Nuestros clásicos
Hugo Hiriart
En la mayoría de los casos, decía Graham Greene, no es que Shakespeare sea un gran poeta en el sentido usualmente aceptado de la palabra, sino lo que logra es decir la frase correcta en el momento correcto, con precisión matemática, como si este asombroso dramaturgo pudiera pesar sus palabras sobre la naturaleza humana en una balanza sensible a fracciones de miligramo.
¿Cómo lo logró? Nadie lo sabe, pero sin duda, grandemente lo ayudó esa absoluta capacidad de despersonalización que, a la hora de trabajar, siempre tuvo: Shakespeare nunca opina, no se sabe nunca qué piensa, si algo piensa, ni qué cree, si algo cree. Completo silencio en la materia: su imparcialidad es absoluta, jamás toma partido. Es duro, sin sentimientos, como una fuerza de la naturaleza: nadie ha perseguido a sus protagonistas con más saña que él en sus tragedias. El Rey Lear revela que no se detenía ante nada. Pero no es pesimista allá en el horizonte se vislumbran el orden limpio y la paz, no perpetua, pero estable hasta que las pasiones humanas vuelvan a conculcarla con su fuego.
En los clásicos pareciera que sólo cuenta a la hora de escribir esa puntería que milagrosamente siempre da en el blanco.
Cervantes es en cierta medida igualmente refinado que Shakespeare: su organización literaria (la selección y orden de los episodios del Quijote, por ejemplo) y su prosa parecen casi naturales, obvias (bueno, la gracia, el incomparable salero de su escritura, no parece obvio, la verdad). Cervantes, como Shakespeare, oculta todo esfuerzo, natural, con esa falta de trabajo y facilidad tan preciadas en el Renacimiento. Sencillamente decir lo correcto en el momento correcto.
Sin embargo, lo que hace Cervantes es, por decir lo menos, dificilísimo, y la prueba puede verse en la imitación de que fue víctima, me refiero al Quijote de Avellaneda. Stephan Gilman, el gran hispanista de Harvard, cuya ausencia no terminaremos de lamentar, tiene un ensayo, en realidad tiene un libro entero sobre el tema, pero no lo conozco, sólo he leído este ensayo del que hablo, en que examina la imitación de Avellaneda y va mostrado como en cada episodio yerra:
En un episodio, por ejemplo, Don Quijote se vuelve de pronto y sin motivo loco furioso y persigue a Sancho en el cuarto de una venta o mesón donde están pernoctando. El suceso es más que oscuro, en verdad siniestro: un ataque de locura violenta y Panza huyendo despavorido. Un episodio así acabaría con el juego de transformaciones que va llevando Cervantes: el molino se transforma en gigante, la pobre moza del partido en dama principal (que en verdad eso es, cometa Unamuno en su Vida del Quijote y Sancho, pero nosotros no la podemos ver como es, Don Quijote sí puede). Cervantes nunca echa a perder su propio juego sino lo mantiene en sus límites aunque lo vaya llevando con gran talento e inventiva a sus últimas consecuencias.
Otro ejemplo, Avellaneda hace hablar al Quijote de las defensas de un castillo y Don Quijote menciona las provisiones de pólvora que guarda. Otra vez, eso es demasiado moderno para entrar en el arcaico y fantasioso seso del caballero andante. El Caballero no puede hablar de eso. En ningún libro de caballería se puede ni se podría disparar un mosquete. ¿Se imaginan a ustedes a Don Quijote armado con una pistola? No casa, ¿verdad? Entonces, el clásico se define por su puntería infalible, y su puntería se define tanto por lo que dice (y cómo lo dice) como por lo que calla. El clásico es clásico porque hace nacer una necesidad y se atiene a ella, deja que ella lo guíe. Y sólo quiero recordar que la mitad de estos maestros es su talento, la otra mitad es la época, una época en la que todo mundo escribía maravillosamente, una época de gran juicio crítico, supongo yo. Sólo recordemos las dos traducciones de la Biblia, la del Rey Jaime en Gran Bretaña (este rey, protector de Shakespeare, fue el que unificó el país), la otra la de Casiodoro de Reina, fraile jerónimo (San Jerónimo es el gran comentarista y traductor de la Biblia, al latín) converso al protestantismo que en medio de persecuciones, amenazas y penalidades, con la cabeza puesta a precio por Felipe II, logró traducir la Biblia, en una versión que hasta el propio Menéndez y Pelayo, católico intransigente, que detesta a Casiodoro, la elogia, como que está hecha en el mejor momento de la lengua española, reconoce. Las edades de oro de la literatura empiezan a menudo por ser las edades de oro de la traducción. Aunque su época no los conoció. Lope dice en alguna carta al Duque de Sessa: imagine el peor poeta del mundo, imagine a Cervantes. Si Quevedo o el propio Lope volvieran de la tumba y descubrieran que Cervantes tiene mucha más alta estimación entre los cultos que ellos, se volverían a morir de un compuesto de ira, berrinche y perplejidad
¿Cómo lo logró? Nadie lo sabe, pero sin duda, grandemente lo ayudó esa absoluta capacidad de despersonalización que, a la hora de trabajar, siempre tuvo: Shakespeare nunca opina, no se sabe nunca qué piensa, si algo piensa, ni qué cree, si algo cree. Completo silencio en la materia: su imparcialidad es absoluta, jamás toma partido. Es duro, sin sentimientos, como una fuerza de la naturaleza: nadie ha perseguido a sus protagonistas con más saña que él en sus tragedias. El Rey Lear revela que no se detenía ante nada. Pero no es pesimista allá en el horizonte se vislumbran el orden limpio y la paz, no perpetua, pero estable hasta que las pasiones humanas vuelvan a conculcarla con su fuego.
