La costilla de Adán
Dante Gorena*
De pronto todo se dio la vuelta. El Mundo dio un vuelco repentino, fantástico, irreal, como en una película de ciencia ficción. ¿Acaso estábamos siendo testigos de una pesadilla distópica en pleno año 2020? ¿Quién sabe? El tren cotidiano de la gente empezó a mudar de costumbres; a partir de entonces, la vida se me hizo sombra, se manchó de culpa, y todo por darle oídos o a quién no valía un céntimo. Peor aún: pagándole con mi ingratitud a quién más me había amado sin prerrogativas.
Nunca más volví a verlo en su casita, empotrada en el patio de la casa bajo la sombra de un árbol de retama, con su infaltable plato de comida y agua fresca para él solito. Ahora siento el filo del remordimiento que me hiere el corazón al ver que mi peludo grandulón no volvió a reencontrarse con su mamá (porque su mamá era yo y así lo supe entender viéndome en el espejo de sus ojitos almendrados). Y aunque en unos meses empezó a estirar el espinazo como un caballito de trote, guardo en mi memoria un primer recuerdo de la vez que me lo regalaron y éste se puso a corretear haciendo círculos concéntricos por todo el patio. Luego él, soltando ladridos agudos, intentó decirme algo (estoy segura que fue eso); porque ya con el tiempo, yo supe que mi hijo de cuatro patas estaba aprendiendo a reconocer las voces humanas a medida que iba creciendo, hasta casi alcanzar mi altura, cada vez que ponía sus dos patas delanteras sobre mi pecho.
“Adán es un nombre bonito para un perro bonito, y por eso te llamarás así desde hoy”, le hablé como si se tratara de una personita. Hasta me pareció que le gustó el nombrecito de marras, porque al rato se puso a batir la cola y ladrar más fuerte de tan contento que estaba. Y aunque se piense todavía que los perros no pueden comprender ni pensar como lo hacemos nosotros los humanos, no es verdad, porque ya después ambos aprendimos a comunicarnos y a él solo le faltaba hablar para dejar de ser una simple mascota.
Después cometí el estúpido error de invitar a mi casa a un noviecito del ayer (la vida no quiso regalarme un hijo y me sentía sola en mis cuasi cuarenta), de nombre Ernesto, que llegó a trasnocharse conmigo y luego a meterse entre mis sábanas, como en una bolsa placentaria de la que mejor hubiera sido no haber salido con tantas ínfulas. Porque él también se granjeo su adopción y se quedó a vivir conmigo. A partir de entonces, Adán se puso más inquieto al verlo entrar y salir como Pedro por su casa; así entonces, con ofendido ladrido, empezó a reclamarme como diciendo que “no aceptaba que este greñudo de cara tan fea fuese su papá”. Aparte que el susodicho nunca le hacía cariñitos ni nada, como lo hacía yo.
Adán debió intuir lo que se venía, olfateándole con desconfianza al advenedizo. Tarde pude reaccionar ante la voz imperial de mi novio cuando me habló haciendo referencia a nuestra situación económica, con eso de que “ahora sí nos fregamos, porque ya la plata no alcanzaba y en cualquier momento se podría acabar las reservas para la despensa”. Más aún cuando una desconocida plaga estaba poniendo patas arriba el Planeta y, en consecuencia, arrastrando consigo a miles de almas. Tal contingencia había triplicado los precios de la canasta familiar. Entonces fue que Ernesto impuso su maligna idea de deshacerse del can, diciendo: “Lo siento por él, pero ha llegado el momento de botar a la calle a este perro tragón, que además no hace otra cosa que dejar agujeros por todo el patio y dormir como un gato”.
Ahora siento su perruno recuerdo que me persigue por doquiera que voy, como una sombra flotante, y lo siente más mi corazón, estrujado por el remordimiento. Me duele tanto su ausencia que, ahora, viendo vacía su casita, es cuando lo imagino andando y desandando por el Mundo; solito y solo, hociqueando por las calles. La gente común no siempre es buena —tal vez yo misma figuro en esa escala de valores— y, así como se la ve, su indolencia puede ser un arma letal en muchos casos. Es como si los huérfanos de cuatro patas (como Adán) no fueran seres vivos. Pero son las patadas del hambre que han de dolerles más; por eso mismo, entre sueños —como en un sueño cenagoso y perturbador— creo ver sus ojos perrunos que me siguen reprochando, como diciéndome: “¿Será que de tanto dolerme las tripas me fui volviendo invisible, y será por eso que nadie me quiere?”.
