Naranja dulce
Adriana Letechipía*
Las palmas de sus manos apuntaron al sol, tenía tierra adherida y estaba en los huesos. «Mamá, aquí estoy» trató de gritar. No importaba que la regañara por irse a meter a la huerta de la vecina y robar naranjas. No importaba que la mandaran a lavarse esas manos tan cochinas. «Mamá, te extraño. Lo lamento». No importaba que le diera con la vara, quería regresar. La pequeña Sarita tenía prohibido alejarse de casa.
***
Le gustaba salir a buscar insectos, los coleccionaba en frascos. Los primeros murieron y aprendió que tenía que abrirle hoyos a la tapadera. Más tarde les agregó tierra y varitas para hacerles un hogar. A mamá no le gustaba que le llenara la casa de bichos.
Ya lo había hecho antes. Los mejores estaban cruzando la calle, en aquel lugar. Tenía arbustos altos y naranjos. Los orbes dorados colgaban de las ramas, el resto descansaba en el suelo, habían sido picoteados por las aves.
Cada vez que la pequeña llegaba al lugar, parecía que los árboles le daban la bienvenida. Sonidos semejantes a voces se colaban entre sus ramas, como susurros. La rodeaban con el aroma dulce de los frutos. Acariciaban su rostro con las hojas. Como regalo, soltaban algunas naranjas amarillas y jugosas en sus manos. Le hacían espacio para que Sarita pudiera sentarse a quitarles la piel y comer la carne bajo su sombra. Eran los frutos más dulces que hubiese probado. Doña Martha, la dueña, miraba complacida desde la ventana de su casa, en lo más profundo de la huerta. Una luz rojiza la iluminaba desde dentro. Solo una vez le gritó, cuando caminó sobre la tierra removida, sobre las raíces de sus árboles.
—¡Quítate de ahí, chamaca!
Sarita saltó del susto, se dijo que jamás lo haría de nuevo, pero aquellos frutos eran tan ricos.
Ya lo había hecho antes. Los mejores estaban cruzando la calle, en aquel lugar. Tenía arbustos altos y naranjos. Los orbes dorados colgaban de las ramas, el resto descansaba en el suelo, habían sido picoteados por las aves.
Cada vez que la pequeña llegaba al lugar, parecía que los árboles le daban la bienvenida. Sonidos semejantes a voces se colaban entre sus ramas, como susurros. La rodeaban con el aroma dulce de los frutos. Acariciaban su rostro con las hojas. Como regalo, soltaban algunas naranjas amarillas y jugosas en sus manos. Le hacían espacio para que Sarita pudiera sentarse a quitarles la piel y comer la carne bajo su sombra. Eran los frutos más dulces que hubiese probado. Doña Martha, la dueña, miraba complacida desde la ventana de su casa, en lo más profundo de la huerta. Una luz rojiza la iluminaba desde dentro. Solo una vez le gritó, cuando caminó sobre la tierra removida, sobre las raíces de sus árboles.
—¡Quítate de ahí, chamaca!
Sarita saltó del susto, se dijo que jamás lo haría de nuevo, pero aquellos frutos eran tan ricos.
***
La mañana que desapareció, su madre lo supo porque dejó de escucharla. La niña les hablaba a los insectos. «Mira qué bonito tu color. Qué alas tan hermosas». Las travesuras, en cambio, eran acompañadas por el silencio.
La madre, Raquel, salió y llamó a su niña. Entre el pasto encontró el frasco con tierra y hojas.
—¡Sarita! —gritó su nombre. Al principio enojada, después con miedo.
Los vecinos se asomaron a sus puertas, cuchichearon entre ellos.
—Ahí está la dejada del municipio. Si tuviera a un hombre, la niña no se le hubiese perdido.
—¡No te voy a regañar, vuelve! —imploró sola.
Raquel llegó hasta la huerta, doña Martha la miraba. Tan pronto dio el primer paso en su dirección, fue atacada por el aroma empalagoso de los frutos fermentados del suelo, parecían ojos picoteados. Las ramas de los árboles, enredadas, tiraban de su cabello. Los naranjos se movían cubriéndole la vista, impidiéndole el paso. Con trabajo pudo llegar cerca de aquella casa, donde la mujer la esperaba.
