La lengua del cuarto mundo
(Marcas de lectura de una novela sudaca)
Iván Ezequiel Peñoñori
1.
El arte del siglo XX, escribe Eduardo Grüner, es un “campo de batalla y un experimento antropológico. En él se juega el combate por las representaciones del mundo y del sujeto”. Ese combate, “no podría dejar de ser político”. La literatura, entonces, se hace en “lo político”, no tanto porque vislumbre a través del gesto un cambio extratextual, sino porque reconoce que es en esa retórica donde se activan los mecanismos de las pasiones ficcionales modernas, “los vínculos del sujeto con la polis”, “con su lengua y su cultura”. Pero, ¿cuál es la lengua de la polis?; y en todo caso, ¿cuál sería la lengua supeditada al cuarto mundo?; y más aún: ¿cuál sería la lengua de un sujeto periférico y fracturado, roto y puesto en duda como totalidad, como entidad? La identidad, lo idéntico a uno, lo uno en sí, en la novela El cuarto mundo, de la escritora chilena Diamela Eltit, se desdibuja hasta devenir rastros afectivos, huellas semánticas, fluidos endémicos: “era mi padre quien le transfería sus propios deseos” o “recibí el sueño de mi madre de forma intermitente”. Como en el agenciamiento deleuziano, aquí pareciera no haber herencias, sino contagios, epidemias, transferencias, transfusiones, de una práctica familiar. Pero, ¿qué entendemos por familiar? La palabra nos remite a algo sencillo, sin afectación, natural. También, significa que algo fue visto con anterioridad, que ese algo nos resulta “familiar”. Una familia sería, siguiendo el rastro semántico, lo más familiar a lo que podríamos aspirar. Porque la familia es lo doméstico, y porque el sitio de la familia es el lugar de nuestro primer mundo. A pesar de esto, en el texto de Eltit, lo familiar deja de serlo, o, en todo caso, lo familiar es otra cosa. Sea como fuere, lo doméstico, lo “más propio” se verá en crisis, será criticado. El resultado: una familia ajena, extrañada. ¿Dónde más podría comenzar el horror, el terror moderno? Volveremos a esto.
Una segunda interpretación de lo “familiar”, dijimos, era “lo ya visto”. Lo familiar sería una experiencia repetida. Las estructuras ficcionales suelen ser experiencias prefijadas: sabemos quién habla; reconocemos una estructura de novela porque ya la hemos experimentado. Sin embargo, en el texto de Eltit, la ficción, para existir, pareciera necesitar de otros engranajes: las clásicas voces del relato están subvertidas, travestidas, como el personaje del hermano. La primera persona (si acordamos que eso puede existir como tal en el texto de Eltit) se transforma en omnisciente, se desliza. Lo que subsiste es un corrimiento, una constante huida del centro emisor. ¿Quién habla? ¿Acaso importa quién hable? Aquí no se trata tanto de un narrador y de cuentos imaginarios, como de construir una serie de relaciones entre el sentido y la cultura. El lenguaje atraviesa el lugar, el tiempo. El lenguaje “es” el lugar y el tiempo; y es la frontera desdibujada entre los cuerpos. En El cuarto mundo, diría Foucault, “lo imposible no es la vecindad de la cosas, es el sitio mismo en que podrían ser vecinas”. Más que sujetos, percibimos un órgano familiar, que nace, se expande, lucha, se enferma, intenta la autonomía y supervivencia mediante el incesto: "Estamos salvajemente preparados para la extinción. Un pequeño e iluminado grupo familiar maldito." La filiación, el parentesco, estructuras que han preservado el nombre, la memoria, la cultura, están ahora, en el texto, condenadas. Hay un mal de origen. Y sin embargo, resulta interesante ver cómo este artefacto resiste a la anatomopolítica: si definiera los cuerpos, si los describiera, no sólo veríamos sus límites, también habríamos comenzado a disciplinarlos.
2.