Guardaba la tibia esperanza de que Adán estuviera tratando de reencontrarse conmigo. Por lo mismo, abrumada por el peso de mi conciencia, empecé a pegar carteles con su foto en todo lado —en los postes, las paredes y hasta en las nubes—. Me puse también a trepar las calles y cruzar sus anillos periféricos que se apartaban de mi barrio; a ver si le hallaba, o él a mí (aunque, supongo que ahora le resultaba más difícil reconocerme debido al cubrebocas que todos estamos obligados a usar). Todo podría resultar peor para mi perro, ahora que vaya desatándose la puna invernal sobre la ciudad: creo escuchar sus ladridos, extraviados en algún punto de la noche; lo imagino dando dentelladas a la luna, de tanto pasar hambres; estando como fantasma errante por las calles, pudiera también sufrir de sed y, sumado a eso, el nocturno frío royendo sus pobres huesos.
Cuántas veces me desperté por las noches, llorando en silencio para no incomodar a Ernesto. Intentando retomar el sueño, una y otra vez me volvía a topar con mi perro parlante: “Bueno sería que se aparezca mi mamá y me lleve a casa, aunque ya no me quiera como antes”, sentía su lamento en mi fuero interno. Pero ahora la situación global estaba cada día peor, es ese miedo al mortal contagio que hace que la gente se parezca de pronto a un robot de cuerda. Y mi corazón (que no funciona a cuerda) podía intuir que Adán, por su situación de abandono, tal vez no recordaba cuándo fue la última vez que se llenó la panza con un suculento y carnoso hueso nadando en su plato de sopa, algo nunca le hice faltar.
Entonces fue que yo insistí desesperadamente en su búsqueda; primero por donde se hallan los contenedores de basura, que es ahí en donde la gente deposita los desperdicios y restos de comida. También en algunos mercados de abastecimiento que existen por el centro citadino, logrando ver a más quiltros con el paso miedoso, intentando ingresar al lugar. A pesar que, para todos ellos, las puertas permanecerán siempre cerradas, con sus rejas como lanzas o tapiadas con el barro de la indiferencia.
Supuse que Adán no iba a rendirse fácilmente, seguramente porque el hambre es jodida y aprieta mucho más si están vacías las tripas. En tal situación, algo de su instinto perruno le dirá que tendrá que avisparse para cruzar esas puertas y reptar por debajo las piernas que parecen postes. Y así, pacientemente, aguardaría que algún alma caritativa de mandil sanguinolento, que estaba ahora más ocupada troceando sus productos cárnicos sobre el mesón, pueda después arrojarle al hocico alguna menudencia para que se fuera con su hambre a molestar a otro lado.
Otro día más sin mi perro. Otra noche. Una vez más volví a quedarme dormida abrazada a mis remordimientos, con ráfagas de sueño en donde se pasean los días y las semanas. Es como si lo estuviera viendo alargar el pescuezo por ahí para olfatear la comida. Pero me consuela creer que San Roque no habrá de dejarle en total desamparo y, finalmente, Adán encontrará algo para llenarse el buche, algo sobrante que las vendedoras amontonan afuera y junto con la basura cuando se cierran las puertas de los mercados.
Ya volaron dos semanas en el calendario. Hoy me desperté sin el ánimo dominguero de otras veces, pero viendo al responsable de mis desvelos roncando a mi lado como un lirón, sentí que lo odiaba, con nausea, con un rencor mudo, como se odia lo que no se quiere (aunque yo me odiaba más). Así entonces, salté de la cama, serví el desayuno para dos y al rato me fui de compras, pensando en llevarme a casa un tanto de víveres para la semana; pensando también en el inútil de Ernesto y su apetito canino.
Casualmente hice migas con una vendedora de embutidos cuyo tenderete estaba ubicado en la acera de un mercado barrial; ella me contó de un perro mestizo, más parecido a un labrador, talla grande y color café claro, al que había visto anteayer huyendo disparado como un cohete y con una tremenda costilla de res entre sus fauces. Presiento que debió ser él —mi pobre perro—, que una vez adentro, sabía que tenía que hacer lo que hacen otros quiltros cuando se despierta su instinto rapaz. Seguramente tuvo que brincar sobre el mostrador al ver toda esa comida del tamaño de su hambre, que debió haber sido lo mejor que pudo robarse en esta su nueva vida en las calles paceñas.