—¡Mi niña! ¿Está aquí?
—Aquí no vienen los niños, saben que no deben meterse a mi huerta.
Estaba mintiendo, entre los hierbajos encontró la tapa del frasco de Sarita.
Quiso regresar corriendo para dar aviso al ayuntamiento; pero la mujer, que abandonó la luz carmesí, le ofreció una canasta con aquella fruta. Los naranjos la flanquearon.
—Tome unas —Raquel se incomodó—. Llévele a su hija.
La madre acongojada aceptó dos. Un viento fuerte la dirigió hacia la avenida, el ruido entre las hojas de los árboles le recordaba el sonido de una risa.
La madre, Raquel, salió y llamó a su niña. Entre el pasto encontró el frasco con tierra y hojas.
—¡Sarita! —gritó su nombre. Al principio enojada, después con miedo.
Los vecinos se asomaron a sus puertas, cuchichearon entre ellos.
—Ahí está la dejada del municipio. Si tuviera a un hombre, la niña no se le hubiese perdido.
—¡No te voy a regañar, vuelve! —imploró sola.
Raquel llegó hasta la huerta, doña Martha la miraba. Tan pronto dio el primer paso en su dirección, fue atacada por el aroma empalagoso de los frutos fermentados del suelo, parecían ojos picoteados. Las ramas de los árboles, enredadas, tiraban de su cabello. Los naranjos se movían cubriéndole la vista, impidiéndole el paso. Con trabajo pudo llegar cerca de aquella casa, donde la mujer la esperaba.
—¡Mi niña! ¿Está aquí?
—Aquí no vienen los niños, saben que no deben meterse a mi huerta.
Estaba mintiendo, entre los hierbajos encontró la tapa del frasco de Sarita.
Quiso regresar corriendo para dar aviso al ayuntamiento; pero la mujer, que abandonó la luz carmesí, le ofreció una canasta con aquella fruta. Los naranjos la flanquearon.
—Tome unas —Raquel se incomodó—. Llévele a su hija.
La madre acongojada aceptó dos. Un viento fuerte la dirigió hacia la avenida, el ruido entre las hojas de los árboles le recordaba el sonido de una risa.
***
En el ayuntamiento, mientras esperaba a que le tomaran la declaración, peló una de las naranjas. A su lado, en la pared, vio los carteles de los niños que estaban perdidos desde hacía años. Sus rostros habían sido borrados del papel por el olvido. Se obligó a comer los gajos, el jugo le resbaló por la comisura de los labios. El aroma a fermento no se le quitaba de encima. Entre lágrimas reconoció que eran las naranjas más dulces que hubiera probado. Le atendieron después de casi cuatro horas.
—Será que la criatura decidió irse con su padre —le preguntaron.
—El ni siquiera vive aquí, se fue de mojado —Raquel arrugaba la tela de su faldón con las manos.
—Será que ya no quiso estar con usted. ¿Le pega? —la miraron con recelo.
—Solo cuando se porta mal. Yo quiero que regrese.
Los encargados aceptaron a regañadientes buscar a Sara por la mañana.
La madre volvió al hogar. Entró al cuarto de la niña y miró los frascos de los bichos. Las catarinas devoraban pulgones, se abalanzaban sobre ellos y los partían por la mitad. Raquel apenas pudo dormir.
Al día siguiente el alguacil y el presidente municipal irrumpieron la huerta, con machetes en mano hiriendo algunos troncos y cortando la hierba alta. Buscaron entre los arbustos y los rincones de aquel lugar. Doña Martha salió cargando una bandeja con manos decrépitas; llevaba hielo, vasos y una jarra de jugo de naranja. Cada hombre tomó el propio y bebió bajo el sol ardiente.
—Yo creo que fue el padre de la criatura —mencionó ella —. Ya sabe cómo son esos matrimonios rotos.
Los sujetos abandonaron el lugar, el caso se olvidó, pero la madre nunca paró.
Las catarinas y los mayates, las hormigas y los quijotes que su hija recolectó, quedaron patas para arriba. No podía evitar ver a su niña reflejada en ellos. «¿Ya habrá comido? ¿Dónde pasó la noche? ¿Le habrán celebrado sus cumpleaños?» Eran preguntas que le carcomían el corazón, albergaba la esperanza de que Sarita siguiera con vida.