Deberíamos, como Eltit, llevar hasta las últimas consecuencias la crisis. De eso pareciera querer hablar el arte luego de lo que nos ocurrió durante el pasado siglo. Cuando Adorno hizo la pregunta que aún nos interroga, la de si se podía escribir poesía después de Auschwitz, sabía que el proyecto humanista se había quebrado. Lo bello había sido lo humano, y lo humano era Auschwitz. ¿Qué le pasó a la estética? ¿Cómo hacer literatura desde estos restos de humanidad? Persistirá, claro, la sospecha. Algo feo había tras lo clásicamente sublime. ¿Qué cosa esconde la ‘transparencia’?, preguntaría años más tarde Judith Butler. Una respuesta: había que escribir, aunque la norma lingüística nos hubiera llevado a la catástrofe. ¿Cómo, entonces, volver a sentir el horror? Alguna vez, Víktor Shklovski dijo que “el objeto no era lo importante.” ¿Qué quería decir con esto? Que la literatura se encarga de extraerle la cualidad propiamente artística al objeto mundano. El lingüista ruso resaltó una técnica: el extrañamiento: procedimiento que logra una nueva forma de ver, de acercarse a la realidad. La idea proviene del concepto de alienación marxista; y éste, a la vez, del de alienación hegeliano. El hombre percibe la realidad de forma alienada debido al lugar que ocupa en la maquinaria productiva. Enrarecer el ojo será, entonces, una nueva forma de liberar las percepciones. Dijimos que Eltit lo hace con lo familiar. Ahí, en la novela, hay extrañamiento. Pero lo hay en la ambigüedad y en la casi nula perspectiva. Lo extraño radica en el vacío descriptivo y en la carencia de coordenadas espaciales diferenciadas: el texto habla constantemente de espacios; es un artefacto de espacios. Pero son sitios que ganamos, que conquistamos, ciegamente, con pulsión, como un feto. Nunca el texto nos revela un “primer plano”. A la vez, lo extraño está construido, también, a partir de un disloque del registro lingüístico. El feto se examina y examina, muchas veces desde la perspectiva de un “estudio de caso”: “Todas las redes fisiológicas de mi madre entraron en estado de alerta ante el hilo de sangre que corría lubricando la salida” o “la fiebre no era simétrica al dolor sino a una extraña suspensión en la que todo, a la vez que posible, era también improbable.” Todo ello traza una pátina de sensaciones construida en el mundo simbólico del lenguaje; detrás, como un eco, está la utopía del cuerpo como unidad. Shklovski ve aquello propiamente artístico en la liberación del objeto y del sujeto de la alienación; Eltit hace algo similar con la familia, “mostrándola” sin “mostrarla”. No olvidemos que la palabra “monstruo” proviene de la misma familia etimológica que “mostrar”. Lo que se ve en el monstruo es algo que tuvo su origen en la naturaleza, pero que está pervertido. El monstruo es, en la historia, un híbrido, un indefinido, algo en desorden, contrahecho, un oxímoron, que se nos muestra de forma real. Para la modernidad, lo ambiguo es inquietante y es monstruoso porque sale de la normalidad, de la normatividad. El contrahecho es el que no define: “mi padre la poseía de un modo perfecto, con la perfección del dolor” o “entendió que el placer era una combinatoria de infinidad de desperdicios”. En estas frases (y en muchas de la novela), uno de los motores de la rareza es la paradoja. Lo paradójico aparece cuando algo aparentemente verdadero carga con una contradicción lógica: dolor y perfección; placer y desperdicios. Aquí hay una simbiosis inconforme, molesta, una unión con cortocircuitos, que siembra duda, incertidumbre, en el espacio “seguro” y “productivo” de la familia. El cuarto mundo o el mundo de un cuarto deviene, entonces, un mundo de lucha, relegado e impuro.
3.
