Las abuelas
Eve Gil
Yo tuve dos infancias. Y dos abuelas: una buena y otra mala. La presencia de una y la omnisciencia de de la otra hicieron que la historia de mis pocos años se escribiera bifurcadamente, al grado de hacer de mí dos niñas opuestas, una que amaba, otra que odiaba.
Mi abuela buena era la abuela de mis vacaciones, la materna, claro. En la escuela yo no hacía más que contar los días que faltaban para las treguas de agosto y de diciembre. Me esforzaba para sacar adelante el grado en curso, de tal suerte que no se me regateara el premio de volar a sus brazos, moldeados a fuerza de las tortillas de harina del tamaño de un mantel que forjaba desde chiquita, y el hecho de que viviera en una casona donde pasaban cosas raras era un encanto adicional. Mi abuela buena atraía espíritus chocarreros. De niña vio unas patas de macho cabrío pendiendo, estremecidas y peludas de la copa de un árbol, y yo siempre diciendo: anda Mamá, anda, vuélveme a platicar la historia de las patas peludas, anda...
—Mamá —le dije un día, mientras ella peinaba mi cabellera en dos hinchadas trenzas negras que le remitían a su madre, una india mayo — ¿Por qué no escribes tus historias?
La respuesta, recuerdo, demoró en llegar:
—Porque no sé escribir—confesó fresca, casi digna, sin vergüenza.
Yo, la verdad, solo he visto dos fantasmas: yo y otro. Me explico: a principios de agosto, que es cuando el calor de Hermosillo se eleva por encima de todos los termómetros, alguien tocó a la puerta. Yo tenía la costumbre de asomarme a la ventana antes de abrir.
— ¿Quién es, María? —preguntó extrañada mi abuela buena, la única que usaba mi segundo nombre, el que irónicamente honra a mi abuela mala.
—Es un señor viejito con esmoquin negro, sombrilla... y sin pies—no hice más que describirle lo que veía. Un señor de unos setenta años, militarmente erguido, de calva rosada y algunos mechones como de pelo de ángel.
Mi abuela buena, obviamente, se rió: ¡Tú y tus bromas, María!, ¿esmoquin? ¿Sombrilla?... ¡Y sin pies!, ¿cómo hace el buen hombre para no caerse? Abrió sonriente mi abuela buena. Y no había nadie cuando abrió, nadie. Luego me abrazó.
En Hermosillo yo era una niña y en la Ciudad de México, otra. La de Hermosillo se rellenaba como pavo navideño debido a su afición por las papas gigantes con chorizo especialidad de mi abuela buena, y los chemisses que son unos raspados como icebergs, con bolas de nieve y bañados de caramelo. La María de Hermosillo andaba descalza sobre el asfalto caliente: empecé imitando a mis primos y a mis amiguitas del barrio. Al principio arde, arde mucho, pero va desarrollando una un callo protector y es casi como andar en zapatos.
La niña que era en la ciudad de México, la de la abuela mala, hubiera contemplado con repugnancia a aquellos niños descalzos. No porque lo sintiera realmente, sino porque había que acoplarse a los usos y costumbres de las ricachonas de mi escuela. Con ellas no se podía hablar de la abuela buena, la que me forjaba trenzas, estrangulaba gallinas y hacía tortillas como manteles: me habrían juzgado naca. Las abuelas de mis compañeritas eran como mi abuela mala: reclusas en mansiones de tres plantas, recibiendo a diario al fisioterapeuta, presumiendo la heráldica con los visitantes. Nunca un abrazo ni un beso... ya no hablemos de corretear ni de hacer piojitos.
Mi abuela mala, la paterna, era quien salía a relucir en mis conversaciones elevadas. Asturiana, viuda de revolucionario, padecía insensibilidad en los cachetes a consecuencia de un coraje que la hizo pasar mi abuelo. Siempre evité mencionar lo que pudiera desvirtuar su reputación y, por ende, la mía. Por ejemplo, su nexo umbilical con el Médico Asesino, al que dio por muerto cuando optó por colgar en la pared su brillante futuro como cirujano y dedicarse de lleno a la lucha libre, su pasión. Mi papá, que nunca osó contradecirla, renunció a su sueño de estudiar cine y se graduó como ingeniero automotriz, aunque compensaría sus inclinaciones cinéfilas comprando el cinito de la esquina.