Después de todo, Adán no era un perro zonzo y es capaz de brincar como los gatos cuando trata de salirse con su gusto —de esto me acordaba por la noche cuando, entre sueños, pude adivinar esto y más de su aventura perruna en el mercado—. Porque siendo así que el hambre camina en cuatro patas, afuera debió también haber otros parias como él (finalmente no era el único huérfano vagando por la vida), que estarían esperándole, dispuestos a birlar su almuerzo; de ser posible con la fuerza y la ley del colmillo. No creo que le diera el cuero como para pelear con toda una jauría y, por lo dicho en boca de la tendera, fue entonces que el muy pillo empezó a correr y correr sin soltar para nada su hueso, con un impulso ciego y galopante. Seguramente porque intuía que había detrás suyo otros quiltros, con su saco de pulgas y su flacura a cuestas.
Confiada estoy de que Adán haya podido escabullirse finalmente, hasta encontrar un lugar seguro para disfrutar el producto de su hurto. O tal vez enterrarlo por ahí —es lo que generalmente suelen hacer los perros, con instinto matrero—; eso le vi hacer muchas veces en el patio de mi casa, muy cerca del arbolito de retama.
En las horas muertas de la tarde, de nuevo me encontraba en casa y esta vez pude acostarme sin sobresalto, con un sueño denso y profundo donde latía su recuerdo en forma de río dormido. Sabiendo que mañana sería otro día y no sin antes hacerme una promesa de continuar su búsqueda luego del trabajo —es como una espina pendiente—, en medio de este surrealismo llamado pandemia donde se pasean los días, los meses, y quizá sean años.
Si alguien sabe algo de mi perro, por favor avíseme cuanto antes. Es mestizo de talla
grande, similar a un labrador, color café claro y responde a su nombre: Adán.
Nunca más volví a verlo en su casita, empotrada en el patio de la casa bajo la sombra de un árbol de retama, con su infaltable plato de comida y agua fresca para él solito. Ahora siento el filo del remordimiento que me hiere el corazón al ver que mi peludo grandulón no volvió a reencontrarse con su mamá (porque su mamá era yo y así lo supe entender viéndome en el espejo de sus ojitos almendrados). Y aunque en unos meses empezó a estirar el espinazo como un caballito de trote, guardo en mi memoria un primer recuerdo de la vez que me lo regalaron y éste se puso a corretear haciendo círculos concéntricos por todo el patio. Luego él, soltando ladridos agudos, intentó decirme algo (estoy segura que fue eso); porque ya con el tiempo, yo supe que mi hijo de cuatro patas estaba aprendiendo a reconocer las voces humanas a medida que iba creciendo, hasta casi alcanzar mi altura, cada vez que ponía sus dos patas delanteras sobre mi pecho.
“Adán es un nombre bonito para un perro bonito, y por eso te llamarás así desde hoy”, le hablé como si se tratara de una personita. Hasta me pareció que le gustó el nombrecito de marras, porque al rato se puso a batir la cola y ladrar más fuerte de tan contento que estaba. Y aunque se piense todavía que los perros no pueden comprender ni pensar como lo hacemos nosotros los humanos, no es verdad, porque ya después ambos aprendimos a comunicarnos y a él solo le faltaba hablar para dejar de ser una simple mascota.
Después cometí el estúpido error de invitar a mi casa a un noviecito del ayer (la vida no quiso regalarme un hijo y me sentía sola en mis cuasi cuarenta), de nombre Ernesto, que llegó a trasnocharse conmigo y luego a meterse entre mis sábanas, como en una bolsa placentaria de la que mejor hubiera sido no haber salido con tantas ínfulas. Porque él también se granjeo su adopción y se quedó a vivir conmigo. A partir de entonces, Adán se puso más inquieto al verlo entrar y salir como Pedro por su casa; así entonces, con ofendido ladrido, empezó a reclamarme como diciendo que “no aceptaba que este greñudo de cara tan fea fuese su papá”. Aparte que el susodicho nunca le hacía cariñitos ni nada, como lo hacía yo.