Un sudaca es un sudamericano. El término fue acuñado por el “otro”, en España, durante los setenta. Sudaca proviene del término “sur” o “Sudamérica”, pero también de “sudor”. Un sudaca suda. Un latinoamericano suda. Sudar es eliminar fluidos corporales. Un cuerpo suda. El sudaca, para el “otro” es, fundamentalmente, un cuerpo con fluidos, con secreciones. Mediante esta denominación, el “otro” hace del sudaca un cuerpo cosificado, una cosa, algo único, de un lugar, sexuado, sujeto a instintos, del orden de lo natural, de lo irracional. El sudaca es alguien fuera de la razón. “Sudaca” es un término clasista, que define un lugar de poder del sujeto enunciante y el sitio de la pobreza. “Persiguen aislarnos con la fuerza del desprecio.” El tercer mundo es el lugar que produce sudacas; el cuarto es la cueva del sudor, la casa, el cuerpo. En el seminario 3, dedicado a la psicosis, Lacan afirma: “La experiencia lo prueba: mientras más no significa nada, más indestructible es el significante.” El significante es resignificado históricamente, culturalmente. La historia del significante es la historia de la apropiación de los conceptos. El recorrido de El cuarto mundo será, también, la historia de la apropiación política del término sudaca. Pero, además, el que suda lo hace por esfuerzo. El sudaca trabaja y suda. El que suda, el sacrificado, es un trabajador sudamericano: “Soy víctima de un turbulento complot político en contra de nuestra raza”. Eltit sabe que el concepto de raza está acabado; que se ha usado desde las ciencias sociales para “situar” la dominación; para definir un mapa del poder; y para construir una jerarquización. El lugar desde donde se enuncia hoy es un lugar político y es un lugar fundamentalmente de relaciones. El espacio es un tema muy contemporáneo. Es, quizá, “el” tema contemporáneo. Foucault argumenta, en “Los espacios otros”, que “vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla.” Eltit, por otra parte, dirá que “los cuerpos habitan el mapa textual desde políticas, éticas y estéticas que responden a distintas articulaciones y citan con sus presencias, modos de producción (sociales, económicos y culturales) enclavados en diversas realidades”. En ambos casos, el espacio es algo acentuado de forma recurrente. Pero, ¿cómo se define un espacio sin descripción? Dejemos por un momento de lado la forma tradicional de ver. La ecolocación es el modo de ubicación utilizado por los murciélagos. Consiste en el reflejo del sonido, en un sonar activo. La onda rebota en el espacio y en el otro, dándole al animal ciego, coordenadas espaciales. En el artefacto Eltit, la distancia está en el choque de las ondas emitidas: “Se me otorgó el nombre de mi padre”; “cuando me llamaba, yo volvía mi rostro hacia él, no como respuesta sino por creer que se nombraba a sí mismo.” Así, la cueva del sudaca, El cuarto mundo, se percibe como un sitio con las profundidades alcanzadas por la materia fónica.
4.
Pero volvamos a ese entramado de huellas, de registros lingüísticos dislocados (los lingüistas y la técnica literaria estratifican los registros, la adecuación de la lengua, en lugares, edades, clases sociales; adecuación que en el texto de Eltit se pierde, se extravía, se fuga, escapando a cualquier posible definición, de fijación, de norma). Volvamos, entonces, a los campos semánticos, a los campos de sentido lingüístico y al entrecruzamiento de lenguajes, de discursos. Porque el lenguaje familiar es invadido, es penetrado, penetrando, también, los cuerpos. “El cuerpo como diseño social, como mapa discursivo y elocuente para establecer construcciones de sentido, continúa imperturbable su recorrido en tanto agudo campo de prueba de los sistemas sociales” dirá Eltit. Un mapa discursivo que se verá atravesado por lo sentimental, por lo mercantil, por lo psicológico, por lo político: “El dinero caído del cielo entra directo por los genitales”, dice la narradora de la segunda parte de El cuarto mundo, mercantilizando los órganos reproductivos, y revelando las relaciones interdiscursivas de una familia de la periferia acosada por “la nación más poderosa del mundo”. Es una diálectica negativa; una dialéctica del diálogo afiebrado moderno; una novela no novela que sale a la venta para no ser vendida; y un lenguaje que, como afirmara Beckett, poco sirve para decir, pero que sin embargo no puede parar de hacerlo. En El cuarto mundo, Diamela Eltit expone una forma negativa de escritura, travestida, marginal, que sigue parloteando desde la frontera del sistema y del habla.