Era yo más niña cuando, con aires de misterio, mi mamá me mostró una revista de hojas cenicientas (La familia, año 1953); abrió por la mitad aquella reliquia poblada de señoras gordas y antiguas y señaló una foto verdosa en la que aparecían dos parejas: altivas y adustas las señoras. Gesto grave los señores, adormilado uno de ellos, el que lucía uniforme militar colmado de condecoraciones.
—Adivina quienes son...—canturreó mi madre.
—Este señor sale en mi libro de texto —lo señalé.
—Ah, es el ex presidente Ruíz Cortínez... y esta es su esposa, la madame (¿Por qué madame?, pregunté insidiosa. Mamá esquivó la respuesta y prosiguió:) Y estos... Tus Abuelos —su tono triunfal, tirando a solemne. Y cómo no, si la aristocracia les salía hasta por las narices a ese par, sobre todo a ella. Confieso que me abrumaron los deseos de abrazarla... no porque me enterneciera, qué va, sino porque, a juzgar por su ceño arrogante, su boquita pintada en forma de corazón y la infrahumana faja que le hacía bustazo y cinturitita, montaría en cólera ante cualquier muestra de afecto que desarreglara su crepé de abuelita del cine nacional.
Ese mismo fin de semana llamé a mi abuela mala. Busqué su número en el listín telefónico. Pensaba decirle: “Abuela, qué fea es usted...”
— ¿Diga? —respondió una voz femenina, grave, altiva, de marcado acento ibérico. No me dio un vuelco el corazón ni mucho menos, solo me sorprendió que no contestara un ama de llaves como en las películas.
—Buenas tardes —dije, alardeando de buena educación — ¿Es usted doña María?
— ¿Quién allá? —respondió con impecable acento y un cuidado extremo en cada palabra, como temiendo perder los dientes.
—Soy yo, abuela, tu nietita...
Y colgó. ¡La pinche vieja me colgó! Pues... ¿qué diablos esperabas?, me recriminé, ¿que la vieja rompiera en llanto diciendo “¡Oh, eres tú, mi adorada nietita, mi heredera, sangre de mi sangre...he esperado tanto este momento...!
Mi papá contaba la siguiente anécdota como si fuera un chiste: un día dejó una foto mía sobre la alfombra. En dicha foto aparecía yo al añito de edad, adormilada sobre unos cojines, al lado del tocadiscos Philco donde, dice mi mamá, repetía yo una y otra vez una canción de Raphael. Tal y como él calculó, su quisquillosa madre que cuidaba sus alfombras persas como a unas mascotas no tardó en reparar en la basurilla, ¿qué hace aquí esta foto tuya, Juan Manuel?, el color blanco nunca te ha sentado bien... y jura mi padre que la vieja miró con amor la foto, o con nostalgia, no recuerdo bien, hasta que él quebrantó el encanto: no soy yo, madre, es mi hija pequeña. ¿Verdad que es igualita a mí? La pinche vieja le extendió la foto de vuelta diciendo: no sé a qué te refieres, Juan Manuel, tú no tienes hijas...
Me propuse entonces hacerle la vida cuadros a mi abuela mala, negadora. Le hice llamadas en las que me limitaba a respirar densamente en la bocina y no pocas veces dejé mensajes afectuosos en su contestadora:
“Abuela: eres una franquista de mierda, una burguesa frígida, ¿crees que no se en lo que andas, eh? ¿Qué pensarían tus amistades y las Damas de la Vela Perpetua si supieran?
En realidad no tenía idea del acto vergonzante en que se suponía había emboscado a mi abuela mala, pero sin duda tendría una larga cola que pisar: quería torturarla, como si fuera posible torturar a un maniquí… que tampoco tendría nada debajo de las faldas, vieja cabrona… quería que su conciencia, si la tenía, le hablara con mi voz, la voz de su nietita.
