Juguetes de polvo
Salvador Ángeles Herrera*
La miraba como una niña de tantas, no tenía mucha diferencia. Cuando has estado tanto tiempo aquí, te vas cansando, el espíritu se te va volviendo como una tela pesada que va cubriendo todo, en ocasiones ni siquiera te deja respirar. Te vas acostumbrando a mirar las imperfecciones, no las integridades. El “negocio” te enseña las virtudes como nimiedades y las particularidades se convierten en defectos. Niños inquietos que están a un paso de convertirse en pubertos inquietos. Traté durante varios años de permanecer en la línea de en medio, sin dejarme llevar por los sentimientos, pero tampoco convertirme en un ser frio e indiferente… al final no pude.
Era una niña pequeña y delgada, sus ojos eran de lo poco que me llamaba la atención. Eran oscuros como la noche y profundos como mis miedos. En un principio fue una de muchas, pero a medida que el curso iba avanzando la sorprendía concentrada en mí, a diferencia de sus compañeros que tomaban notas, ella se quedaba mirándome fijamente, como si fuera un imán. Sus ojos me eran pesados, en más de una ocasión dejé el aula para refugiarme en la sala de estar de los profesores y cubrir un poco mi desnudez ante ella. No sé si penetraba o sabía algo sobre mí, pero esa mirada era una losa pesada que no lograba comprender del todo.
Cuando dejó de venir a clase debo admitir que sentí un gran y largo alivio, sentía como si pudiera recobrar un poco de mí, como si esa niña dejara de llevarse mis energías, como si la losa se fuera desprendiendo y volviera esa indiferencia ante ellos. Ni siquiera pregunté por qué la niña se iba a ausentar por una temporada, tampoco creo que me lo hubieran mencionado. Fueron semanas tranquilas sin ella, al parecer yo era la única que sentía esa carga pesada, puesto que para sus compañeros su ausencia o presencia no significaba mayor tema, seguían en sus mundos sin importarles esos ojos que a mí me intimidaban. Cuando regresó fue tan desagradable para mí como ver un fantasma que acecha en las noches de frio.
Ya en la sala de maestros se hablaba del tema: de su madre y de la larga enfermedad que había cargado por más de un año para finalmente perder la batalla y dejarla al cuidado de familiares. Por todos lados escuchaba “pobrecilla”, “qué será de ella”. Era el tema del día para muchos, pero a mí me creó un hueco en la garganta, en el cuerpo, en el alma. Me daba miedo, mas también creía que era necesario acercarme a ella, preguntar sobre su salud, sobre sus sentimientos.
Esperé el mejor momento para hacerlo, la mayoría de sus compañeros habían salido a uno de los varios recesos del día. Le pedí que se quedara para revisar algunos pendientes de las semanas que se ausentó. Ella no dijo nada, sólo aguardó. Sus ojos me invadían y miraban a través de mí. No, sus ojos no miraban a través de mí, se quedaban dentro de mí, como si supiera lo que yo era, lo que había sido. Cuando traté de darle el pésame, de hablar sobre sus sentimientos, sus ojos se hicieron de agua, los pozos profundos que tenía comenzaron a diluviar y brotar en todas direcciones. La abracé como si la conociera, ella me abrazó como si fuera la madre que se fue. Ambas éramos juguetes de polvo del tiempo, que no nos soltaba. En ese momento estábamos juntas en la eternidad, porque yo conocía sus sufrimientos y ella sabía los míos. La habitación comenzó a llenarse de agua mientras estábamos abrazadas, sus lágrimas y las mías se mezclaron, llenaron el recinto de un olor a agua de rosas. Yo quería decirle que parara, pero no podía, ella me abrazaba tan fuerte y yo no lograba soltarla. Las penas de mi vida pasada, de mi vida presente y futura me iban llenando de melancolía viva. Los charcos se comenzaron a acumular a nuestro alrededor, yo la sujetaba tan fuerte y ella lloraba con una tristeza infinita.
Desperté empapada de sudor, mi rostro cubierto de lágrimas, mi cuerpo cansado como si hubiera cargado algo muy grande, mis labios y parpados pesados. Mi corazón era el único acelerado. No recordaba cómo había vuelto de la escuela, ni en qué momento me había quedado dormida. Me levanté para ir a beber un poco de agua, en la sala estaba Esteban, mi compañero de trabajo. Me dijo que al regresar de la sala de maestros, después de hablar de la madre de la niña, simplemente entré al salón y me desvanecí, o por lo menos eso le comentaron los alumnos. Fueron avisados por dos alumnas que salieron corriendo por la prefecta. Cuando Esteban llegó, me encontró con la cabeza recostada sobre las piernas de ella, mientras me acariciaba suavemente la frente y me susurraba algo al oído.
Tardé un tiempo en volver a dar clases, la debilidad que invadía mi cuerpo se acentuaba enseguida que trataba de acercarme a la escuela. Me recomendaron esperar a que el curso terminara, para volver a ver a los alumnos. Fue por esa época cuando Esteban me dijo que la niña había fallecido, “tenía tiricia” comentó. Me sentí culpable, me sentí decepcionada de mí misma y lloré por días. Me hubiera gustado estar con ella, sosteniendo su pequeña cabeza y mirándola a los ojos profundos.
Cuando volví a la escuela sentía los ojos de todos sobre mí, esos ojos hondos que te lastiman, que saben lo que has hecho o lo que has soltado en toda tu existencia. Durante algún tiempo estuve resistiéndome a esas miradas, pero después entendí que el problema era yo. Los ojos de todos se habían convertido en los de ella, sabía que me miraba todo el tiempo a través de ellos. Hoy día no tengo miedo, siento que desde hace mucho me ha estado llamando, hace ya varías semanas que el apetito se me ha ido, y apenas duermo. Comprendo que las personas que me quieren se preocupen por mí, pero ya he tomado mi decisión. Quiero ir con ella, quiero que ambas estemos lejos y convertirnos en juguetes de polvo.