El arte del siglo XX, escribe Eduardo Grüner, es un “campo de batalla y un experimento antropológico. En él se juega el combate por las representaciones del mundo y del sujeto”. Ese combate, “no podría dejar de ser político”. La literatura, entonces, se hace en “lo político”, no tanto porque vislumbre a través del gesto un cambio extratextual, sino porque reconoce que es en esa retórica donde se activan los mecanismos de las pasiones ficcionales modernas, “los vínculos del sujeto con la polis”, “con su lengua y su cultura”. Pero, ¿cuál es la lengua de la polis?; y en todo caso, ¿cuál sería la lengua supeditada al cuarto mundo?; y más aún: ¿cuál sería la lengua de un sujeto periférico y fracturado, roto y puesto en duda como totalidad, como entidad? La identidad, lo idéntico a uno, lo uno en sí, en la novela El cuarto mundo, de la escritora chilena Diamela Eltit, se desdibuja hasta devenir rastros afectivos, huellas semánticas, fluidos endémicos: “era mi padre quien le transfería sus propios deseos” o “recibí el sueño de mi madre de forma intermitente”. Como en el agenciamiento deleuziano, aquí pareciera no haber herencias, sino contagios, epidemias, transferencias, transfusiones, de una práctica familiar. Pero, ¿qué entendemos por familiar? La palabra nos remite a algo sencillo, sin afectación, natural. También, significa que algo fue visto con anterioridad, que ese algo nos resulta “familiar”. Una familia sería, siguiendo el rastro semántico, lo más familiar a lo que podríamos aspirar. Porque la familia es lo doméstico, y porque el sitio de la familia es el lugar de nuestro primer mundo. A pesar de esto, en el texto de Eltit, lo familiar deja de serlo, o, en todo caso, lo familiar es otra cosa. Sea como fuere, lo doméstico, lo “más propio” se verá en crisis, será criticado. El resultado: una familia ajena, extrañada. ¿Dónde más podría comenzar el horror, el terror moderno? Volveremos a esto.
Una segunda interpretación de lo “familiar”, dijimos, era “lo ya visto”. Lo familiar sería una experiencia repetida. Las estructuras ficcionales suelen ser experiencias prefijadas: sabemos quién habla; reconocemos una estructura de novela porque ya la hemos experimentado. Sin embargo, en el texto de Eltit, la ficción, para existir, pareciera necesitar de otros engranajes: las clásicas voces del relato están subvertidas, travestidas, como el personaje del hermano. La primera persona (si acordamos que eso puede existir como tal en el texto de Eltit) se transforma en omnisciente, se desliza. Lo que subsiste es un corrimiento, una constante huida del centro emisor. ¿Quién habla? ¿Acaso importa quién hable? Aquí no se trata tanto de un narrador y de cuentos imaginarios, como de construir una serie de relaciones entre el sentido y la cultura. El lenguaje atraviesa el lugar, el tiempo. El lenguaje “es” el lugar y el tiempo; y es la frontera desdibujada entre los cuerpos. En El cuarto mundo, diría Foucault, “lo imposible no es la vecindad de la cosas, es el sitio mismo en que podrían ser vecinas”. Más que sujetos, percibimos un órgano familiar, que nace, se expande, lucha, se enferma, intenta la autonomía y supervivencia mediante el incesto: "Estamos salvajemente preparados para la extinción. Un pequeño e iluminado grupo familiar maldito." La filiación, el parentesco, estructuras que han preservado el nombre, la memoria, la cultura, están ahora, en el texto, condenadas. Hay un mal de origen. Y sin embargo, resulta interesante ver cómo este artefacto resiste a la anatomopolítica: si definiera los cuerpos, si los describiera, no sólo veríamos sus límites, también habríamos comenzado a disciplinarlos.
2.
