La acequia roja
Plácido Romero*
“Y sin temer al empuje
del enemigo exaltado.”
del enemigo exaltado.”
Alguien pasó corriendo por encima de nuestras cabezas.
–¡Se acercan, se acercan! –nos gritó–. Llegarán pronto. ¡Preparaos!
Durante unos instantes sólo escuchamos el lejano ruido de motores. Después, nada. Comprobé a tientas el fusil. Acaricié el cerrojo, que la noche anterior había engrasado otra vez. Me aseguré que las balas seguían en la bolsa que colgaba de mi cuello. Haddu me había asegurado que tendría suficientes.
–Cuando se te acaben, coge las de los isbaníes –me había aconsejado un melalí.
El hoyo era tan pequeño que no podía hacer el más mínimo movimiento sin sentir el cuerpo de Abdelkader a mi lado. Noté que estaba temblado. Los dos temblábamos. Atrás había quedado nuestra fanfarronería. Quise hablarle algo, pero Haddu nos había dicho que teníamos que estar en completo silencio. Se estaban acercando, avanzaban por el lecho seco de la acequia.
Pasó una eternidad. Sentí la boca seca. Las piernas me picaban, las tenía dormidas.
–¿Les oyes? –me susurró Abdelkader.
Le chisté. Teníamos que esperar la señal. Me habría gustado echar un trago de agua, pero no podíamos movernos.
Un ruido apagado ascendía por el lecho arenoso de la acequia. Pronto comenzaría. Sentí como Abdelkader preparaba el mosquetón. Esta vez no dispararíamos contra arbustos, sino contra personas.
El tiempo pareció detenerse. Nada pasaba. Por un momento pensé que Haddu había decidido que el pelotón enemigo era muy numeroso y que no atacaríamos. Aquella idea me consoló.
Inesperadamente, comenzaron los disparos. Por un momento, Abdelkader y yo nos quedamos paralizados: las detonaciones sonaban muy cerca. Encima de nosotros.
–Tenemos que salir.
La estera que nos había ocultado a la vista de los isbaníes desapareció. No sé quién la apartó. Abdelkader salió del agujero gritando. Disparó. Por un momento me quedé deslumbrado por la claridad de la mañana. Apreté el gatillo sin apuntar y la bala se perdió en el cielo. Seguí apretando el gatillo hasta darme cuenta de que tenía que utilizar el cerrojo para introducir una nueva bala en la recámara. No podía moverlo. Entonces levanté la cabeza y vi a un isbaní a unos pocos metros.
–¡Dispárale! ¡Dispárale! –le grité a Abdelkader.
Algo me golpeó la cara. Pasé la mano por el rostro, pero no sentí ningún dolor. Cuando miré la mano, no había sangre en ella. Aquello me hizo pensar que era invulnerable. Luego supuse que lo que me había golpeado era el casquillo de la primera bala, que finalmente había decidido abandonar la recámara.
El legionario seguía allí, a unos metros, dándonos la espalda, como despreciándonos. Ni siquiera nos había visto. Apoyaba el Mauser en su hombro y disparaba calmosamente. Una y otra vez. Inquebrantable.
Levanté el mosquetón, apunté y disparé. Seguí contemplando la espalda del isbaní durante unos instantes, esperando verle caer, pero me di cuenta de que no le había alcanzado. Tiré del cerrojo. Introduje otra bala. Apunté y disparé. Disparé una y otra vez.
Conseguí, finalmente, llamar la atención del legionario. Se volvió hacia mí. Traté de pasar desapercibido detrás de los arbustos secos que habíamos colocado alrededor del agujero. Por unos instantes, sus ojos se cruzaron con los míos. Lentamente levantó el Mauser, en cuya boca refulgía la bayoneta, disparó.
Sentí que algo me golpeaba el brazo. Sonó otra detonación. A mi derecha, Abdelkader comenzó a gritar. Le arrastré al fondo del hoyo y le miré, intentando descubrir donde le habían herido.
–¿Te han dado? –le pregunté.
Cuando Abdelkader trató de hablar, noté que tenía sangre en la boca. Creí que se había mordido los labios.
–Vamos, no es nada. No es nada.
