Puerto Real
J.R Spinoza*
Pasé mi verano en la ciudad de Puerto Real. Mi padre fue el ganador del sorteo en su trabajo, un par de boletos todo pagado a las paradisíacas playas jamaiquinas.
Hacía mucho que no convivíamos. Mi madre murió cuando yo tenía siete; y mi padre fue absorbido por su empleo. Nunca me faltó nada, tampoco me golpeó ni trajo otras mujeres a la casa. Un gran padre, pese a su ausencia.
Durante el vuelo tuvimos oportunidad de conversar largo y tendido. Yo estaba por entrar al último año de secundaria. Él buscando el ascenso a gerente.
Una vez tocamos tierra nos encaminamos, al que decían los folletos, era el mejor restaurante de mariscos de la ciudad. Donde aprendí dos cosas, primero, los camarones que en mi ciudad que venden como “grandes”, son en verdad medianos; y segundo, la salsa que tiene un pulpito morado en la etiqueta debe usarse a cuenta gotas. Necesité ocho vasos de limonada para poder quitarme el picante de la lengua.
Fuimos a un recorrido guiado. Una amable señorita, de piel tostada y labios gruesos nos enseñó los sitios representativos de la región. Una estatua del dios Poseidón con su tridente erguido. Medía unos siete metros de alto, llevaba en la cabeza una corona. La parte inferior de su cuerpo era similar a la de una sirena. Nos tomamos un par de fotos ahí. También en un viejo barco encallado en el muelle. La mujer nos narró que la ciudad era constantemente visitada por piratas en la época de las grandes expediciones.
—Venían a Puerto Real a esconder el oro que robaban a barcos españoles.
El resto de la tarde la pasamos comiendo ostiones y nadando en las cristalinas aguas de la playa. Si acaso hubo algún momento aburrido fue durante la noche. Papá salía y me dejaba encerrado en el cuarto de hotel. Solía irse también en casa, una o dos veces al mes. Nunca lo decía, pero yo sabía perfectamente que se iba a coger. Me gustaba pensar que siempre conseguía su objetivo.
Los días siguientes me la pasé comiendo mariscos, jaibas, pulpo y hasta tiburón. Por las tardes nadando y compitiendo con mi padre por ver quien aguantaba más la respiración. Lo último relevante que hice fue aventarme del bungee. Tardé veinte minutos en convencer al viejo de dejarme subir.
Treinta metros de altura. Arriba de esa monstruosa y tambaleante estructura, el viento sopla con más fuerza. Me sujeté el arnés de seguridad y un hombre flaco y moreno me colocó la pechera. Inspiré, como si el aire que entrara a mis pulmones se convirtiese en valor. Brinqué. La caída fue fugaz. Tuve apenas tiempo de gritar mientras sentía como la sangre se me iba trepidante a la cabeza. Sentí los dedos entumidos y las rodillas como flan. El rebote me lanzó un par de metros hacia arriba y volví a caer. Me quedé suspendido, sujetado sólo por el arnés, la pechera y una cuerda hecha de látex. Podía ver un par de soles en el cielo que se unían parsimoniosos hasta formar una sola esfera.
Entonces escuché un crujido.
—¡Qué envidia me da!—me dijo Sofía. Quien me había estado escuchando con atención durante todo mi relato. Mirándome fijamente con sus enormes ojos color miel.
--Es la primera vez que disfruto una tarea; incluso imprimiré algunas fotos para pegarlas en el trabajo.
—Lo único que hice fue ayudar a mi madre en la florería, no creo poder llenar ni media página con eso—se quejó mi compañera.
Me despedí de ella y tomé el microbús. Al llegar a casa aventé mi mochila en el sillón y me quité los zapatos en la sala. Como hacía mucho calor, tomé también los calcetines y los hice rollito, para después aventarlos detrás del sillón. Era extraño. La casa estaba más limpia de lo habitual. Quizá papá había despertado con ganas de recoger un poco.
Saqué mi cuaderno y comencé a vaciar mi relato. Lo tenía tan fresco que me tomó solamente once minutos terminarlo. Desbloqueé el móvil para seleccionar las fotos que iba a imprimir, pero no pude encontrarlas.
En ese momento papá entró por la puerta.
—¿Llegas temprano?
—Muy gracioso —se acercó y echando un vistazo en mi cuaderno me regaló una sonrisa seguida de un gesto de aprobación —parece que empezaremos con el pie derecho en la escuela.
—Sí viejo. Estoy por terminar. ¿Sabes dónde están las fotos de nuestras vacaciones? ¿No las encuentro?
—Yo las traigo.
Agarré su celular. Aunque juraría que las habíamos tomado con el mío. Contemplé la fotografía por poco más de un minuto.
La imagen revelaba a mi padre y a mí posando frente a la estatua de un hombre con guitarra y sombrero.
—¿Quién es?
—Es Bob Marley.
—¿Y nuestra foto con Poseidón?
Si mi padre respondió o no, jamás lo sabré. La siguiente fotografía mostraba a tres personas junto a un letrero con la leyenda: “Bienvenidos a Kingston”. La tercera persona era una mujer.
—Ya te dije que no dejes tus calcetines detrás del sillón Para eso está el cesto.
Era mamá.
Descubrí la verdad en internet. Puerto Real era la capital de Jamaica. Hasta que el 7 de junio de 1692 un terremoto provocó un tsunami la hundió hasta las profundidades del mar. Kingston fue nombrada capital después de eso.
He decidido no contarle a nadie, fingir que recuerdo las cosas que mi madre cree haber vivido conmigo. Está de más decir que no llevé la tarea al día siguiente.