Mi abuela mala se libraba de mi acoso sólo cuando yo volaba a los fornidos brazos de mi abuela buena. Entonces, olvidaba por completo a la otra. Y de nuevo me convertía en una niña gordota y feliz que cazaba cigarras, lamía la nariz del perro, desplumaba gallinas, se atiborraba de Chemisses y Rielitos (dulce de tamarindo en forma de riel); se subía a las copas de los árboles a devorar cañas y limas y arrojar piedras a los transeúntes; rayoneaba con plumín la caparazón de Ava, su tortuga; se ponía una escafandra para chapotear en la fuente y no se dormía si antes su abuela buena no le narraba sus historias demoníacas, ¡anda mamá, anda, vuélveme a contar de cuando viste las patas del diablo! Pero de regreso a la City, a la menor señal de aburrimiento, me entraba la urgencia de fastidiar a mi abuela mala. Lo curioso es que papá, que era un pinche Edipo, nunca hizo la menor alusión a los ataques de que era víctima su progenitora, como si ella nunca lo hubiera mencionado. ¿Será que en el fondo la vieja psicópata lo disfruta?, me preguntaba al dibujar una abuela untada en el pavimento, con crucecitas en vez de ojos.
Ese día llamé dispuesta a insultarla, con la diferencia de que esta vez la azuzaría para que me contestara de una maldita vez; que me dijera: puerca, bastarda, hija de la gran puta, te voy a matar... Que me hiciera sentir un poco viva, pues…
— ¿Diga?
— ¡Abuela puta!
Contuve el aliento con la esperanza de averiguar como pronunciaba otra palabra que no fuera “diga”... y nada. Supe que ahí continuaba porque percibía su acompasada, dulce respiración. Casi podía olerla: geranios y mentol. Más aún: la veía. Parecía tranquila, más marmórea que las Victorias de Samotracia que tenía el vicio de coleccionar.
— ¡Eres una puta! —Ataqué de nuevo con mayor rabia — ¡Una maldita morsa abotagada llena de celulitis y dientes postizos!
Nada. Ahí permanecía mi abuela mala. Atenta. Aburrida, quizá. Tal vez por atención a su nieta no colgaba. Me pareció incluso que encendía su pipa (papá hablaba mucho de esa pipa que él le había traído de Grecia; con caras de los dioses ferozmente talladas); claramente escuché el sonido del tabaco al prenderse, incluso la primera inhalación, suave y prolongada.
—Usas faja porque tu estómago es un acordeón, hace tres años te operaron los juanetes... ¿crees que no lo sé?, y cada seis meses te inyectan algo para plancharte las arrugas... tu hijito nos ha contado todo eso y más. No sabes cómo nos hemos reído a tus costillas, vieja chaquetera...
Una nueva exhalación, plácida, deleitosa, como si fumara en medio de una playa paradisíaca y no con un auricular entre oreja y hombro y una mocosa gritándole majaderías.
— ¿Recuerdas el día del velorio de mi abuelo, tu esposo? ¿Eh, abuela? Ese día se te enchuecó la boca al ver a todas esas enlutadas desfilar ante el féretro; algunas, incluso, acarreando niños. Todas, sin excepción, se abrazaron a él llorando a gritos y tú, que careces de imaginación, no comprendías nada. Cuando te acercaste a averiguar se declararon viudas del General Castillo y no supiste para donde voltear: eras el centro de las miradas de políticos, embajadores... hasta el presidente de la república estaba ahí. Te quedaste muda, pelando chicos ojotes. De pronto, como si dejaras de existir, mis abuelastras se miraron entre sí y empezaron a echarse en cara el estarse usurpando. Cada una se creía la legítima, como si nunca hubieran oído hablar de ti, de madame Castillo, y se armó la batalla campal entre las siete viudas de mi abuelo que mutuamente se arrancaron los velos, rasguñándose las caras, escupiéndose, llamándose “putas” unas a otras frente a tan distinguida clientela. Mis tíos bastardos comenzaron a berrear y a llorar ante el indecoroso espectáculo de sus madres, y tú caíste fulminada por la vergüenza...y chueca…
Silencio. Exhaló otra vez, resignada.
—Para ti, el orgullo de casta siempre ha sido lo primero. Sin ningún remordimiento te deshiciste del hijo que te avergonzada ante tus amistades: el Médico Asesino, y de un día para otro ya no tenías seis hijos, sino cinco. Así decías: solo tuve cinco hijos. Del mismo modo has fingido que no existieron las queridas de mi abuelo, y mucho menos sus numerosos bastardos... ¡Has fingido que no existo yo!
Se me quebró la voz. Me sentí estúpida. Experimenté un súbito picor en los ojos. Mi abuela mala seguía del otro lado, arrojando humo a mi oído.