Cada vez había menos disparos. Ahora sólo se escuchaba el tableteo lejano de una ametralladora. Todo había pasado muy rápido. Me dije que tenía que asomar la cabeza por encima del hoyo y ver qué estaba sucediendo, pero no podía abandonar a mi compañero.
Le acerqué la cantimplora a los labios, pero no fue capaz de tragar. Estornudó. El agua se le escapaba por la comisura de los labios. Abdelkader emitía sonidos ininteligibles, mezclando palabras en árabe y en tarifit.
–Tranquilo, sadiq, tranquilo –le dije.
–Recoge los casquillos. Haddu nos dijo que recogiéramos los casquillos.
–Está bien.
Estuve unos instantes mirándole rebuscar los casquillos en el fondo del hoyo, hasta que escuché el grito de Haddu convocándonos. Me asomé por encima del parapeto y me di cuenta de que los otros habían salido de los agujeros. Avanzaban agachados.
–¿Qué pasa? –le pregunté a un nómada que llevaba el Mauser de un isbaní.
–¡Se retiran! –me dijo excitado.
Vi a Haddu y me acerqué a él.
–…por todos lados. ¡Vamos!
–¿Qué hay que hacer?
–Han dejado a sus heridos para que les protejan la retirada. Vamos a acabar con ellos –me explicó Marwani, uno de los que había venido con nosotros desde el norte –. ¿Estás bien? –me preguntó.
–Sí, sí.
Escuché un tableteo irregular. Allí nos dirigimos. Toqué la bolsa que llevaba al cuello y advertí que no tenía más balas. Tenía que conseguir más. Vi a un yeblí que caminaba a pasos cortos, con las rodillas dobladas. Le agarré del brazo.
–¿Tienes balas? –le pregunté.
Me di un estirón para que le soltara, sin responder. Por un momento pensé que no me había entendido. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía el brazo izquierdo lleno de sangre.
–¡Vamos! ¡Vamos! –escuché la voz de Haddu.
Entonces los vi. Dos bultos junto a una ametralladora. Disparaban a los que se acercaban. Nos disparaban a nosotros. Grité como hacían los demás y me abalancé sobre los isbaníes.
Apenas había recorrido unos metros cuando me di cuenta de que uno de ellos estaba muerto. El otro seguía aferrado a la ametralladora. Nos miraba desafiante, impertérrito, sin disparar. Tenía sangre en el rostro y en la camisa. Era extraño que no nos disparara. Luego caí en la cuenta de que estaba dando tiempo a sus camaradas para que se alejaran.
–¡Vamos! –repitió Haddu detrás de mí.
Escuché un tableteo y algo me golpeó la cabeza. Seguí corriendo, pero mis piernas se trabaron. Me caí. Noté la sangre en mi boca. Alguien tropezó conmigo. Me pisaron.
**
Me desperté poco después. Me estaban echando agua por la cara.
–¿Estás bien?
Tenía los ojos abiertos, pero no conseguía ver nada.
–¿Puedes caminar?
Sin esperar la respuesta, me dieron un estirón y me pusieron de pie. La cabeza me ardía. Me la toqué y noté que llevaba una venda. Poco a poco pude ver todo lo que ocurría alrededor. El suelo estaba lleno de cuerpos. Vi a Haddu dar órdenes, impasible, como siempre. Sin embargo, su impavidez no me parecía ya tan extraordinaria.
Uno de los hassaníes se había colocado en la cabeza un chapiri. Otros estaban despojando a los isbalíes. Recordé que Leila me había pedido que le llevara algún recuerdo de la guerra: un machete, un casco, la hebilla de un cinturón, un simple botón. El mulá nos había dicho que robar a los difuntos era indecente, pero allí, en la rambla no había ningún mulá para reconvenir a los que se agachaban junto a los muertos.
Haddu se acercó al reconocerme: me miró la frente, me tocó el brazo herido.
–Tenemos que irnos.
Llevaba la camisa abierta y observé que había sudor en los pelos blancos del pecho.
–¿Dónde está Abdelkader?
–¡Tenemos que irnos! –repitió.
Comenzamos a caminar. Había una larga marcha por delante.
–¡Se acercan, se acercan! –nos gritó–. Llegarán pronto. ¡Preparaos!