Adán debió intuir lo que se venía, olfateándole con desconfianza al advenedizo. Tarde pude reaccionar ante la voz imperial de mi novio cuando me habló haciendo referencia a nuestra situación económica, con eso de que “ahora sí nos fregamos, porque ya la plata no alcanzaba y en cualquier momento se podría acabar las reservas para la despensa”. Más aún cuando una desconocida plaga estaba poniendo patas arriba el Planeta y, en consecuencia, arrastrando consigo a miles de almas. Tal contingencia había triplicado los precios de la canasta familiar. Entonces fue que Ernesto impuso su maligna idea de deshacerse del can, diciendo: “Lo siento por él, pero ha llegado el momento de botar a la calle a este perro tragón, que además no hace otra cosa que dejar agujeros por todo el patio y dormir como un gato”.
Ahora siento su perruno recuerdo que me persigue por doquiera que voy, como una sombra flotante, y lo siente más mi corazón, estrujado por el remordimiento. Me duele tanto su ausencia que, ahora, viendo vacía su casita, es cuando lo imagino andando y desandando por el Mundo; solito y solo, hociqueando por las calles. La gente común no siempre es buena —tal vez yo misma figuro en esa escala de valores— y, así como se la ve, su indolencia puede ser un arma letal en muchos casos. Es como si los huérfanos de cuatro patas (como Adán) no fueran seres vivos. Pero son las patadas del hambre que han de dolerles más; por eso mismo, entre sueños —como en un sueño cenagoso y perturbador— creo ver sus ojos perrunos que me siguen reprochando, como diciéndome: “¿Será que de tanto dolerme las tripas me fui volviendo invisible, y será por eso que nadie me quiere?”.
Guardaba la tibia esperanza de que Adán estuviera tratando de reencontrarse conmigo. Por lo mismo, abrumada por el peso de mi conciencia, empecé a pegar carteles con su foto en todo lado —en los postes, las paredes y hasta en las nubes—. Me puse también a trepar las calles y cruzar sus anillos periféricos que se apartaban de mi barrio; a ver si le hallaba, o él a mí (aunque, supongo que ahora le resultaba más difícil reconocerme debido al cubrebocas que todos estamos obligados a usar). Todo podría resultar peor para mi perro, ahora que vaya desatándose la puna invernal sobre la ciudad: creo escuchar sus ladridos, extraviados en algún punto de la noche; lo imagino dando dentelladas a la luna, de tanto pasar hambres; estando como fantasma errante por las calles, pudiera también sufrir de sed y, sumado a eso, el nocturno frío royendo sus pobres huesos.
Cuántas veces me desperté por las noches, llorando en silencio para no incomodar a Ernesto. Intentando retomar el sueño, una y otra vez me volvía a topar con mi perro parlante: “Bueno sería que se aparezca mi mamá y me lleve a casa, aunque ya no me quiera como antes”, sentía su lamento en mi fuero interno. Pero ahora la situación global estaba cada día peor, es ese miedo al mortal contagio que hace que la gente se parezca de pronto a un robot de cuerda. Y mi corazón (que no funciona a cuerda) podía intuir que Adán, por su situación de abandono, tal vez no recordaba cuándo fue la última vez que se llenó la panza con un suculento y carnoso hueso nadando en su plato de sopa, algo nunca le hice faltar.
Entonces fue que yo insistí desesperadamente en su búsqueda; primero por donde se hallan los contenedores de basura, que es ahí en donde la gente deposita los desperdicios y restos de comida. También en algunos mercados de abastecimiento que existen por el centro citadino, logrando ver a más quiltros con el paso miedoso, intentando ingresar al lugar. A pesar que, para todos ellos, las puertas permanecerán siempre cerradas, con sus rejas como lanzas o tapiadas con el barro de la indiferencia.
Supuse que Adán no iba a rendirse fácilmente, seguramente porque el hambre es jodida y aprieta mucho más si están vacías las tripas. En tal situación, algo de su instinto perruno le dirá que tendrá que avisparse para cruzar esas puertas y reptar por debajo las piernas que parecen postes. Y así, pacientemente, aguardaría que algún alma caritativa de mandil sanguinolento, que estaba ahora más ocupada troceando sus productos cárnicos sobre el mesón, pueda después arrojarle al hocico alguna menudencia para que se fuera con su hambre a molestar a otro lado.