—Dime —insistí, moqueando — ¿Cómo haces para fingir que no tuviste nieta, eh? ¿Nunca te preguntaste, al menos por malsana curiosidad, si me parecería a ti, si no sería mejor compañía que los abrigos de pieles y las manicuristas estúpidas a las que cacheteas? ¿Si sería lo bastante inteligente para mantener una conversación a tu altura? ¿Si era gorda o flaca, güera o morena, alta o chaparra? ¿Qué clase de abuela eres que has dado por muerta a tu nieta pequeña sin darle oportunidad de ganarse tu corazón… ni siquiera ahora?
Seguía fumando, pensativa acaso, pero muda... muda como mármol.
— ¡Finalmente no te necesito! —Le grité — ¿Para que me serviría tener una abuela ridícula y torpe como tú, eh? Una abuela que se deshace de lo que le avergüenza como si fuera basura... que se avergüenza de mí. Si nunca me has querido, yo menos... el día que te mueras voy a hacer una fiesta, bailaré sobre tu tumba, le diré al mundo que te odio, que me avergüenzo de llevar tu sangre, que si pudiera, me la sacaría, hasta la última gota, ¡aghhhh, abuela, cómo te odio, como te...!
Por toda respuesta, mi abuela mala colgó suavemente, como si en el fondo temiera lastimar mis sentimientos... y yo ya no tuve fuerzas para volver a marcar… no… el auricular había caído de mis manos... ¿cuales manos?, no siento los dedos... ¡No tengo dedos!... se han esfumado las lunitas en cuarto menguante de mis uñas, que dice mi mamá, son antojos insatisfechos... ¡no las veo!... no hay manos, no hay uñas... no hay lunas… ¿Cómo tenerlas si no traigo sangre?... ni venas, ni huesos, ni cara. Para mi abuela mala soy tan fantasmal como para mí el viejito del esmoquin y la sombrilla... Qué digo... al viejito del esmoquin lo vi, mi abuela mala no me ve... si acaso escucha mi llanto y se ha habituado a él, porque de sorda, nada.
De lo único que estoy segura es de que no siente el menor remordimiento por lo que nos hizo, por lo que nos ha provocado… porque ella siempre se deshace de los hijos y de los nietos que amenazan su reputación, y desde entonces tengo que conformarme con dejarme querer por la única abuela que a diario cubre de besos y lágrimas el retrato de su nietita arrollada por un Lamborghini de ocho puertas…
Mi abuela buena era la abuela de mis vacaciones, la materna, claro. En la escuela yo no hacía más que contar los días que faltaban para las treguas de agosto y de diciembre. Me esforzaba para sacar adelante el grado en curso, de tal suerte que no se me regateara el premio de volar a sus brazos, moldeados a fuerza de las tortillas de harina del tamaño de un mantel que forjaba desde chiquita, y el hecho de que viviera en una casona donde pasaban cosas raras era un encanto adicional. Mi abuela buena atraía espíritus chocarreros. De niña vio unas patas de macho cabrío pendiendo, estremecidas y peludas de la copa de un árbol, y yo siempre diciendo: anda Mamá, anda, vuélveme a platicar la historia de las patas peludas, anda...
—Mamá —le dije un día, mientras ella peinaba mi cabellera en dos hinchadas trenzas negras que le remitían a su madre, una india mayo — ¿Por qué no escribes tus historias?
La respuesta, recuerdo, demoró en llegar:
—Porque no sé escribir—confesó fresca, casi digna, sin vergüenza.
Yo, la verdad, solo he visto dos fantasmas: yo y otro. Me explico: a principios de agosto, que es cuando el calor de Hermosillo se eleva por encima de todos los termómetros, alguien tocó a la puerta. Yo tenía la costumbre de asomarme a la ventana antes de abrir.
— ¿Quién es, María? —preguntó extrañada mi abuela buena, la única que usaba mi segundo nombre, el que irónicamente honra a mi abuela mala.
—Es un señor viejito con esmoquin negro, sombrilla... y sin pies—no hice más que describirle lo que veía. Un señor de unos setenta años, militarmente erguido, de calva rosada y algunos mechones como de pelo de ángel.
Mi abuela buena, obviamente, se rió: ¡Tú y tus bromas, María!, ¿esmoquin? ¿Sombrilla?... ¡Y sin pies!, ¿cómo hace el buen hombre para no caerse? Abrió sonriente mi abuela buena. Y no había nadie cuando abrió, nadie. Luego me abrazó.
