Ptolomeo
Patricia Torres Torres*
Ptolomeo creía que las estrellas estaban situadas en posiciones fijas sobre la superficie de la tierra y que esta, permanecía inmóvil; solo el Sol y la Luna podían moverse en un inmenso universo solitario.
Cuando el tío regresó al pueblo parecía un alma en pena. Traía puesto un uniforme militar descolorido de una talla que no era la suya, estaba tan delgado que daba la sensación que no pasaba los 40 kg. Mientras caminaba, la boina verde se deslizaba por su nariz aguileña y mientras la acomodaba, se dejaba ver las ojeras y el rostro completamente sudoroso. Caminaba encorvado, a paso lento, parecía un hombre más viejo y no pasaba los 25 años. Cada cierto tiempo volteaba la mirada, como si escapara de algo o de alguien. Nadie podría imaginar que aquel muchacho recio que se fue del pueblo hace cuatro años, hoy regresaba así, cansado, débil, con la mirada perdida y con los ojos llorosos que, aunque quería, no podía disimular. ¿Qué pasó con aquel rebelde que tantas veces se enfrentó al abuelo? ¿qué le paso al muchacho que defendió a puño limpio el ganado de Don Jacinto cuando los abigeos llegaron al pueblo?
Mientras lo veo caminar, no puedo evitar pensar que es otro hombre. El gran Tolomeo ya no está más.
Sentado bajo las retamas que adornan el parquecito del pueblo pienso en él. Dudo que alguien en el pueblo no sepa quién es Tolomeo Ccasa.
- ¡Macho es este chiuche! - decían los viejos del pueblo.
Y sí que era macho, solo así se explica que una tarde mientras el abuelo limpiaba sus botas en medio del patio, el tío se acercó sin miedo y dijo.
-Papá, ya no les des trago y coca a los peones, luego están borrachos y van de aquí para allá sin probar bocado y sin pegar el ojo, se ponen medio opas.
Los ojos del abuelo se llenaron de rabia. Su bastón golpeó el piso con tanta fuerza que pareció que caería.
-¡Brutos quieres que sean para que no te reclamen!- vociferó el tío, sin inmutarse.
La discusión fue muy acalorada, la abuela asustada, me tomó del brazo y me llevó al rio a recoger el agua. No fuimos tan lejos como ella habría querido y yo, logré escuchar la voz fuerte del abuelo cuando gritó que se fuera de la casa. El rostro de la abuela se transformó de inmediato, ella también lo escuchó. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos temblaban. El balde cayó al río y ni ella ni yo fuimos a buscarlo.
No se mencionó una sola palabra durante la cena. En la habitación del tío ya no estaba su ropa, sus libros, su guitarra, todo había desaparecido. Mientras miraba por el balcón trataba de adivinar que ruta tomó al irse ¿se fue a la ciudad o se metió al monte? La melodía de su canción favorita pasaba por mi cabeza una y otra vez -piedra tirada en el camino eso soy yo- una y otra vez.
¿A dónde fue? ¿qué haría sin dinero? seguramente no iba a llegar muy lejos y pronto estaría de vuelta, le pediría disculpas al abuelo y se arreglarían, pensaba. Pero el tío siempre fue terco como una mula. A los 13 años se escapó del colegio y no volvió nunca más. Ni los chicotazos del abuelo, ni el llanto de la abuela lo convencieron de volver a estudiar. Decía que estaba cansado de los profesores que no tenían idea de lo que enseñaban. El abuelo preocupado por su futuro quiso que aprendiera algún oficio.
-¡Los sastres ganan bien, lo suficiente para parar la olla! - le decía.
Pero el tío no quería ser sastre, ni sembrar la chacra, ni cuidar a los animales, nada de eso. Él quería aprender más de la vida. A menudo repetía que sus libros le enseñaban más de lo podíamos imaginar. La abuela me contó que cuando tenía siete u ocho años, armó un estante con cajones de frutas que traía el abuelo de sus viajes por la selva. Al principio, esos cajones solo guardaban viejos juguetes y zapatos usados que heredó de sus hermanos, pero ahora, estaban llenos de libros. Para todos era un gran misterio dónde y cómo los conseguía; los custodiaba con gran recelo y siempre evadía las preguntas sobre ello.
