La hacienda del siglo XXI
Fabrizio Daniel Pascacio Vázquez*
Era la casa del tío Joelito una especie de resguardo de cosecha, con matices coloniales. Sus paredes bastante descascaradas dejaban traslucir el material de tierra cruda, adobe y tapia, ya deteriorado por el tiempo. Su enorme patio con columnas de madera muy altas nos recibía siempre al llegar, sosteniendo el techo tejado que daba un aspecto oscuro a los cuartos de alrededor. Nunca vimos más que maíz ahí dentro y, en la parte trasera, había un huerto grande y un pequeño corredor donde estaba todo el rejunte de la tapisca de frijol, casi siempre apilados en montañas de hoja seca donde jugábamos a escalar.
Manuel, era uno de sus hijos medianos, tenía quince años, alto y muy delgado, de cabello negro y lacio, tenía las manos largas y las uñas, con regularidad, con mugre dentro. Su rostro era moreno como la tierra mojada y de rasgos duros.
Solíamos jugar juntos por las tardes, mis abuelos me dejaban ir y venir dentro de la comunidad, apenas unas 500 personas vivían en él. Genaro, primo mío, solía acompañarme muchas veces a hacer mandados que mi abuelita me encargaba. En esas tantas veces, nos quedábamos jugando al fútbol con Manuel que le gustaba porterear, nunca fui tan aficionado al deporte, pero me parecía divertida la idea de jugarlo. La casa de mi tío Joel era grande y podíamos correr, las porterías eran dos piedras y siempre la pelota rebotaba en el troje de la casa de mi tío.
Las tardes eran rojas y se crispaban en el viento eterno de mi infancia, Genaro y yo nos llevábamos apenas tres años. Yo tenía ocho años.
Cuando comenzaba a oscurecer, solo las luces de las casas iluminaban las calles de terracería. Y cuando la profundidad negra alcanzaba al cielo, siempre me pareció que un bote de diamantina le habían tirado, ya que todo el espacio negro resplandecía en estrellas, apenas perceptibles intersticios eternos del cosmos. Entonces, era la hora de regresar a casa de mis abuelos.
— ¿En verdad no tienes miedo a la oscuridad? –preguntó Manuel.
— No, porque no existen los fantasmas –le respondí con voz temblorosa. Siempre de niño el manto blandengue de mi corazón se aceleraba, con ligera hendidura y pesadez cuando habitaba el miedo.
—¡Ya vete! Te van a regañar – me dijo.
Salí con paso veloz. Eran vísperas de día de muertos, los carros de la carretera se oían a lo lejos, las casas de la comunidad tintineaban apenas sus lucecitas tristes y apagadas, ya los siglos carcomidos en penas, el cielo nublado en plena oscuridad, cuando un bulto negro se movió y salió a la calle un sujeto con máscara de diablo de lengua afuera. Asomó, con los pelos desparramados y los ojos hinchados demoníacos se acercó a toparme con viento feroz y voz gruesa.
— ¡aaaaaah, voy a comerte! –Y me tomó por los hombros con sus manos fuertes y rígidas.
Llorando, con la manita empuñada, piernas y brazos endurecidos como un tabloide y mi corazón hendido en miedo, grité llorando:
— ¡Mamaaaaaaaá! ¡Buuuu! ¡Buuuu! –Y repentinamente escuché unas carcajadas debajo de aquella máscara. Manuel se reía y tras de mi aparecía Genaro, muerto en risa.
— ¿Y no que los fantasmas no existen, Danielito? –dijeron con voz burlona, casi unísona.
Corrí hasta casa de mis abuelitos sin poder emitir palabra alguna, con las lágrimas en los ojos secándose sobre mi mejilla, entré a casa a mirar a mi abuelita. Vi la mesa de los santos y una veladora encendida. Mi abuelita se encontraba sentada rezando en voz quedita.
—Mijito, ¿Vas a querer cafecito? –me dijo rápido.
—No abuelita, iré a ver la tele– Respondí agitadamente.
Recuerdo a Tío Joelito que siempre miraba el televisor muy cerca, ya era muy viejo y apenas caminaba, lo recuerdo en sus últimos años, viendo el fútbol al medio día en ese cuarto frío y de azulejos verdes y lisos. Mi tía Flor, siempre en su cocina de madera y en su fogón de piedra, era su saludo usual "¡Buenos días, niño!". Y un beso acompañaba el saludo. Aunque jamás le tomé un cariño profundo.
—¡Buenos días, tío Joel! – Le dije, un día cualquiera y le besé la mejilla.
—Hijito, ¿Cómo estás? –Me miró con sus ojos entrecerrados —Pasá, ay ´ta Manuel. Manueeel, vení –y entre esas paredes cuasi oscuras vibró su voz con eco. — Ya viene. Tu tía, ¿Sabés dónde está?
