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Una de vaqueros
La joven de la fotografía
Juan Andrés Capalbo
Durante mis años de estudiante solía sentarme en las raíces de un enorme roble que estaba en la plaza frente a mi escuela. Era un árbol de gran tamaño bajo el cual encontraba sombra en los días calurosos, mientras que en época de frío me sentaba en el lado que recibía el sol. Era un buen lugar mientras esperaba las clases que eran a contraturno o cuando paseaba por el parque. Me sentaba solo, mirando a la gente pasar sin que nadie se fijara en mí.
Pero un día ocurrió: alguien me observaba. Se trataba de una joven que aparentaba mi edad. Aparté la mirada rápidamente. La miré de reojo y ella continuaba mirándome. El calor subió en menos de un segundo hasta mis mejillas ¿Una joven me miraba? Era algo que no solía pasar. Me volví de frente hacia ella. No era de mi escuela ni era alguien que frecuentara el lugar en solitario como yo. Me moví un poco de mi lugar y la observé. Todavía me seguía con la vista. No había dudas: tenía que acercarme. Fui hasta donde ella estaba y me paré delante suyo. Me agaché y recogí la fotografía.
Pero un día ocurrió: alguien me observaba. Se trataba de una joven que aparentaba mi edad. Aparté la mirada rápidamente. La miré de reojo y ella continuaba mirándome. El calor subió en menos de un segundo hasta mis mejillas ¿Una joven me miraba? Era algo que no solía pasar. Me volví de frente hacia ella. No era de mi escuela ni era alguien que frecuentara el lugar en solitario como yo. Me moví un poco de mi lugar y la observé. Todavía me seguía con la vista. No había dudas: tenía que acercarme. Fui hasta donde ella estaba y me paré delante suyo. Me agaché y recogí la fotografía.
La crecida del lago
Juan Andrés Capalbo
El lago es el principal atractivo de mi pueblo. Sus aguas están rodeadas de un espacio verde y arbolado que convierten a este lugar en una de las opciones favoritas para pasar el día con amigos o familia.
Aunque también cobró notoriedad por un motivo que no es tan bello. Hace unas décadas, el lago creció y sepultó algunas casas que estaban a pocos metros del agua, sobre unas tierras bajas. La crecida fue permanente, por lo que el lago no volvió a su superficie anterior. Esa zona se delimitó con boyas, primero para realizar algunas tareas para saber si realmente el lago no se retraería y también para llevar a cabo la búsqueda de los cuerpos, ya que en algunos casos no salieron a la superficie.
Con el tiempo, la búsqueda se abandonó y se fue retomando la actividad habitual en torno al lago, aunque las boyas se mantuvieron, como una manera de guardar la memoria de las personas que habitaban esa zona.
Esto es algo que ocurrió años antes de mi nacimiento, por lo que nunca me afectó demasiado a la hora de entrar al agua. Hasta ahora.
Aunque también cobró notoriedad por un motivo que no es tan bello. Hace unas décadas, el lago creció y sepultó algunas casas que estaban a pocos metros del agua, sobre unas tierras bajas. La crecida fue permanente, por lo que el lago no volvió a su superficie anterior. Esa zona se delimitó con boyas, primero para realizar algunas tareas para saber si realmente el lago no se retraería y también para llevar a cabo la búsqueda de los cuerpos, ya que en algunos casos no salieron a la superficie.
Con el tiempo, la búsqueda se abandonó y se fue retomando la actividad habitual en torno al lago, aunque las boyas se mantuvieron, como una manera de guardar la memoria de las personas que habitaban esa zona.
Esto es algo que ocurrió años antes de mi nacimiento, por lo que nunca me afectó demasiado a la hora de entrar al agua. Hasta ahora.
Trípticos
Fernanda Cava
- Martín
La caja
Plácido Romero
La ha guardado en muchos sitios. Tampoco es muy grande. Algo más pequeña que una caja de zapatos. Durante un tiempo la tuvo enterrada entre la ropa. Eso fue… Le cuesta recordarlo.
Todo lo relacionado con la caja fue extraño. Empezó como una broma, con lo que él creía una broma. Un día, al volver del trabajo, doña Luisa, que era su casera, dijo que el cartero había dejado un paquete. Estaba cansado y se limitó a cogerla y a encerrarse en el piso. En aquel entonces tenía un trabajo de mierda y solía regresar enfadado. Recuerda bien la fecha porque fue unos días después de que muriera su tío Rodrigo.