Hacía mucho que no convivíamos. Mi madre murió cuando yo tenía siete; y mi padre fue absorbido por su empleo. Nunca me faltó nada, tampoco me golpeó ni trajo otras mujeres a la casa. Un gran padre, pese a su ausencia.
Durante el vuelo tuvimos oportunidad de conversar largo y tendido. Yo estaba por entrar al último año de secundaria. Él buscando el ascenso a gerente.
Una vez tocamos tierra nos encaminamos, al que decían los folletos, era el mejor restaurante de mariscos de la ciudad. Donde aprendí dos cosas, primero, los camarones que en mi ciudad que venden como “grandes”, son en verdad medianos; y segundo, la salsa que tiene un pulpito morado en la etiqueta debe usarse a cuenta gotas. Necesité ocho vasos de limonada para poder quitarme el picante de la lengua.
Fuimos a un recorrido guiado. Una amable señorita, de piel tostada y labios gruesos nos enseñó los sitios representativos de la región. Una estatua del dios Poseidón con su tridente erguido. Medía unos siete metros de alto, llevaba en la cabeza una corona. La parte inferior de su cuerpo era similar a la de una sirena. Nos tomamos un par de fotos ahí. También en un viejo barco encallado en el muelle. La mujer nos narró que la ciudad era constantemente visitada por piratas en la época de las grandes expediciones.
—Venían a Puerto Real a esconder el oro que robaban a barcos españoles.
El resto de la tarde la pasamos comiendo ostiones y nadando en las cristalinas aguas de la playa. Si acaso hubo algún momento aburrido fue durante la noche. Papá salía y me dejaba encerrado en el cuarto de hotel. Solía irse también en casa, una o dos veces al mes. Nunca lo decía, pero yo sabía perfectamente que se iba a coger. Me gustaba pensar que siempre conseguía su objetivo.
Los días siguientes me la pasé comiendo mariscos, jaibas, pulpo y hasta tiburón. Por las tardes nadando y compitiendo con mi padre por ver quien aguantaba más la respiración. Lo último relevante que hice fue aventarme del bungee. Tardé veinte minutos en convencer al viejo de dejarme subir.
Treinta metros de altura. Arriba de esa monstruosa y tambaleante estructura, el viento sopla con más fuerza. Me sujeté el arnés de seguridad y un hombre flaco y moreno me colocó la pechera. Inspiré, como si el aire que entrara a mis pulmones se convirtiese en valor. Brinqué. La caída fue fugaz. Tuve apenas tiempo de gritar mientras sentía como la sangre se me iba trepidante a la cabeza. Sentí los dedos entumidos y las rodillas como flan. El rebote me lanzó un par de metros hacia arriba y volví a caer. Me quedé suspendido, sujetado sólo por el arnés, la pechera y una cuerda hecha de látex. Podía ver un par de soles en el cielo que se unían parsimoniosos hasta formar una sola esfera.
Entonces escuché un crujido.
—¡Qué envidia me da!—me dijo Sofía. Quien me había estado escuchando con atención durante todo mi relato. Mirándome fijamente con sus enormes ojos color miel.
--Es la primera vez que disfruto una tarea; incluso imprimiré algunas fotos para pegarlas en el trabajo.
—Lo único que hice fue ayudar a mi madre en la florería, no creo poder llenar ni media página con eso—se quejó mi compañera.
Me despedí de ella y tomé el microbús. Al llegar a casa aventé mi mochila en el sillón y me quité los zapatos en la sala. Como hacía mucho calor, tomé también los calcetines y los hice rollito, para después aventarlos detrás del sillón. Era extraño. La casa estaba más limpia de lo habitual. Quizá papá había despertado con ganas de recoger un poco.
Saqué mi cuaderno y comencé a vaciar mi relato. Lo tenía tan fresco que me tomó solamente once minutos terminarlo. Desbloqueé el móvil para seleccionar las fotos que iba a imprimir, pero no pude encontrarlas.
En ese momento papá entró por la puerta.
—¿Llegas temprano?
—Muy gracioso —se acercó y echando un vistazo en mi cuaderno me regaló una sonrisa seguida de un gesto de aprobación —parece que empezaremos con el pie derecho en la escuela.
—Sí viejo. Estoy por terminar. ¿Sabes dónde están las fotos de nuestras vacaciones? ¿No las encuentro?
—Yo las traigo.
Agarré su celular. Aunque juraría que las habíamos tomado con el mío. Contemplé la fotografía por poco más de un minuto.
La imagen revelaba a mi padre y a mí posando frente a la estatua de un hombre con guitarra y sombrero.
—¿Quién es?
—Es Bob Marley.
—¿Y nuestra foto con Poseidón?
Si mi padre respondió o no, jamás lo sabré. La siguiente fotografía mostraba a tres personas junto a un letrero con la leyenda: “Bienvenidos a Kingston”. La tercera persona era una mujer.
—Ya te dije que no dejes tus calcetines detrás del sillón Para eso está el cesto.
Era mamá.
Descubrí la verdad en internet. Puerto Real era la capital de Jamaica. Hasta que el 7 de junio de 1692 un terremoto provocó un tsunami la hundió hasta las profundidades del mar. Kingston fue nombrada capital después de eso.
He decidido no contarle a nadie, fingir que recuerdo las cosas que mi madre cree haber vivido conmigo. Está de más decir que no llevé la tarea al día siguiente.
*H. Matamoros, Tamaulipas (1990). Escritor y profesor mexicano. Licenciado en Educación Primaria, ejerce como docente en la Secretaría de Educación Pública, desde 2013. Asiste al Taller de Apreciación y Creación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). Pacto Maldito (Pathbooks, 2019).