La curiosidad por esos libros me hizo espiarlo algunas tardes. Lo veía trepar al viejo techo de la casa, tender una manta y pasar horas de horas leyendo. Estaba obsesionado por la lectura, leía en el techo, bajo los árboles, en el corral y hasta en la chacra, mientras pastaban las vacas. Cuando no estaba leyendo, observaba las estrellas, con la concentración de un zorro antes de cazar a su presa; las miraba fijamente y las contaba entre dientes. El tío solía decir que las estrellas estaban inmóviles en el cielo, que cada una ocupaba el lugar de siempre, de día y de noche, siempre en el mismo lugar.
-Tpolomeo tenía tanta razón. Las estrellas se quedan fijas en el cielo, se acostumbraron a estar así, es cómodo para ellas-, decía con frecuencia
- ¿Y las estrellas fugaces? - le replicaba con incredulidad y cierto enojo.
-Esas estrellas se están muriendo de aburrimiento, decía, mientras una gran sonrisa se dibujaba en su rostro.
Nadie supo nada de él durante todo este tiempo. Un buen día no volvió más. Algunos en el pueblo comentaban que lo vieron con su guitarra dando vueltas en la fiesta patronal de Chicche, allá por la altura. Otros decían que se metió en problemas y que fue a parar a la cárcel. Había quienes rumoraban que se fue con “ellos”, allá por la selva ¿sería esa la razón por la cual no dio señales de vida por tanto años? ¿alguien lo perseguía para hacerle daño? o ¿simplemente se aburrió y decidió volver?
Corrí a la casa casi sin respirar, quería ver el rostro de la abuela ahora que su hijo estaba de regreso. Seguro a ella no le importaría los kilos de menos y la apariencia tan desmejorada que tenía. Al llegar, encontré a los abuelos en el establo alimentando a las vacas, como si nada hubiera pasado. Angustiado y sin decir una palabra, caminé hacia su cuarto y descubrí que todo estaba igual al día de su partida. Me asomé por el balcón y creo que pude verlo alejarse lentamente en medio de los árboles. Ese día entendí que él no había vuelto a ver a su familia. El hombre que pasó frente a la casa de su niñez sin siquiera voltear a ver, ya no era más mi tío. De Tolomeo Ccasa ya solo quedaban recuerdos y las viejas fotografías que la abuela atesoraba en su álbum familiar. Pienso que quizás fue mejor así, nadie encuentra a quien no quiere que lo encuentren y estaba claro que el ya no sentía pertenecer a este lugar.
Mientras lo veo caminar, no puedo evitar pensar que es otro hombre. El gran Tolomeo ya no está más.
Sentado bajo las retamas que adornan el parquecito del pueblo pienso en él. Dudo que alguien en el pueblo no sepa quién es Tolomeo Ccasa.
- ¡Macho es este chiuche! - decían los viejos del pueblo.
Y sí que era macho, solo así se explica que una tarde mientras el abuelo limpiaba sus botas en medio del patio, el tío se acercó sin miedo y dijo.
-Papá, ya no les des trago y coca a los peones, luego están borrachos y van de aquí para allá sin probar bocado y sin pegar el ojo, se ponen medio opas.
Los ojos del abuelo se llenaron de rabia. Su bastón golpeó el piso con tanta fuerza que pareció que caería.
-¡Brutos quieres que sean para que no te reclamen!- vociferó el tío, sin inmutarse.
La discusión fue muy acalorada, la abuela asustada, me tomó del brazo y me llevó al rio a recoger el agua. No fuimos tan lejos como ella habría querido y yo, logré escuchar la voz fuerte del abuelo cuando gritó que se fuera de la casa. El rostro de la abuela se transformó de inmediato, ella también lo escuchó. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos temblaban. El balde cayó al río y ni ella ni yo fuimos a buscarlo.
No se mencionó una sola palabra durante la cena. En la habitación del tío ya no estaba su ropa, sus libros, su guitarra, todo había desaparecido. Mientras miraba por el balcón trataba de adivinar que ruta tomó al irse ¿se fue a la ciudad o se metió al monte? La melodía de su canción favorita pasaba por mi cabeza una y otra vez -piedra tirada en el camino eso soy yo- una y otra vez.
¿A dónde fue? ¿qué haría sin dinero? seguramente no iba a llegar muy lejos y pronto estaría de vuelta, le pediría disculpas al abuelo y se arreglarían, pensaba. Pero el tío siempre fue terco como una mula. A los 13 años se escapó del colegio y no volvió nunca más. Ni los chicotazos del abuelo, ni el llanto de la abuela lo convencieron de volver a estudiar. Decía que estaba cansado de los profesores que no tenían idea de lo que enseñaban. El abuelo preocupado por su futuro quiso que aprendiera algún oficio.