Por la noche, cuando estaba de mejor humor, abrió el paquete. Allí estaba: la caja. ¡Qué demonios era! Iba acompañada de una nota, que luego lamentaría haber arrojado a la basura, donde decía que, dentro de la caja, había un interruptor. Si lo pulsaba, todo acabaría. ¿Todo? ¿Qué era todo, su vida, aquella mierda de trabajo, su soledad o el universo?
Todo lo relacionado con la caja fue extraño. Empezó como una broma, con lo que él creía una broma. Un día, al volver del trabajo, doña Luisa, que era su casera, dijo que el cartero había dejado un paquete. Estaba cansado y se limitó a cogerla y a encerrarse en el piso. En aquel entonces tenía un trabajo de mierda y solía regresar enfadado. Recuerda bien la fecha porque fue unos días después de que muriera su tío Rodrigo.
Por la noche, cuando estaba de mejor humor, abrió el paquete. Allí estaba: la caja. ¡Qué demonios era! Iba acompañada de una nota, que luego lamentaría haber arrojado a la basura, donde decía que, dentro de la caja, había un interruptor. Si lo pulsaba, todo acabaría. ¿Todo? ¿Qué era todo, su vida, aquella mierda de trabajo, su soledad o el universo?
Extractos de diario
Alejandro Zapata Espinoza
Asidua —laica fundadora— a los eventos de una caja de compensación, intensa en sus participaciones, activa firmante y realizadora de cartas de agradecimiento a las instituciones, Doña —cuido su nombre porque no le pediré permiso para utilizarlo— ocupó uno de los asientos de la primera fila, bien a la vista del profesor, y fue sacando de un talego —con el logo descolorido de la Biblioteca EPM— una botella de agua con gas; una libreta comprada en alguna Parada Juvenil de la Lectura —no me atreví a averiguar qué número—; una taza personalizada con fotos familiares y un texto (el desembalador: «Eres importantísima. Sigue siendo como eres. Te amamos: tus hijos»), donde se sirve el tinto que regalan, y, vestida con telas suaves, combinadas en color y diseños, se va a mitad del taller a comprar —sacando billetes arrumados en su monedera—, en el cuarto piso, una libreta y otro talego en conmemoración al centenario de Manuel Mejía... Y como no puede quedarse con las ganas, comparte sus adquisiciones pasándolas a las compañeras interesadas en la cultura... (Interés semejante al de los acomodados en los cuentos de Chejov: aprendices del ocultismo y de la telepatía por descarte, por tener de qué hablar en el club: «Usted pregunta sobre mi vida. Acerca de qué manera transcurre nuestra vida aquí. Pues, de ninguna manera. Envejecemos, engordamos, nos dejamos estar. Día tras noche, noche tras día, la vida pasa opaca, sin impresiones, sin ideas...»)
La muerte chiquita
El discurso de Sirunda Arán
Darío González Rodríguez
Hubo un tiempo de claror como la espuma en sus olillas,
una vez cantamos la razón y en lengua el Petamuti,
una vez en tanto clamorear oímos que la vida era de flecha y nuestro sol,
espigas que cortamos en molienda, pálpito sagradamente de humo en tizne y vocación
porque las hojarascas y este lago que nos rompe a cántaros bellísimos.
Sentar los ojos y mirar la espuma que allá se oye decir entre piedras,
que anda de volcán andando mano a mano:
Yo soy Sirunda Arán, el presuroso, yo,
flor de las orillas, halo de dos cumbres,
en el salto las hojas, mi sequedad, mi tantán que canta encuentros,
popotes de monte, ajenjo, lumbrera apasionada de visiones,
mi canto de chapulín al salto porque en el zumbido sólo Él, sólo Él,
en la mirada, en el destierro, en el más alto de la contemplación.
una vez cantamos la razón y en lengua el Petamuti,
una vez en tanto clamorear oímos que la vida era de flecha y nuestro sol,
espigas que cortamos en molienda, pálpito sagradamente de humo en tizne y vocación
porque las hojarascas y este lago que nos rompe a cántaros bellísimos.
Sentar los ojos y mirar la espuma que allá se oye decir entre piedras,
que anda de volcán andando mano a mano:
Yo soy Sirunda Arán, el presuroso, yo,
flor de las orillas, halo de dos cumbres,
en el salto las hojas, mi sequedad, mi tantán que canta encuentros,
popotes de monte, ajenjo, lumbrera apasionada de visiones,
mi canto de chapulín al salto porque en el zumbido sólo Él, sólo Él,
en la mirada, en el destierro, en el más alto de la contemplación.