En los clásicos pareciera que sólo cuenta a la hora de escribir esa puntería que milagrosamente siempre da en el blanco.
Cervantes es en cierta medida igualmente refinado que Shakespeare: su organización literaria (la selección y orden de los episodios del Quijote, por ejemplo) y su prosa parecen casi naturales, obvias (bueno, la gracia, el incomparable salero de su escritura, no parece obvio, la verdad). Cervantes, como Shakespeare, oculta todo esfuerzo, natural, con esa falta de trabajo y facilidad tan preciadas en el Renacimiento. Sencillamente decir lo correcto en el momento correcto.
Sin embargo, lo que hace Cervantes es, por decir lo menos, dificilísimo, y la prueba puede verse en la imitación de que fue víctima, me refiero al Quijote de Avellaneda. Stephan Gilman, el gran hispanista de Harvard, cuya ausencia no terminaremos de lamentar, tiene un ensayo, en realidad tiene un libro entero sobre el tema, pero no lo conozco, sólo he leído este ensayo del que hablo, en que examina la imitación de Avellaneda y va mostrado como en cada episodio yerra:
En un episodio, por ejemplo, Don Quijote se vuelve de pronto y sin motivo loco furioso y persigue a Sancho en el cuarto de una venta o mesón donde están pernoctando. El suceso es más que oscuro, en verdad siniestro: un ataque de locura violenta y Panza huyendo despavorido. Un episodio así acabaría con el juego de transformaciones que va llevando Cervantes: el molino se transforma en gigante, la pobre moza del partido en dama principal (que en verdad eso es, cometa Unamuno en su Vida del Quijote y Sancho, pero nosotros no la podemos ver como es, Don Quijote sí puede). Cervantes nunca echa a perder su propio juego sino lo mantiene en sus límites aunque lo vaya llevando con gran talento e inventiva a sus últimas consecuencias.
Otro ejemplo, Avellaneda hace hablar al Quijote de las defensas de un castillo y Don Quijote menciona las provisiones de pólvora que guarda. Otra vez, eso es demasiado moderno para entrar en el arcaico y fantasioso seso del caballero andante. El Caballero no puede hablar de eso. En ningún libro de caballería se puede ni se podría disparar un mosquete. ¿Se imaginan a ustedes a Don Quijote armado con una pistola? No casa, ¿verdad? Entonces, el clásico se define por su puntería infalible, y su puntería se define tanto por lo que dice (y cómo lo dice) como por lo que calla. El clásico es clásico porque hace nacer una necesidad y se atiene a ella, deja que ella lo guíe. Y sólo quiero recordar que la mitad de estos maestros es su talento, la otra mitad es la época, una época en la que todo mundo escribía maravillosamente, una época de gran juicio crítico, supongo yo. Sólo recordemos las dos traducciones de la Biblia, la del Rey Jaime en Gran Bretaña (este rey, protector de Shakespeare, fue el que unificó el país), la otra la de Casiodoro de Reina, fraile jerónimo (San Jerónimo es el gran comentarista y traductor de la Biblia, al latín) converso al protestantismo que en medio de persecuciones, amenazas y penalidades, con la cabeza puesta a precio por Felipe II, logró traducir la Biblia, en una versión que hasta el propio Menéndez y Pelayo, católico intransigente, que detesta a Casiodoro, la elogia, como que está hecha en el mejor momento de la lengua española, reconoce. Las edades de oro de la literatura empiezan a menudo por ser las edades de oro de la traducción. Aunque su época no los conoció. Lope dice en alguna carta al Duque de Sessa: imagine el peor poeta del mundo, imagine a Cervantes. Si Quevedo o el propio Lope volvieran de la tumba y descubrieran que Cervantes tiene mucha más alta estimación entre los cultos que ellos, se volverían a morir de un compuesto de ira, berrinche y perplejidad