—¡Gracias, tío! Eh, creo que les tocaba componer hoy en la iglesia.
—¡Ah! – dijo.
Manuel se acercó y me tomó de la mano y me llevó pasando por el patio amplio, la tarde aquel día brillaba como nunca, era un sol claro, como esos cuando reza la tranquilidad en la comunidad, el viento bailaba ligeramente y en silencio algunas varas de maíz cuchicheaban contoneándose entre ellas.
—En el troje está Genaro. Queremos hablarte por lo que pasó aquel día –Marché caminando sin pregunta alguna y entonces miré que el troje era nuestro destino. Entramos, había varios peldaños en el techo del cual colgaba una bicicleta vieja, una carreta para arena sin llanta y algunas monturas, con lazos y muchos costales de henequén y de fibra. En el suelo muchas cajas y al fondo una máquina desgranadora de maíz.
Manuel cerró la puerta y me miró desde su altura, con autoridad.
—A ninguno lo dejaré salir– dijo con voz oscura y queda. No pude construir una oración, sin preguntar por qué. Genaro me miraba extrañado y preocupado.
—Van a hacer lo que les diga o voy a matar a sus papás y no los dejaré salir. No es nada malo, va a ver que les va a gustar.
Mi corazón golpeaba una vez más como aquella oscuridad que me envolvió semanas antes. Intenté salir, pero Manuel no me dejó, quise empujarlo, pero no pude, era como una pesadilla donde las fuerzas vitales se pierden, la capacidad del grito se anula y el horror te envuelve. La espesura recubría mis párpados y un rayo atravesaba mi mente, sudaba frío y Genaro atónito me veía, con la boca abierta, con un shock en los ojos. Mi mano comenzó a tocar la pierna de Manuel, tras su orden, mis rodillas sentían el frío del suelo del troje, húmedo y oloroso a olote, cuero y polvo.
Escuchaba a lo lejos los cuchicheos de mi abuela, pero ella estaba lejos, a una cuadra, a un kilómetro, un día, ¿Por qué no estaba el brazo de mi madre? La luz del sol no me tocaba, me enfriaba y la tarde de medio día se había vuelto profunda y de oscuridad tenebrosa. La cara de Manuel tenía el rostro de la máscara de diablo, era él mismo con su camisa desparramada y pantalón azul de tela vieja al cual me hizo abrirle el cierre. Genaro, sin poder moverse, solo mirando apenas balbuceó y cuando Manuel posó su mano larga, gruesa sobre mi cabeza éste emitió:
— ¿Viste que iba a comerte?
Manuel, era uno de sus hijos medianos, tenía quince años, alto y muy delgado, de cabello negro y lacio, tenía las manos largas y las uñas, con regularidad, con mugre dentro. Su rostro era moreno como la tierra mojada y de rasgos duros.
Solíamos jugar juntos por las tardes, mis abuelos me dejaban ir y venir dentro de la comunidad, apenas unas 500 personas vivían en él. Genaro, primo mío, solía acompañarme muchas veces a hacer mandados que mi abuelita me encargaba. En esas tantas veces, nos quedábamos jugando al fútbol con Manuel que le gustaba porterear, nunca fui tan aficionado al deporte, pero me parecía divertida la idea de jugarlo. La casa de mi tío Joel era grande y podíamos correr, las porterías eran dos piedras y siempre la pelota rebotaba en el troje de la casa de mi tío.
Las tardes eran rojas y se crispaban en el viento eterno de mi infancia, Genaro y yo nos llevábamos apenas tres años. Yo tenía ocho años.
Cuando comenzaba a oscurecer, solo las luces de las casas iluminaban las calles de terracería. Y cuando la profundidad negra alcanzaba al cielo, siempre me pareció que un bote de diamantina le habían tirado, ya que todo el espacio negro resplandecía en estrellas, apenas perceptibles intersticios eternos del cosmos. Entonces, era la hora de regresar a casa de mis abuelos.
— ¿En verdad no tienes miedo a la oscuridad? –preguntó Manuel.
— No, porque no existen los fantasmas –le respondí con voz temblorosa. Siempre de niño el manto blandengue de mi corazón se aceleraba, con ligera hendidura y pesadez cuando habitaba el miedo.
—¡Ya vete! Te van a regañar – me dijo.
Salí con paso veloz. Eran vísperas de día de muertos, los carros de la carretera se oían a lo lejos, las casas de la comunidad tintineaban apenas sus lucecitas tristes y apagadas, ya los siglos carcomidos en penas, el cielo nublado en plena oscuridad, cuando un bulto negro se movió y salió a la calle un sujeto con máscara de diablo de lengua afuera. Asomó, con los pelos desparramados y los ojos hinchados demoníacos se acercó a toparme con viento feroz y voz gruesa.
— ¡aaaaaah, voy a comerte! –Y me tomó por los hombros con sus manos fuertes y rígidas.