Para Montarse
Deisy
Alejandro Zapata Espinosa
Dentro de una tina de madera con agua caliente Deisy se baña de espaldas al público —las manos sobre la madera y el pelo suelto—. Ronronea una canción, se soba los brazos, juega con las burbujas y se las pone sobre los hombros. Al fondo, una luz cuadrada hace las veces de ventana. Hace un plop y suspira... (A cada frase con comillas, excepto la última, mira al techo.)
¡Ah...! ¡Bendito...! ¡Descanso...! Yo descanso y Gabriel no viene. Sean las horas que sean, no viene ni esparce su pecueca hasta mi dormitorio, se quita la camisa ¡y el olor a...! Exagero... ¡Ah...! Sin mi Gabriel, las burbujas se explotarían... Las burbujas con mi imagen... Y mi imagen retratada (Se toca el rostro de los cabellos al mentón) en las pompas iridiscentes, fugaces, adictivas, cambiando existencia por choque... Me reflejan las burbujas de manera tan difuminada que me perfecciono... Una jovenzuela en el día de sus quince, plácida, prometiendo su cuerpo al destino... ¡Ja...! «El cuerpo, un tesoro para prodigar»...
¡Ah...! ¡Bendito...! ¡Descanso...! Yo descanso y Gabriel no viene. Sean las horas que sean, no viene ni esparce su pecueca hasta mi dormitorio, se quita la camisa ¡y el olor a...! Exagero... ¡Ah...! Sin mi Gabriel, las burbujas se explotarían... Las burbujas con mi imagen... Y mi imagen retratada (Se toca el rostro de los cabellos al mentón) en las pompas iridiscentes, fugaces, adictivas, cambiando existencia por choque... Me reflejan las burbujas de manera tan difuminada que me perfecciono... Una jovenzuela en el día de sus quince, plácida, prometiendo su cuerpo al destino... ¡Ja...! «El cuerpo, un tesoro para prodigar»...
Éntrale, maestro
El aroma tropical en la narrativa de Dolores Bolio Cantarrel
Aída López Sosa
Conocer a Dolores Bolio Cantarell a través de su primer libro de leyendas y cuentos mexicanos es un hallazgo que me enorgullece como yucateca. Debo revelar que no conocía su obra y que no fue fácil conseguir un libro que está en poder de la Biblioteca Nacional de España, que originalmente fue editado en Nueva York, en 1917 por la editorial Neumann Brothers, lo cual nos perfila a una escritora que sin duda tenía un cuarto propio para radicar en el extranjero y estar cerca de las Bellas Artes como se aprecia a medida que nos adentramos en su universo, donde los nombres de pintores, escritores, dramaturgos y compositores, cohabitan en el mundo difícil de las mujeres de la península de Yucatán a principios del siglo XX. En escenarios sórdidos y en ocasiones misteriosos, se libraban batallas íntimas que reflejan la situación del género femenino, el espíritu de una región y de una etnia. La literatura de Dolores no puede de ninguna manera considerarse menor o secundaria, ni romántica, es una literatura avanzada, visionaria. Dolores no es un “ángel del hogar”, aunque Luis Avellaneda entre sus argumentos para convencerla de escribir el prólogo, le haya dicho que necesitaba “una mujer, entiéndase un hada, una diosa, un ángel…”.
Acertijo del soplo sutil
Hugo Hiriart
Hace tiempo quiero articular algunas reflexiones sobre temas relacionados con la naturaleza humana. La oportunidad de escribir en esta revista recién nacida, me viene de perlas para hacerlo. Ahora, no debería empezar mis reflexiones sobre tan amplio asunto por algo tan accesorio y, digamos, especializado, como la inspiración poética (aunque cualquier acto humano puede servir, si le rascas, para caracterizar la especie). Pero quería arrancar mi columna (otra vez, como los santos, atado a una columna) hablando con Octavio Paz, no tanto de él como con él. Me interesa celebrar eso, que la conversación continúa, que en esta revista, caso raro en México, no hay ruptura, sino evolución natural. Ahora, el acertijo de la inspiración poética preocupó a Paz, y escribió sobre él, sobre todo en El arco y la lira. Y no estoy de acuerdo con lo que ahí dice el maestro, y quiero darle mi opinión. Por eso, aunque inapropiado, elegí este asunto para empezar y, por eso, dedico a Octavio Paz, in memoriam, estas reflexiones.
¿Quién escribe el poema, quién compone la sonata, quién pinta el cuadro? Se dirá, el poeta, el músico, el pintor los fabrican, ése es su trabajo. Pero, ¿de veras son ellos? Entonces, ¿por qué no saben bien cómo se hizo la obra en cuestión? Porque el artista no puede, por ejemplo, predecir cómo va a quedar el trabajo iniciado, avanza a ciegas, se frena, se extravía, retrocede, vuelve a avanzar, y al fin resulta, quién sabe cómo, un trabajo diferente a todo lo previsto.