En Hermosillo yo era una niña y en la Ciudad de México, otra. La de Hermosillo se rellenaba como pavo navideño debido a su afición por las papas gigantes con chorizo especialidad de mi abuela buena, y los chemisses que son unos raspados como icebergs, con bolas de nieve y bañados de caramelo. La María de Hermosillo andaba descalza sobre el asfalto caliente: empecé imitando a mis primos y a mis amiguitas del barrio. Al principio arde, arde mucho, pero va desarrollando una un callo protector y es casi como andar en zapatos.
La niña que era en la ciudad de México, la de la abuela mala, hubiera contemplado con repugnancia a aquellos niños descalzos. No porque lo sintiera realmente, sino porque había que acoplarse a los usos y costumbres de las ricachonas de mi escuela. Con ellas no se podía hablar de la abuela buena, la que me forjaba trenzas, estrangulaba gallinas y hacía tortillas como manteles: me habrían juzgado naca. Las abuelas de mis compañeritas eran como mi abuela mala: reclusas en mansiones de tres plantas, recibiendo a diario al fisioterapeuta, presumiendo la heráldica con los visitantes. Nunca un abrazo ni un beso... ya no hablemos de corretear ni de hacer piojitos.
Mi abuela mala, la paterna, era quien salía a relucir en mis conversaciones elevadas. Asturiana, viuda de revolucionario, padecía insensibilidad en los cachetes a consecuencia de un coraje que la hizo pasar mi abuelo. Siempre evité mencionar lo que pudiera desvirtuar su reputación y, por ende, la mía. Por ejemplo, su nexo umbilical con el Médico Asesino, al que dio por muerto cuando optó por colgar en la pared su brillante futuro como cirujano y dedicarse de lleno a la lucha libre, su pasión. Mi papá, que nunca osó contradecirla, renunció a su sueño de estudiar cine y se graduó como ingeniero automotriz, aunque compensaría sus inclinaciones cinéfilas comprando el cinito de la esquina.
Era yo más niña cuando, con aires de misterio, mi mamá me mostró una revista de hojas cenicientas (La familia, año 1953); abrió por la mitad aquella reliquia poblada de señoras gordas y antiguas y señaló una foto verdosa en la que aparecían dos parejas: altivas y adustas las señoras. Gesto grave los señores, adormilado uno de ellos, el que lucía uniforme militar colmado de condecoraciones.
—Adivina quienes son...—canturreó mi madre.
—Este señor sale en mi libro de texto —lo señalé.
—Ah, es el ex presidente Ruíz Cortínez... y esta es su esposa, la madame (¿Por qué madame?, pregunté insidiosa. Mamá esquivó la respuesta y prosiguió:) Y estos... Tus Abuelos —su tono triunfal, tirando a solemne. Y cómo no, si la aristocracia les salía hasta por las narices a ese par, sobre todo a ella. Confieso que me abrumaron los deseos de abrazarla... no porque me enterneciera, qué va, sino porque, a juzgar por su ceño arrogante, su boquita pintada en forma de corazón y la infrahumana faja que le hacía bustazo y cinturitita, montaría en cólera ante cualquier muestra de afecto que desarreglara su crepé de abuelita del cine nacional.
Ese mismo fin de semana llamé a mi abuela mala. Busqué su número en el listín telefónico. Pensaba decirle: “Abuela, qué fea es usted...”
— ¿Diga? —respondió una voz femenina, grave, altiva, de marcado acento ibérico. No me dio un vuelco el corazón ni mucho menos, solo me sorprendió que no contestara un ama de llaves como en las películas.
—Buenas tardes —dije, alardeando de buena educación — ¿Es usted doña María?
— ¿Quién allá? —respondió con impecable acento y un cuidado extremo en cada palabra, como temiendo perder los dientes.
—Soy yo, abuela, tu nietita...
Y colgó. ¡La pinche vieja me colgó! Pues... ¿qué diablos esperabas?, me recriminé, ¿que la vieja rompiera en llanto diciendo “¡Oh, eres tú, mi adorada nietita, mi heredera, sangre de mi sangre...he esperado tanto este momento...!