Otro día más sin mi perro. Otra noche. Una vez más volví a quedarme dormida abrazada a mis remordimientos, con ráfagas de sueño en donde se pasean los días y las semanas. Es como si lo estuviera viendo alargar el pescuezo por ahí para olfatear la comida. Pero me consuela creer que San Roque no habrá de dejarle en total desamparo y, finalmente, Adán encontrará algo para llenarse el buche, algo sobrante que las vendedoras amontonan afuera y junto con la basura cuando se cierran las puertas de los mercados.
Ya volaron dos semanas en el calendario. Hoy me desperté sin el ánimo dominguero de otras veces, pero viendo al responsable de mis desvelos roncando a mi lado como un lirón, sentí que lo odiaba, con nausea, con un rencor mudo, como se odia lo que no se quiere (aunque yo me odiaba más). Así entonces, salté de la cama, serví el desayuno para dos y al rato me fui de compras, pensando en llevarme a casa un tanto de víveres para la semana; pensando también en el inútil de Ernesto y su apetito canino.
Casualmente hice migas con una vendedora de embutidos cuyo tenderete estaba ubicado en la acera de un mercado barrial; ella me contó de un perro mestizo, más parecido a un labrador, talla grande y color café claro, al que había visto anteayer huyendo disparado como un cohete y con una tremenda costilla de res entre sus fauces. Presiento que debió ser él —mi pobre perro—, que una vez adentro, sabía que tenía que hacer lo que hacen otros quiltros cuando se despierta su instinto rapaz. Seguramente tuvo que brincar sobre el mostrador al ver toda esa comida del tamaño de su hambre, que debió haber sido lo mejor que pudo robarse en esta su nueva vida en las calles paceñas.
Después de todo, Adán no era un perro zonzo y es capaz de brincar como los gatos cuando trata de salirse con su gusto —de esto me acordaba por la noche cuando, entre sueños, pude adivinar esto y más de su aventura perruna en el mercado—. Porque siendo así que el hambre camina en cuatro patas, afuera debió también haber otros parias como él (finalmente no era el único huérfano vagando por la vida), que estarían esperándole, dispuestos a birlar su almuerzo; de ser posible con la fuerza y la ley del colmillo. No creo que le diera el cuero como para pelear con toda una jauría y, por lo dicho en boca de la tendera, fue entonces que el muy pillo empezó a correr y correr sin soltar para nada su hueso, con un impulso ciego y galopante. Seguramente porque intuía que había detrás suyo otros quiltros, con su saco de pulgas y su flacura a cuestas.
Confiada estoy de que Adán haya podido escabullirse finalmente, hasta encontrar un lugar seguro para disfrutar el producto de su hurto. O tal vez enterrarlo por ahí —es lo que generalmente suelen hacer los perros, con instinto matrero—; eso le vi hacer muchas veces en el patio de mi casa, muy cerca del arbolito de retama.
En las horas muertas de la tarde, de nuevo me encontraba en casa y esta vez pude acostarme sin sobresalto, con un sueño denso y profundo donde latía su recuerdo en forma de río dormido. Sabiendo que mañana sería otro día y no sin antes hacerme una promesa de continuar su búsqueda luego del trabajo —es como una espina pendiente—, en medio de este surrealismo llamado pandemia donde se pasean los días, los meses, y quizá sean años.
Si alguien sabe algo de mi perro, por favor avíseme cuanto antes. Es mestizo de talla
grande, similar a un labrador, color café claro y responde a su nombre: Adán.
*Boliviano. Ganador del 2do. Premio Nal. de Cuento “Franz Tamayo”. Editora 3600, 2017, Bolivia. Publicaciones: “Vértigos. El cuento fantástico boliviano”, Editora El Cuervo, 2013, Bolivia. “Cuentos, Zombie II”, Endora Ediciones, 2019, México. “Cuentos eróticos”, Revista Anuket, 2020, Argentina. “Narrativa hispanoamericana”, Revista Ruido blanco, 2020, Perú. “Cuentos distópicos”, Editorial Machente, 2020, Perú. “Cuentos de horror”, Revista Letras y Demonios, 2020, México. “Narrativa y poesía”, Revista Noche Laberinto, 2021, Colombia. “Historiasde horror”, Revista Alas de Cuervo, 2021, México. “Leyendas urbanas”,Revista Licor de Cuervo, 2021, México. “Cuentos varios”, Revista CósmicaFanzine, 2022, México. “Cuentos varios”, Revista Óclesis, 2022, México.
Contacto: WhatsApp +591 77587578. Email: [email protected]
Contacto: WhatsApp +591 77587578. Email: [email protected]