Llorando, con la manita empuñada, piernas y brazos endurecidos como un tabloide y mi corazón hendido en miedo, grité llorando:
— ¡Mamaaaaaaaá! ¡Buuuu! ¡Buuuu! –Y repentinamente escuché unas carcajadas debajo de aquella máscara. Manuel se reía y tras de mi aparecía Genaro, muerto en risa.
— ¿Y no que los fantasmas no existen, Danielito? –dijeron con voz burlona, casi unísona.
Corrí hasta casa de mis abuelitos sin poder emitir palabra alguna, con las lágrimas en los ojos secándose sobre mi mejilla, entré a casa a mirar a mi abuelita. Vi la mesa de los santos y una veladora encendida. Mi abuelita se encontraba sentada rezando en voz quedita.
—Mijito, ¿Vas a querer cafecito? –me dijo rápido.
—No abuelita, iré a ver la tele– Respondí agitadamente.
Recuerdo a Tío Joelito que siempre miraba el televisor muy cerca, ya era muy viejo y apenas caminaba, lo recuerdo en sus últimos años, viendo el fútbol al medio día en ese cuarto frío y de azulejos verdes y lisos. Mi tía Flor, siempre en su cocina de madera y en su fogón de piedra, era su saludo usual "¡Buenos días, niño!". Y un beso acompañaba el saludo. Aunque jamás le tomé un cariño profundo.
—¡Buenos días, tío Joel! – Le dije, un día cualquiera y le besé la mejilla.
—Hijito, ¿Cómo estás? –Me miró con sus ojos entrecerrados —Pasá, ay ´ta Manuel. Manueeel, vení –y entre esas paredes cuasi oscuras vibró su voz con eco. — Ya viene. Tu tía, ¿Sabés dónde está?
—¡Gracias, tío! Eh, creo que les tocaba componer hoy en la iglesia.
—¡Ah! – dijo.
Manuel se acercó y me tomó de la mano y me llevó pasando por el patio amplio, la tarde aquel día brillaba como nunca, era un sol claro, como esos cuando reza la tranquilidad en la comunidad, el viento bailaba ligeramente y en silencio algunas varas de maíz cuchicheaban contoneándose entre ellas.
—En el troje está Genaro. Queremos hablarte por lo que pasó aquel día –Marché caminando sin pregunta alguna y entonces miré que el troje era nuestro destino. Entramos, había varios peldaños en el techo del cual colgaba una bicicleta vieja, una carreta para arena sin llanta y algunas monturas, con lazos y muchos costales de henequén y de fibra. En el suelo muchas cajas y al fondo una máquina desgranadora de maíz.
Manuel cerró la puerta y me miró desde su altura, con autoridad.
—A ninguno lo dejaré salir– dijo con voz oscura y queda. No pude construir una oración, sin preguntar por qué. Genaro me miraba extrañado y preocupado.
—Van a hacer lo que les diga o voy a matar a sus papás y no los dejaré salir. No es nada malo, va a ver que les va a gustar.
Mi corazón golpeaba una vez más como aquella oscuridad que me envolvió semanas antes. Intenté salir, pero Manuel no me dejó, quise empujarlo, pero no pude, era como una pesadilla donde las fuerzas vitales se pierden, la capacidad del grito se anula y el horror te envuelve. La espesura recubría mis párpados y un rayo atravesaba mi mente, sudaba frío y Genaro atónito me veía, con la boca abierta, con un shock en los ojos. Mi mano comenzó a tocar la pierna de Manuel, tras su orden, mis rodillas sentían el frío del suelo del troje, húmedo y oloroso a olote, cuero y polvo.
Escuchaba a lo lejos los cuchicheos de mi abuela, pero ella estaba lejos, a una cuadra, a un kilómetro, un día, ¿Por qué no estaba el brazo de mi madre? La luz del sol no me tocaba, me enfriaba y la tarde de medio día se había vuelto profunda y de oscuridad tenebrosa. La cara de Manuel tenía el rostro de la máscara de diablo, era él mismo con su camisa desparramada y pantalón azul de tela vieja al cual me hizo abrirle el cierre. Genaro, sin poder moverse, solo mirando apenas balbuceó y cuando Manuel posó su mano larga, gruesa sobre mi cabeza éste emitió:
— ¿Viste que iba a comerte?
*Nacido el 16 de agosto de 1996, Originario de Comitán de Domínguez, Chiapas. Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Chiapas y en Ciencias de la Educación por la Universidad Valle del Grijalva. Desempeña su labor como docente y escritor. Ha colaborado en trabajos colectivos como el libro Murales y Palabras (Chiapas, 2014), Revista Cultura y arte (Taller Bertolt Brecht, UNACH, 2015) en la Revista “Unión José Revueltas” (FCS-UNACH) y en la Revista Nota al Pie (UAM-I, 2019).