Mi papá contaba la siguiente anécdota como si fuera un chiste: un día dejó una foto mía sobre la alfombra. En dicha foto aparecía yo al añito de edad, adormilada sobre unos cojines, al lado del tocadiscos Philco donde, dice mi mamá, repetía yo una y otra vez una canción de Raphael. Tal y como él calculó, su quisquillosa madre que cuidaba sus alfombras persas como a unas mascotas no tardó en reparar en la basurilla, ¿qué hace aquí esta foto tuya, Juan Manuel?, el color blanco nunca te ha sentado bien... y jura mi padre que la vieja miró con amor la foto, o con nostalgia, no recuerdo bien, hasta que él quebrantó el encanto: no soy yo, madre, es mi hija pequeña. ¿Verdad que es igualita a mí? La pinche vieja le extendió la foto de vuelta diciendo: no sé a qué te refieres, Juan Manuel, tú no tienes hijas...
Me propuse entonces hacerle la vida cuadros a mi abuela mala, negadora. Le hice llamadas en las que me limitaba a respirar densamente en la bocina y no pocas veces dejé mensajes afectuosos en su contestadora:
“Abuela: eres una franquista de mierda, una burguesa frígida, ¿crees que no se en lo que andas, eh? ¿Qué pensarían tus amistades y las Damas de la Vela Perpetua si supieran?
En realidad no tenía idea del acto vergonzante en que se suponía había emboscado a mi abuela mala, pero sin duda tendría una larga cola que pisar: quería torturarla, como si fuera posible torturar a un maniquí… que tampoco tendría nada debajo de las faldas, vieja cabrona… quería que su conciencia, si la tenía, le hablara con mi voz, la voz de su nietita.
Mi abuela mala se libraba de mi acoso sólo cuando yo volaba a los fornidos brazos de mi abuela buena. Entonces, olvidaba por completo a la otra. Y de nuevo me convertía en una niña gordota y feliz que cazaba cigarras, lamía la nariz del perro, desplumaba gallinas, se atiborraba de Chemisses y Rielitos (dulce de tamarindo en forma de riel); se subía a las copas de los árboles a devorar cañas y limas y arrojar piedras a los transeúntes; rayoneaba con plumín la caparazón de Ava, su tortuga; se ponía una escafandra para chapotear en la fuente y no se dormía si antes su abuela buena no le narraba sus historias demoníacas, ¡anda mamá, anda, vuélveme a contar de cuando viste las patas del diablo! Pero de regreso a la City, a la menor señal de aburrimiento, me entraba la urgencia de fastidiar a mi abuela mala. Lo curioso es que papá, que era un pinche Edipo, nunca hizo la menor alusión a los ataques de que era víctima su progenitora, como si ella nunca lo hubiera mencionado. ¿Será que en el fondo la vieja psicópata lo disfruta?, me preguntaba al dibujar una abuela untada en el pavimento, con crucecitas en vez de ojos.
Ese día llamé dispuesta a insultarla, con la diferencia de que esta vez la azuzaría para que me contestara de una maldita vez; que me dijera: puerca, bastarda, hija de la gran puta, te voy a matar... Que me hiciera sentir un poco viva, pues…
— ¿Diga?
— ¡Abuela puta!
Contuve el aliento con la esperanza de averiguar como pronunciaba otra palabra que no fuera “diga”... y nada. Supe que ahí continuaba porque percibía su acompasada, dulce respiración. Casi podía olerla: geranios y mentol. Más aún: la veía. Parecía tranquila, más marmórea que las Victorias de Samotracia que tenía el vicio de coleccionar.
— ¡Eres una puta! —Ataqué de nuevo con mayor rabia — ¡Una maldita morsa abotagada llena de celulitis y dientes postizos!
Nada. Ahí permanecía mi abuela mala. Atenta. Aburrida, quizá. Tal vez por atención a su nieta no colgaba. Me pareció incluso que encendía su pipa (papá hablaba mucho de esa pipa que él le había traído de Grecia; con caras de los dioses ferozmente talladas); claramente escuché el sonido del tabaco al prenderse, incluso la primera inhalación, suave y prolongada.
—Usas faja porque tu estómago es un acordeón, hace tres años te operaron los juanetes... ¿crees que no lo sé?, y cada seis meses te inyectan algo para plancharte las arrugas... tu hijito nos ha contado todo eso y más. No sabes cómo nos hemos reído a tus costillas, vieja chaquetera...
Una nueva exhalación, plácida, deleitosa, como si fumara en medio de una playa paradisíaca y no con un auricular entre oreja y hombro y una mocosa gritándole majaderías.
