.
Bajó la voz todavía más.
—Entre esos miles solamente uno posee el secreto, en sobre lacrado que ha ido amarilleando al pasar de padres a hijos y deberá abrirse el día del gran rumor. Ese tipo, llámelo Moisés si quiere, cuando el automático encienda los motores tendrá a su cargo la maniobra de aterrizaje y la misión de guiarlos en la nueva tierra.
—¿Entonces puede ser que también entre nosotros alguno esté conociendo el punto de destino?
No contestó. Pareció ausentarse en otro pensamiento y dio una última chupada al cigarro. Se puso de pie.
—Bajo en Benavídez –dijo.
Algo quedaba sin ser dicho.
—Espere ¿Usted sabe?
—Si sé qué cosa.
—Adonde es que vamos.
—Al miércoles vamos –dijo, con una sonrisa ancha y malévola.
Y se bajó.
*Ernesto Tancovich (Argentina, 1945) Autor novel y cuasi póstumo. Incorregible participante de concursos prestigiosos, sospechosos y fraudulentos, lo que le ha valido unas cuantas distinciones, entre ellas: finalista y mención Premio Provincia de Córdoba (poesía) por El niño stalinista. Finalista y mención XIII Concurso Universidad Bonaventuriana de Cali por Las playas del tiempo (narrativa). Publicó en Letras del Sur, Pedes in Terra, Los heraldos negros, Papeles de Mancuspia, Monociclo y, frecuentemente, en Revista Monolito.