-¡Los sastres ganan bien, lo suficiente para parar la olla! - le decía.
Pero el tío no quería ser sastre, ni sembrar la chacra, ni cuidar a los animales, nada de eso. Él quería aprender más de la vida. A menudo repetía que sus libros le enseñaban más de lo podíamos imaginar. La abuela me contó que cuando tenía siete u ocho años, armó un estante con cajones de frutas que traía el abuelo de sus viajes por la selva. Al principio, esos cajones solo guardaban viejos juguetes y zapatos usados que heredó de sus hermanos, pero ahora, estaban llenos de libros. Para todos era un gran misterio dónde y cómo los conseguía; los custodiaba con gran recelo y siempre evadía las preguntas sobre ello.
La curiosidad por esos libros me hizo espiarlo algunas tardes. Lo veía trepar al viejo techo de la casa, tender una manta y pasar horas de horas leyendo. Estaba obsesionado por la lectura, leía en el techo, bajo los árboles, en el corral y hasta en la chacra, mientras pastaban las vacas. Cuando no estaba leyendo, observaba las estrellas, con la concentración de un zorro antes de cazar a su presa; las miraba fijamente y las contaba entre dientes. El tío solía decir que las estrellas estaban inmóviles en el cielo, que cada una ocupaba el lugar de siempre, de día y de noche, siempre en el mismo lugar.
-Tpolomeo tenía tanta razón. Las estrellas se quedan fijas en el cielo, se acostumbraron a estar así, es cómodo para ellas-, decía con frecuencia
- ¿Y las estrellas fugaces? - le replicaba con incredulidad y cierto enojo.
-Esas estrellas se están muriendo de aburrimiento, decía, mientras una gran sonrisa se dibujaba en su rostro.
Nadie supo nada de él durante todo este tiempo. Un buen día no volvió más. Algunos en el pueblo comentaban que lo vieron con su guitarra dando vueltas en la fiesta patronal de Chicche, allá por la altura. Otros decían que se metió en problemas y que fue a parar a la cárcel. Había quienes rumoraban que se fue con “ellos”, allá por la selva ¿sería esa la razón por la cual no dio señales de vida por tanto años? ¿alguien lo perseguía para hacerle daño? o ¿simplemente se aburrió y decidió volver?
Corrí a la casa casi sin respirar, quería ver el rostro de la abuela ahora que su hijo estaba de regreso. Seguro a ella no le importaría los kilos de menos y la apariencia tan desmejorada que tenía. Al llegar, encontré a los abuelos en el establo alimentando a las vacas, como si nada hubiera pasado. Angustiado y sin decir una palabra, caminé hacia su cuarto y descubrí que todo estaba igual al día de su partida. Me asomé por el balcón y creo que pude verlo alejarse lentamente en medio de los árboles. Ese día entendí que él no había vuelto a ver a su familia. El hombre que pasó frente a la casa de su niñez sin siquiera voltear a ver, ya no era más mi tío. De Tolomeo Ccasa ya solo quedaban recuerdos y las viejas fotografías que la abuela atesoraba en su álbum familiar. Pienso que quizás fue mejor así, nadie encuentra a quien no quiere que lo encuentren y estaba claro que el ya no sentía pertenecer a este lugar.
*(1983- Concepción, Perú)
Comunicadora Social aficionada a la literatura y la poesía. Ha desarrollado su labor profesional en constante relación con las comunidades rurales, poblaciones indígenas y población urbano marginal de su país. La cercanía al campo se dio desde su niñez, durante temporadas cortas pero significativas con sus abuelos maternos, en el hermoso Valle del Mantaro, Junín. Escribe por añoranza, para aliviar las pérdidas, por ilusión.
ID @patricia.torrest
Comunicadora Social aficionada a la literatura y la poesía. Ha desarrollado su labor profesional en constante relación con las comunidades rurales, poblaciones indígenas y población urbano marginal de su país. La cercanía al campo se dio desde su niñez, durante temporadas cortas pero significativas con sus abuelos maternos, en el hermoso Valle del Mantaro, Junín. Escribe por añoranza, para aliviar las pérdidas, por ilusión.
ID @patricia.torrest