¿Quién escribe el poema, quién compone la sonata, quién pinta el cuadro? Se dirá, el poeta, el músico, el pintor los fabrican, ése es su trabajo. Pero, ¿de veras son ellos? Entonces, ¿por qué no saben bien cómo se hizo la obra en cuestión? Porque el artista no puede, por ejemplo, predecir cómo va a quedar el trabajo iniciado, avanza a ciegas, se frena, se extravía, retrocede, vuelve a avanzar, y al fin resulta, quién sabe cómo, un trabajo diferente a todo lo previsto.
El paso del tiempo
Hugo Hiriart
Una mañana, en el desarrollo de una clase en Harvard, no recuerdo a propósito de qué, mencioné al actor Burt Lancaster. Para los doce alumnos que escuchaban la lección era un perfecto desconocido, ninguno de los estudiantes había oído siquiera ese nombre.
Me sorprendió: se trataba nada menos que del Gatopardo de Lampedusa y de Visconti o del inolvidable cirquero de tantas aventuras o del inexorable malvado; nunca se vio ni se volverá a ver en la pantalla una seriedad más agresiva, seriedad inexorable, de alacrán, la seriedad del turbio periodista en Sweet smell of success o del general americano y fascista que planea un golpe de estado en Siete días en mayo, o, en el otro extremo del espectro, el atribulado alcohólico de Come back, little Sheba, para no decir nada del elocuente predicador Elmer Gantry, epítome de vasta zona de la credulidad popular en Estados Unidos, y estrella de tantas otras películas memorables. ¿Qué?, ¿ninguno de los estudiantes retenía en la memoria ninguna de las películas de este actor ni tenía interés en la historia del buen cine, no de Japón o Argentina sino de Hollywood? Murió Lancaster apenas en 1994, y en 2010 ya nadie sabía nada de él. Elevé lamentación, pues, a una amiga de la universidad de semejante laguna de cultura general en mis alumnos por otro lado de tan grande capacidad y diligencia. “No, me explicó ella, es que están muy jóvenes y Burt Lancaster ya les queda tan lejos que no lo alcanzan a ver.”
Me sorprendió: se trataba nada menos que del Gatopardo de Lampedusa y de Visconti o del inolvidable cirquero de tantas aventuras o del inexorable malvado; nunca se vio ni se volverá a ver en la pantalla una seriedad más agresiva, seriedad inexorable, de alacrán, la seriedad del turbio periodista en Sweet smell of success o del general americano y fascista que planea un golpe de estado en Siete días en mayo, o, en el otro extremo del espectro, el atribulado alcohólico de Come back, little Sheba, para no decir nada del elocuente predicador Elmer Gantry, epítome de vasta zona de la credulidad popular en Estados Unidos, y estrella de tantas otras películas memorables. ¿Qué?, ¿ninguno de los estudiantes retenía en la memoria ninguna de las películas de este actor ni tenía interés en la historia del buen cine, no de Japón o Argentina sino de Hollywood? Murió Lancaster apenas en 1994, y en 2010 ya nadie sabía nada de él. Elevé lamentación, pues, a una amiga de la universidad de semejante laguna de cultura general en mis alumnos por otro lado de tan grande capacidad y diligencia. “No, me explicó ella, es que están muy jóvenes y Burt Lancaster ya les queda tan lejos que no lo alcanzan a ver.”
¿Qué leer?
Lo Diferente. Iniciación en la MísticaNo se sabe qué se desarrolló primero, si el lenguaje o la religión; lo más seguro es que se desarrollaron al mismo tiempo y ambos surgieron como respuesta a los asombros de la existencia.
Entre ensayo literario y libro confesional, Lo diferente es una generosa invitación a reflexionar sobre la experiencia religiosa y, sobre todo, a descubrir la singular y regocijante vía mística. Hugo Hiriart, uno de los escritores más brillantes en lengua española, comparte aquí las memorias sobre su relación íntima y solitaria con Dios, así como las aproximaciones religiosas, filosóficas y teológicas de grandes pensadores como Pascal, William James, Rudolf Otto, Simone Weil, Romano Guardini, Simone de Beauvoir, y de sus maestros José Gaos, Luis Villoro y Gallegos Rocafull. Con una prosa conversada, yendo a contracorriente con las posturas ensayísticas de esta época, Hiriart nos acerca a temas como el mal, la presencia de Dios y la compasión, sumando así inquietudes y asombros a nuestra constelación personal de lo sagrado. |