Durante unos instantes sólo escuchamos el lejano ruido de motores. Después, nada. Comprobé a tientas el fusil. Acaricié el cerrojo, que la noche anterior había engrasado otra vez. Me aseguré que las balas seguían en la bolsa que colgaba de mi cuello. Haddu me había asegurado que tendría suficientes.
–Cuando se te acaben, coge las de los isbaníes –me había aconsejado un melalí.
El hoyo era tan pequeño que no podía hacer el más mínimo movimiento sin sentir el cuerpo de Abdelkader a mi lado. Noté que estaba temblado. Los dos temblábamos. Atrás había quedado nuestra fanfarronería. Quise hablarle algo, pero Haddu nos había dicho que teníamos que estar en completo silencio. Se estaban acercando, avanzaban por el lecho seco de la acequia.
Pasó una eternidad. Sentí la boca seca. Las piernas me picaban, las tenía dormidas.
–¿Les oyes? –me susurró Abdelkader.
Le chisté. Teníamos que esperar la señal. Me habría gustado echar un trago de agua, pero no podíamos movernos.
Un ruido apagado ascendía por el lecho arenoso de la acequia. Pronto comenzaría. Sentí como Abdelkader preparaba el mosquetón. Esta vez no dispararíamos contra arbustos, sino contra personas.
El tiempo pareció detenerse. Nada pasaba. Por un momento pensé que Haddu había decidido que el pelotón enemigo era muy numeroso y que no atacaríamos. Aquella idea me consoló.
Inesperadamente, comenzaron los disparos. Por un momento, Abdelkader y yo nos quedamos paralizados: las detonaciones sonaban muy cerca. Encima de nosotros.
–Tenemos que salir.
La estera que nos había ocultado a la vista de los isbaníes desapareció. No sé quién la apartó. Abdelkader salió del agujero gritando. Disparó. Por un momento me quedé deslumbrado por la claridad de la mañana. Apreté el gatillo sin apuntar y la bala se perdió en el cielo. Seguí apretando el gatillo hasta darme cuenta de que tenía que utilizar el cerrojo para introducir una nueva bala en la recámara. No podía moverlo. Entonces levanté la cabeza y vi a un isbaní a unos pocos metros.
–¡Dispárale! ¡Dispárale! –le grité a Abdelkader.
Algo me golpeó la cara. Pasé la mano por el rostro, pero no sentí ningún dolor. Cuando miré la mano, no había sangre en ella. Aquello me hizo pensar que era invulnerable. Luego supuse que lo que me había golpeado era el casquillo de la primera bala, que finalmente había decidido abandonar la recámara.
El legionario seguía allí, a unos metros, dándonos la espalda, como despreciándonos. Ni siquiera nos había visto. Apoyaba el Mauser en su hombro y disparaba calmosamente. Una y otra vez. Inquebrantable.
Levanté el mosquetón, apunté y disparé. Seguí contemplando la espalda del isbaní durante unos instantes, esperando verle caer, pero me di cuenta de que no le había alcanzado. Tiré del cerrojo. Introduje otra bala. Apunté y disparé. Disparé una y otra vez.
Conseguí, finalmente, llamar la atención del legionario. Se volvió hacia mí. Traté de pasar desapercibido detrás de los arbustos secos que habíamos colocado alrededor del agujero. Por unos instantes, sus ojos se cruzaron con los míos. Lentamente levantó el Mauser, en cuya boca refulgía la bayoneta, disparó.
Sentí que algo me golpeaba el brazo. Sonó otra detonación. A mi derecha, Abdelkader comenzó a gritar. Le arrastré al fondo del hoyo y le miré, intentando descubrir donde le habían herido.
–¿Te han dado? –le pregunté.
Cuando Abdelkader trató de hablar, noté que tenía sangre en la boca. Creí que se había mordido los labios.
–Vamos, no es nada. No es nada.
Cada vez había menos disparos. Ahora sólo se escuchaba el tableteo lejano de una ametralladora. Todo había pasado muy rápido. Me dije que tenía que asomar la cabeza por encima del hoyo y ver qué estaba sucediendo, pero no podía abandonar a mi compañero.
