Persecución
Alfonso Rivas*
Anastasia se quitó los tacones para correr con más facilidad. Aunque no importaba qué tan rápido corría, podía sentir el soplo de la respiración de su perseguidor en la nuca, bajo el cabello sudado oloroso a ron barato.
Pese a que el mundo se le tambaleaba de un lado a otro, ella lograba meterse por los callejones para perder al miserable que con tanto afán la seguía. Cada poco miraba hacia atrás esperando haberlo perdido, y si bien no hallaba ni rastros de él, de alguna forma ella sabía que no se encontraba a salvo aún, pues a sus espaldas todo eran sombras entretejidas y no le era difícil imaginarlo oculto entre las sombras de los edificios, más cerca de lo que podía apreciar, casi al alcance de su mano.
La ciudad estaba en silencio, estrechándose a cada paso, haciéndose más oscura y desolada, actuando como una cómplice incorruptible de su perseguidor; deseándola arrinconada.
Soltó un grito agudo, desgarrador, queriendo quebrar la tormentosa paz a su alrededor, esperando que alguien se asomara por alguna ventana, que alguien saliera de algún callejón, de debajo de algún banco, no importaba de donde, pero que saliera para salvarla.
Sus pasos, rápidos y secos, fueron su única respuesta.
Siguió corriendo, cada vez más deprisa. No quería terminar como Verónica, la más fiel de sus amigas, la única que la comprendía; quien la enseñó a sentirse realizada, a sentirse libre. El dolor por su pérdida, sumado a la culpa de no haber podido hacer nada para salvarla, le impidieron seguir corriendo, la tumbaron en medio de la avenida, la hicieron llorar amargamente. No quería morir, apenas comenzaba sentirse viva. Recién se había graduado de la universidad y en una semana se entrevistaría para trabajar en una empresa de diseño gráfico.
A unos metros, un auto se aceraba, ella hizo un esfuerzo para detener el llanto y otro tanto para levantarse, con los brazos extendidos hacia los lados, esperando que el auto se detuviera. Cuando lo hizo, ella se echó encima del capó y le pidió, le suplicó al conductor que la ayudara a escapar, que por favor la dejara montarse y la llevara a cualquier sitio lejos del hombre que la perseguía para matarla. El conductor aceleró, dejándola tirada en el suelo, desecha en llanto y desesperación. Sintiéndose miserable.
Nunca había sido una persona religiosa, de hecho, toda su vida había repudiado a Jesús y a su padre por sus absurdos prejuicios, pero en ese momento, abandonada, sin nadie a quién poder recurrir y sin fuerzas para seguir escapando, no tuvo más opción que mirar al cielo y rogar a ese dios egocéntrico y todopoderoso que la perdonara; logró ponerse de rodillas, y con las manos estiradas, como queriendo agarrar un pedazo de cielo y bajarlo para poder hablar directamente con Él, oró para que, si era tan misericordioso como sus insoportables seguidores decían, la escuchara y la salvara. En seguida sintió una mano gélida y pesada sobre su hombro que la precipitó contra el suelo y la tomó por el cuello, asfixiándola, mientras el hombre que le estaba dando caza se arrodillaba sobre ella.
—¿Pensaste que me podías engañar? ¿Ah? —rugió el hombre, con los ojos inyectados de una rabia asesina que se podía distinguir incluso entre tanta oscuridad—. ¿Pensaste que no me iba a dar cuenta de que eres un hombre, pedazo de mierda?
El hombre la golpeó en el rostro una, dos, tres veces hasta dejarla inconsciente. Luego, desplegó una navaja y se la clavó en el pecho, dos, cuatro, seis, siete veces, antes de levantarse y mirar cómo fluía la sangre, llevándose su rabia antes de alejarse de la escena del crimen.
Pese a que el mundo se le tambaleaba de un lado a otro, ella lograba meterse por los callejones para perder al miserable que con tanto afán la seguía. Cada poco miraba hacia atrás esperando haberlo perdido, y si bien no hallaba ni rastros de él, de alguna forma ella sabía que no se encontraba a salvo aún, pues a sus espaldas todo eran sombras entretejidas y no le era difícil imaginarlo oculto entre las sombras de los edificios, más cerca de lo que podía apreciar, casi al alcance de su mano.
La ciudad estaba en silencio, estrechándose a cada paso, haciéndose más oscura y desolada, actuando como una cómplice incorruptible de su perseguidor; deseándola arrinconada.
Soltó un grito agudo, desgarrador, queriendo quebrar la tormentosa paz a su alrededor, esperando que alguien se asomara por alguna ventana, que alguien saliera de algún callejón, de debajo de algún banco, no importaba de donde, pero que saliera para salvarla.
Sus pasos, rápidos y secos, fueron su única respuesta.
Siguió corriendo, cada vez más deprisa. No quería terminar como Verónica, la más fiel de sus amigas, la única que la comprendía; quien la enseñó a sentirse realizada, a sentirse libre. El dolor por su pérdida, sumado a la culpa de no haber podido hacer nada para salvarla, le impidieron seguir corriendo, la tumbaron en medio de la avenida, la hicieron llorar amargamente. No quería morir, apenas comenzaba sentirse viva. Recién se había graduado de la universidad y en una semana se entrevistaría para trabajar en una empresa de diseño gráfico.
A unos metros, un auto se aceraba, ella hizo un esfuerzo para detener el llanto y otro tanto para levantarse, con los brazos extendidos hacia los lados, esperando que el auto se detuviera. Cuando lo hizo, ella se echó encima del capó y le pidió, le suplicó al conductor que la ayudara a escapar, que por favor la dejara montarse y la llevara a cualquier sitio lejos del hombre que la perseguía para matarla. El conductor aceleró, dejándola tirada en el suelo, desecha en llanto y desesperación. Sintiéndose miserable.
Nunca había sido una persona religiosa, de hecho, toda su vida había repudiado a Jesús y a su padre por sus absurdos prejuicios, pero en ese momento, abandonada, sin nadie a quién poder recurrir y sin fuerzas para seguir escapando, no tuvo más opción que mirar al cielo y rogar a ese dios egocéntrico y todopoderoso que la perdonara; logró ponerse de rodillas, y con las manos estiradas, como queriendo agarrar un pedazo de cielo y bajarlo para poder hablar directamente con Él, oró para que, si era tan misericordioso como sus insoportables seguidores decían, la escuchara y la salvara. En seguida sintió una mano gélida y pesada sobre su hombro que la precipitó contra el suelo y la tomó por el cuello, asfixiándola, mientras el hombre que le estaba dando caza se arrodillaba sobre ella.
—¿Pensaste que me podías engañar? ¿Ah? —rugió el hombre, con los ojos inyectados de una rabia asesina que se podía distinguir incluso entre tanta oscuridad—. ¿Pensaste que no me iba a dar cuenta de que eres un hombre, pedazo de mierda?
El hombre la golpeó en el rostro una, dos, tres veces hasta dejarla inconsciente. Luego, desplegó una navaja y se la clavó en el pecho, dos, cuatro, seis, siete veces, antes de levantarse y mirar cómo fluía la sangre, llevándose su rabia antes de alejarse de la escena del crimen.
*(Alfonso A. J. Rivas). Nací en Caracas, Venezuela, en 1992. Soy graduado como T.S.U. en informática, y actualmente estudio cine. Destaqué como finalista en el “2º Concurso Nacional de Cuentos Cortos de la O.N.G. Corriente Alterna” (2016), y tengo varios cuentos publicados en la página Wattpad.com, incluyendo una colección de microrrelatos.