Deberíamos, como Eltit, llevar hasta las últimas consecuencias la crisis. De eso pareciera querer hablar el arte luego de lo que nos ocurrió durante el pasado siglo. Cuando Adorno hizo la pregunta que aún nos interroga, la de si se podía escribir poesía después de Auschwitz, sabía que el proyecto humanista se había quebrado. Lo bello había sido lo humano, y lo humano era Auschwitz. ¿Qué le pasó a la estética? ¿Cómo hacer literatura desde estos restos de humanidad? Persistirá, claro, la sospecha. Algo feo había tras lo clásicamente sublime. ¿Qué cosa esconde la ‘transparencia’?, preguntaría años más tarde Judith Butler. Una respuesta: había que escribir, aunque la norma lingüística nos hubiera llevado a la catástrofe. ¿Cómo, entonces, volver a sentir el horror? Alguna vez, Víktor Shklovski dijo que “el objeto no era lo importante.” ¿Qué quería decir con esto? Que la literatura se encarga de extraerle la cualidad propiamente artística al objeto mundano. El lingüista ruso resaltó una técnica: el extrañamiento: procedimiento que logra una nueva forma de ver, de acercarse a la realidad. La idea proviene del concepto de alienación marxista; y éste, a la vez, del de alienación hegeliano. El hombre percibe la realidad de forma alienada debido al lugar que ocupa en la maquinaria productiva. Enrarecer el ojo será, entonces, una nueva forma de liberar las percepciones. Dijimos que Eltit lo hace con lo familiar. Ahí, en la novela, hay extrañamiento. Pero lo hay en la ambigüedad y en la casi nula perspectiva. Lo extraño radica en el vacío descriptivo y en la carencia de coordenadas espaciales diferenciadas: el texto habla constantemente de espacios; es un artefacto de espacios. Pero son sitios que ganamos, que conquistamos, ciegamente, con pulsión, como un feto. Nunca el texto nos revela un “primer plano”. A la vez, lo extraño está construido, también, a partir de un disloque del registro lingüístico. El feto se examina y examina, muchas veces desde la perspectiva de un “estudio de caso”: “Todas las redes fisiológicas de mi madre entraron en estado de alerta ante el hilo de sangre que corría lubricando la salida” o “la fiebre no era simétrica al dolor sino a una extraña suspensión en la que todo, a la vez que posible, era también improbable.” Todo ello traza una pátina de sensaciones construida en el mundo simbólico del lenguaje; detrás, como un eco, está la utopía del cuerpo como unidad. Shklovski ve aquello propiamente artístico en la liberación del objeto y del sujeto de la alienación; Eltit hace algo similar con la familia, “mostrándola” sin “mostrarla”. No olvidemos que la palabra “monstruo” proviene de la misma familia etimológica que “mostrar”. Lo que se ve en el monstruo es algo que tuvo su origen en la naturaleza, pero que está pervertido. El monstruo es, en la historia, un híbrido, un indefinido, algo en desorden, contrahecho, un oxímoron, que se nos muestra de forma real. Para la modernidad, lo ambiguo es inquietante y es monstruoso porque sale de la normalidad, de la normatividad. El contrahecho es el que no define: “mi padre la poseía de un modo perfecto, con la perfección del dolor” o “entendió que el placer era una combinatoria de infinidad de desperdicios”. En estas frases (y en muchas de la novela), uno de los motores de la rareza es la paradoja. Lo paradójico aparece cuando algo aparentemente verdadero carga con una contradicción lógica: dolor y perfección; placer y desperdicios. Aquí hay una simbiosis inconforme, molesta, una unión con cortocircuitos, que siembra duda, incertidumbre, en el espacio “seguro” y “productivo” de la familia. El cuarto mundo o el mundo de un cuarto deviene, entonces, un mundo de lucha, relegado e impuro.
3.