Era una niña pequeña y delgada, sus ojos eran de lo poco que me llamaba la atención. Eran oscuros como la noche y profundos como mis miedos. En un principio fue una de muchas, pero a medida que el curso iba avanzando la sorprendía concentrada en mí, a diferencia de sus compañeros que tomaban notas, ella se quedaba mirándome fijamente, como si fuera un imán. Sus ojos me eran pesados, en más de una ocasión dejé el aula para refugiarme en la sala de estar de los profesores y cubrir un poco mi desnudez ante ella. No sé si penetraba o sabía algo sobre mí, pero esa mirada era una losa pesada que no lograba comprender del todo.
Cuando dejó de venir a clase debo admitir que sentí un gran y largo alivio, sentía como si pudiera recobrar un poco de mí, como si esa niña dejara de llevarse mis energías, como si la losa se fuera desprendiendo y volviera esa indiferencia ante ellos. Ni siquiera pregunté por qué la niña se iba a ausentar por una temporada, tampoco creo que me lo hubieran mencionado. Fueron semanas tranquilas sin ella, al parecer yo era la única que sentía esa carga pesada, puesto que para sus compañeros su ausencia o presencia no significaba mayor tema, seguían en sus mundos sin importarles esos ojos que a mí me intimidaban. Cuando regresó fue tan desagradable para mí como ver un fantasma que acecha en las noches de frio.
Ya en la sala de maestros se hablaba del tema: de su madre y de la larga enfermedad que había cargado por más de un año para finalmente perder la batalla y dejarla al cuidado de familiares. Por todos lados escuchaba “pobrecilla”, “qué será de ella”. Era el tema del día para muchos, pero a mí me creó un hueco en la garganta, en el cuerpo, en el alma. Me daba miedo, mas también creía que era necesario acercarme a ella, preguntar sobre su salud, sobre sus sentimientos.
Esperé el mejor momento para hacerlo, la mayoría de sus compañeros habían salido a uno de los varios recesos del día. Le pedí que se quedara para revisar algunos pendientes de las semanas que se ausentó. Ella no dijo nada, sólo aguardó. Sus ojos me invadían y miraban a través de mí. No, sus ojos no miraban a través de mí, se quedaban dentro de mí, como si supiera lo que yo era, lo que había sido. Cuando traté de darle el pésame, de hablar sobre sus sentimientos, sus ojos se hicieron de agua, los pozos profundos que tenía comenzaron a diluviar y brotar en todas direcciones. La abracé como si la conociera, ella me abrazó como si fuera la madre que se fue. Ambas éramos juguetes de polvo del tiempo, que no nos soltaba. En ese momento estábamos juntas en la eternidad, porque yo conocía sus sufrimientos y ella sabía los míos. La habitación comenzó a llenarse de agua mientras estábamos abrazadas, sus lágrimas y las mías se mezclaron, llenaron el recinto de un olor a agua de rosas. Yo quería decirle que parara, pero no podía, ella me abrazaba tan fuerte y yo no lograba soltarla. Las penas de mi vida pasada, de mi vida presente y futura me iban llenando de melancolía viva. Los charcos se comenzaron a acumular a nuestro alrededor, yo la sujetaba tan fuerte y ella lloraba con una tristeza infinita.
Desperté empapada de sudor, mi rostro cubierto de lágrimas, mi cuerpo cansado como si hubiera cargado algo muy grande, mis labios y parpados pesados. Mi corazón era el único acelerado. No recordaba cómo había vuelto de la escuela, ni en qué momento me había quedado dormida. Me levanté para ir a beber un poco de agua, en la sala estaba Esteban, mi compañero de trabajo. Me dijo que al regresar de la sala de maestros, después de hablar de la madre de la niña, simplemente entré al salón y me desvanecí, o por lo menos eso le comentaron los alumnos. Fueron avisados por dos alumnas que salieron corriendo por la prefecta. Cuando Esteban llegó, me encontró con la cabeza recostada sobre las piernas de ella, mientras me acariciaba suavemente la frente y me susurraba algo al oído.
Tardé un tiempo en volver a dar clases, la debilidad que invadía mi cuerpo se acentuaba enseguida que trataba de acercarme a la escuela. Me recomendaron esperar a que el curso terminara, para volver a ver a los alumnos. Fue por esa época cuando Esteban me dijo que la niña había fallecido, “tenía tiricia” comentó. Me sentí culpable, me sentí decepcionada de mí misma y lloré por días. Me hubiera gustado estar con ella, sosteniendo su pequeña cabeza y mirándola a los ojos profundos.
Cuando volví a la escuela sentía los ojos de todos sobre mí, esos ojos hondos que te lastiman, que saben lo que has hecho o lo que has soltado en toda tu existencia. Durante algún tiempo estuve resistiéndome a esas miradas, pero después entendí que el problema era yo. Los ojos de todos se habían convertido en los de ella, sabía que me miraba todo el tiempo a través de ellos. Hoy día no tengo miedo, siento que desde hace mucho me ha estado llamando, hace ya varías semanas que el apetito se me ha ido, y apenas duermo. Comprendo que las personas que me quieren se preocupen por mí, pero ya he tomado mi decisión. Quiero ir con ella, quiero que ambas estemos lejos y convertirnos en juguetes de polvo.
*Escritor contemporáneo, que ha publicado anteriormente en concursos, nacido en 1985, lector apasionado y enamorado de la vida. Deprimido por naturaleza aunque caminando como todo el mundo.