—Será que la criatura decidió irse con su padre —le preguntaron.
—El ni siquiera vive aquí, se fue de mojado —Raquel arrugaba la tela de su faldón con las manos.
—Será que ya no quiso estar con usted. ¿Le pega? —la miraron con recelo.
—Solo cuando se porta mal. Yo quiero que regrese.
Los encargados aceptaron a regañadientes buscar a Sara por la mañana.
La madre volvió al hogar. Entró al cuarto de la niña y miró los frascos de los bichos. Las catarinas devoraban pulgones, se abalanzaban sobre ellos y los partían por la mitad. Raquel apenas pudo dormir.
Al día siguiente el alguacil y el presidente municipal irrumpieron la huerta, con machetes en mano hiriendo algunos troncos y cortando la hierba alta. Buscaron entre los arbustos y los rincones de aquel lugar. Doña Martha salió cargando una bandeja con manos decrépitas; llevaba hielo, vasos y una jarra de jugo de naranja. Cada hombre tomó el propio y bebió bajo el sol ardiente.
—Yo creo que fue el padre de la criatura —mencionó ella —. Ya sabe cómo son esos matrimonios rotos.
Los sujetos abandonaron el lugar, el caso se olvidó, pero la madre nunca paró.
Las catarinas y los mayates, las hormigas y los quijotes que su hija recolectó, quedaron patas para arriba. No podía evitar ver a su niña reflejada en ellos. «¿Ya habrá comido? ¿Dónde pasó la noche? ¿Le habrán celebrado sus cumpleaños?» Eran preguntas que le carcomían el corazón, albergaba la esperanza de que Sarita siguiera con vida.
***
Raquel envejeció. Supo que la habían encontrado cuando una de las vecinas dio el aviso.
—Hay siete cuerpos en la huerta. Puede que sean más, los están desenterrando.
Caminó de nuevo hacia el lugar, esta vez con trabajo y la ayuda de un bastón. Doña Martha había muerto hacía unos años en su casa, la encontraron días después cubierta de hormigas. Una compañía compró el terreno para construir departamentos; estaba delimitado por cordones, un cuadro por cada cuerpo encontrado. Querían reubicar los árboles, pero entre las raíces asomaron varias manos, estaban en los huesos. Eran niños.
—¿Por qué los enterraron debajo de los naranjos? —preguntó la vecina.
—¿Qué no lo sabes? Ellos hacen que las naranjas sean dulces —contestó Raquel.
—Hay siete cuerpos en la huerta. Puede que sean más, los están desenterrando.
Caminó de nuevo hacia el lugar, esta vez con trabajo y la ayuda de un bastón. Doña Martha había muerto hacía unos años en su casa, la encontraron días después cubierta de hormigas. Una compañía compró el terreno para construir departamentos; estaba delimitado por cordones, un cuadro por cada cuerpo encontrado. Querían reubicar los árboles, pero entre las raíces asomaron varias manos, estaban en los huesos. Eran niños.
—¿Por qué los enterraron debajo de los naranjos? —preguntó la vecina.
—¿Qué no lo sabes? Ellos hacen que las naranjas sean dulces —contestó Raquel.
*Nació en la ciudad de México en 1984. Es Maestra en Ciencias en Biomedicina y Biotecnología Molecular del Instituto Politécnico Nacional.Miembro de la ALCIFF, es la presidenta actual de la Tertulia de Ciencia Ficción de la Ciudad de México, con quien promueve la difusión del género a través de la escritura con el taller permanente y gratuito Gran Colisionador de Textos Especulativos; y la lectura y análisis con el grupo Lepismátidos.
Ha sido publicada en diversos medios digitales como: la revista Espejo Humeante, Anapoyesis, Cósmica Fanzine, la antología Mujeres en la Minificción Mexicana de EOS Villa y otras.
Ha sido publicada en diversos medios digitales como: la revista Espejo Humeante, Anapoyesis, Cósmica Fanzine, la antología Mujeres en la Minificción Mexicana de EOS Villa y otras.