— ¿Recuerdas el día del velorio de mi abuelo, tu esposo? ¿Eh, abuela? Ese día se te enchuecó la boca al ver a todas esas enlutadas desfilar ante el féretro; algunas, incluso, acarreando niños. Todas, sin excepción, se abrazaron a él llorando a gritos y tú, que careces de imaginación, no comprendías nada. Cuando te acercaste a averiguar se declararon viudas del General Castillo y no supiste para donde voltear: eras el centro de las miradas de políticos, embajadores... hasta el presidente de la república estaba ahí. Te quedaste muda, pelando chicos ojotes. De pronto, como si dejaras de existir, mis abuelastras se miraron entre sí y empezaron a echarse en cara el estarse usurpando. Cada una se creía la legítima, como si nunca hubieran oído hablar de ti, de madame Castillo, y se armó la batalla campal entre las siete viudas de mi abuelo que mutuamente se arrancaron los velos, rasguñándose las caras, escupiéndose, llamándose “putas” unas a otras frente a tan distinguida clientela. Mis tíos bastardos comenzaron a berrear y a llorar ante el indecoroso espectáculo de sus madres, y tú caíste fulminada por la vergüenza...y chueca…
Silencio. Exhaló otra vez, resignada.
—Para ti, el orgullo de casta siempre ha sido lo primero. Sin ningún remordimiento te deshiciste del hijo que te avergonzada ante tus amistades: el Médico Asesino, y de un día para otro ya no tenías seis hijos, sino cinco. Así decías: solo tuve cinco hijos. Del mismo modo has fingido que no existieron las queridas de mi abuelo, y mucho menos sus numerosos bastardos... ¡Has fingido que no existo yo!
Se me quebró la voz. Me sentí estúpida. Experimenté un súbito picor en los ojos. Mi abuela mala seguía del otro lado, arrojando humo a mi oído.
—Dime —insistí, moqueando — ¿Cómo haces para fingir que no tuviste nieta, eh? ¿Nunca te preguntaste, al menos por malsana curiosidad, si me parecería a ti, si no sería mejor compañía que los abrigos de pieles y las manicuristas estúpidas a las que cacheteas? ¿Si sería lo bastante inteligente para mantener una conversación a tu altura? ¿Si era gorda o flaca, güera o morena, alta o chaparra? ¿Qué clase de abuela eres que has dado por muerta a tu nieta pequeña sin darle oportunidad de ganarse tu corazón… ni siquiera ahora?
Seguía fumando, pensativa acaso, pero muda... muda como mármol.
— ¡Finalmente no te necesito! —Le grité — ¿Para que me serviría tener una abuela ridícula y torpe como tú, eh? Una abuela que se deshace de lo que le avergüenza como si fuera basura... que se avergüenza de mí. Si nunca me has querido, yo menos... el día que te mueras voy a hacer una fiesta, bailaré sobre tu tumba, le diré al mundo que te odio, que me avergüenzo de llevar tu sangre, que si pudiera, me la sacaría, hasta la última gota, ¡aghhhh, abuela, cómo te odio, como te...!
Por toda respuesta, mi abuela mala colgó suavemente, como si en el fondo temiera lastimar mis sentimientos... y yo ya no tuve fuerzas para volver a marcar… no… el auricular había caído de mis manos... ¿cuales manos?, no siento los dedos... ¡No tengo dedos!... se han esfumado las lunitas en cuarto menguante de mis uñas, que dice mi mamá, son antojos insatisfechos... ¡no las veo!... no hay manos, no hay uñas... no hay lunas… ¿Cómo tenerlas si no traigo sangre?... ni venas, ni huesos, ni cara. Para mi abuela mala soy tan fantasmal como para mí el viejito del esmoquin y la sombrilla... Qué digo... al viejito del esmoquin lo vi, mi abuela mala no me ve... si acaso escucha mi llanto y se ha habituado a él, porque de sorda, nada.
De lo único que estoy segura es de que no siente el menor remordimiento por lo que nos hizo, por lo que nos ha provocado… porque ella siempre se deshace de los hijos y de los nietos que amenazan su reputación, y desde entonces tengo que conformarme con dejarme querer por la única abuela que a diario cubre de besos y lágrimas el retrato de su nietita arrollada por un Lamborghini de ocho puertas…