Un sudaca es un sudamericano. El término fue acuñado por el “otro”, en España, durante los setenta. Sudaca proviene del término “sur” o “Sudamérica”, pero también de “sudor”. Un sudaca suda. Un latinoamericano suda. Sudar es eliminar fluidos corporales. Un cuerpo suda. El sudaca, para el “otro” es, fundamentalmente, un cuerpo con fluidos, con secreciones. Mediante esta denominación, el “otro” hace del sudaca un cuerpo cosificado, una cosa, algo único, de un lugar, sexuado, sujeto a instintos, del orden de lo natural, de lo irracional. El sudaca es alguien fuera de la razón. “Sudaca” es un término clasista, que define un lugar de poder del sujeto enunciante y el sitio de la pobreza. “Persiguen aislarnos con la fuerza del desprecio.” El tercer mundo es el lugar que produce sudacas; el cuarto es la cueva del sudor, la casa, el cuerpo. En el seminario 3, dedicado a la psicosis, Lacan afirma: “La experiencia lo prueba: mientras más no significa nada, más indestructible es el significante.” El significante es resignificado históricamente, culturalmente. La historia del significante es la historia de la apropiación de los conceptos. El recorrido de El cuarto mundo será, también, la historia de la apropiación política del término sudaca. Pero, además, el que suda lo hace por esfuerzo. El sudaca trabaja y suda. El que suda, el sacrificado, es un trabajador sudamericano: “Soy víctima de un turbulento complot político en contra de nuestra raza”. Eltit sabe que el concepto de raza está acabado; que se ha usado desde las ciencias sociales para “situar” la dominación; para definir un mapa del poder; y para construir una jerarquización. El lugar desde donde se enuncia hoy es un lugar político y es un lugar fundamentalmente de relaciones. El espacio es un tema muy contemporáneo. Es, quizá, “el” tema contemporáneo. Foucault argumenta, en “Los espacios otros”, que “vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla.” Eltit, por otra parte, dirá que “los cuerpos habitan el mapa textual desde políticas, éticas y estéticas que responden a distintas articulaciones y citan con sus presencias, modos de producción (sociales, económicos y culturales) enclavados en diversas realidades”. En ambos casos, el espacio es algo acentuado de forma recurrente. Pero, ¿cómo se define un espacio sin descripción? Dejemos por un momento de lado la forma tradicional de ver. La ecolocación es el modo de ubicación utilizado por los murciélagos. Consiste en el reflejo del sonido, en un sonar activo. La onda rebota en el espacio y en el otro, dándole al animal ciego, coordenadas espaciales. En el artefacto Eltit, la distancia está en el choque de las ondas emitidas: “Se me otorgó el nombre de mi padre”; “cuando me llamaba, yo volvía mi rostro hacia él, no como respuesta sino por creer que se nombraba a sí mismo.” Así, la cueva del sudaca, El cuarto mundo, se percibe como un sitio con las profundidades alcanzadas por la materia fónica.
4.
Pero volvamos a ese entramado de huellas, de registros lingüísticos dislocados (los lingüistas y la técnica literaria estratifican los registros, la adecuación de la lengua, en lugares, edades, clases sociales; adecuación que en el texto de Eltit se pierde, se extravía, se fuga, escapando a cualquier posible definición, de fijación, de norma). Volvamos, entonces, a los campos semánticos, a los campos de sentido lingüístico y al entrecruzamiento de lenguajes, de discursos. Porque el lenguaje familiar es invadido, es penetrado, penetrando, también, los cuerpos. “El cuerpo como diseño social, como mapa discursivo y elocuente para establecer construcciones de sentido, continúa imperturbable su recorrido en tanto agudo campo de prueba de los sistemas sociales” dirá Eltit. Un mapa discursivo que se verá atravesado por lo sentimental, por lo mercantil, por lo psicológico, por lo político: “El dinero caído del cielo entra directo por los genitales”, dice la narradora de la segunda parte de El cuarto mundo, mercantilizando los órganos reproductivos, y revelando las relaciones interdiscursivas de una familia de la periferia acosada por “la nación más poderosa del mundo”. Es una diálectica negativa; una dialéctica del diálogo afiebrado moderno; una novela no novela que sale a la venta para no ser vendida; y un lenguaje que, como afirmara Beckett, poco sirve para decir, pero que sin embargo no puede parar de hacerlo. En El cuarto mundo, Diamela Eltit expone una forma negativa de escritura, travestida, marginal, que sigue parloteando desde la frontera del sistema y del habla.