Le acerqué la cantimplora a los labios, pero no fue capaz de tragar. Estornudó. El agua se le escapaba por la comisura de los labios. Abdelkader emitía sonidos ininteligibles, mezclando palabras en árabe y en tarifit.
–Tranquilo, sadiq, tranquilo –le dije.
–Recoge los casquillos. Haddu nos dijo que recogiéramos los casquillos.
–Está bien.
Estuve unos instantes mirándole rebuscar los casquillos en el fondo del hoyo, hasta que escuché el grito de Haddu convocándonos. Me asomé por encima del parapeto y me di cuenta de que los otros habían salido de los agujeros. Avanzaban agachados.
–¿Qué pasa? –le pregunté a un nómada que llevaba el Mauser de un isbaní.
–¡Se retiran! –me dijo excitado.
Vi a Haddu y me acerqué a él.
–…por todos lados. ¡Vamos!
–¿Qué hay que hacer?
–Han dejado a sus heridos para que les protejan la retirada. Vamos a acabar con ellos –me explicó Marwani, uno de los que había venido con nosotros desde el norte –. ¿Estás bien? –me preguntó.
–Sí, sí.
Escuché un tableteo irregular. Allí nos dirigimos. Toqué la bolsa que llevaba al cuello y advertí que no tenía más balas. Tenía que conseguir más. Vi a un yeblí que caminaba a pasos cortos, con las rodillas dobladas. Le agarré del brazo.
–¿Tienes balas? –le pregunté.
Me di un estirón para que le soltara, sin responder. Por un momento pensé que no me había entendido. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía el brazo izquierdo lleno de sangre.
–¡Vamos! ¡Vamos! –escuché la voz de Haddu.
Entonces los vi. Dos bultos junto a una ametralladora. Disparaban a los que se acercaban. Nos disparaban a nosotros. Grité como hacían los demás y me abalancé sobre los isbaníes.
Apenas había recorrido unos metros cuando me di cuenta de que uno de ellos estaba muerto. El otro seguía aferrado a la ametralladora. Nos miraba desafiante, impertérrito, sin disparar. Tenía sangre en el rostro y en la camisa. Era extraño que no nos disparara. Luego caí en la cuenta de que estaba dando tiempo a sus camaradas para que se alejaran.
–¡Vamos! –repitió Haddu detrás de mí.
Escuché un tableteo y algo me golpeó la cabeza. Seguí corriendo, pero mis piernas se trabaron. Me caí. Noté la sangre en mi boca. Alguien tropezó conmigo. Me pisaron.
**
Me desperté poco después. Me estaban echando agua por la cara.
–¿Estás bien?
Tenía los ojos abiertos, pero no conseguía ver nada.
–¿Puedes caminar?
Sin esperar la respuesta, me dieron un estirón y me pusieron de pie. La cabeza me ardía. Me la toqué y noté que llevaba una venda. Poco a poco pude ver todo lo que ocurría alrededor. El suelo estaba lleno de cuerpos. Vi a Haddu dar órdenes, impasible, como siempre. Sin embargo, su impavidez no me parecía ya tan extraordinaria.
Uno de los hassaníes se había colocado en la cabeza un chapiri. Otros estaban despojando a los isbalíes. Recordé que Leila me había pedido que le llevara algún recuerdo de la guerra: un machete, un casco, la hebilla de un cinturón, un simple botón. El mulá nos había dicho que robar a los difuntos era indecente, pero allí, en la rambla no había ningún mulá para reconvenir a los que se agachaban junto a los muertos.
Haddu se acercó al reconocerme: me miró la frente, me tocó el brazo herido.
–Tenemos que irnos.
Llevaba la camisa abierta y observé que había sudor en los pelos blancos del pecho.
–¿Dónde está Abdelkader?
–¡Tenemos que irnos! –repitió.
Comenzamos a caminar. Había una larga marcha por delante.
*He ganado el VIII Premio de Relatos Entrelibros 2005, el XVI Premio para Escritores Noveles de la Diputación Provincial de Jaén 2006, el IV Certamen de Microrrelatos La Risa de Bilbao (2013), el IV Concurso de Microrrelatos La Calle de Todos (2014) y el II Concurso Ávila Me Mata (2015).