Rapsodia única[1]
René Ostos
Cuéntanos, Musa, la historia de aquél rapaz de múltiples oficios que, poco después de haber aprendido el arte de uno nuevo, se vio obligado a defender su plaza de aquellos cuya intención era despojarlo de su dominio; cómo fue que salió victorioso de las batallas con los primeros dos y de qué forma fue cruelmente derrotado por el tercero, mas, habiéndose recuperado de múltiples heridas, regresó y se hizo justicia por mano propia. ¡Oh, Musa! Anda, apiádate de nuestra curiosidad que es mucha y nárranos aunque sea sólo un fragmento de tan heroica hazaña.
En aquel tiempo Chanfalla, aguerrido mancebo, había cambiado de oficio, comerciaba diarios al poniente de una transitada vía de la polis. A plena oscuridad, aún antes del canto del gallo, iba con su estruendoso carro a recoger la mercancía que habría de venderse en la jornada. Arribaba a su esquina cuando la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, se deja ver en el horizonte; tendía sobre el suelo y, tan pronto disponía sus periódicos, con brevedad daba lectura a las noticias más destacadas, llevaba su broncínea mano a la boca y entonaba con voz sonora su pregón.
Una mañana, mientras Chanfalla leía las noticias, frente a él, otro papelero, sobre el que pesaban los mismos ayeres, se puso a vender periódico no importando que aquella plaza tuviera dueño. A Chanfalla, su maestro de oficio, le había advertido con insistencia que se cuidara de ser despojado de su esquina, porque un comerciante de periódico sin esquina es un general sin ejército. Chanfalla miró de pies a cabeza a su rival, lo encontró insignificante pues era lánguido y carente de músculos.
Chanfalla, — ¡Desvergonzado! ¿Qué crees que haces, canalla?
Rival 1. — ¿Acaso eres tonto o es que la salida de Helios te ha cegado? Ahora esta esquina es mía.
Con torvo rostro, el aguerrido Chanfalla contestó:
Chanfalla. — No carezco de entendimiento ni cegado estoy por Helios, mi vista es diáfana y me doy cuenta que intentas arrebatar mi sitio ¡Lárgate, bribón! Esta plaza ya tiene dueño.
El invasor midió a Chanfalla, lo supo de menor largueza, y retándolo lo miró fijamente a los ojos:
Rival 1. — ¡No me iré, extraño! si quieres el lugar tendrás que pelear por él.
Ante la afrenta, luchar era inevitable. Chanfalla amazó los puños cual si fueran piedras y golpeó con heráclida fuerza el rostro del retador. El impacto cimbró el macilento cuerpo de aquél que cayó al piso con todas sus pertenencias. Chanfalla no dio tregua, se arrodilló con violencia sobre el tórax del infeliz y golpeó repetidas veces rostro y abdomen según se descuidaba uno para proteger el otro. Los curiosos se aglomeraron alrededor de la batalla animando a la masacre. El intruso intentaba vanamente levantarse, pero los persistentes golpes chanfallezcos lo impedían. Llegó el momento en que el altanero retador rogaba por su vida:
Rival 1. — ¡Oh, gran guerrero, perdona mi insolencia! ¡Por los númenes apiádate de mí!
El piadoso Chanfalla cesó los golpes, el otro mancebo se incorporó con dificultad y recogió su mercancía del piso. No obstante que de su faz brotaba sangre a raudales, antes de marcharse lanzó un último insulto a su verdugo:
Rival 1. — ¡Extraño, maldito seas, en el alto cielo espero que los númenes castiguen tu crueldad!
Chanfalla, cuya batalla sabía ganada, se comportó magnánimo y le dejo ir sin cobrarse esa última afrenta.
Gracias a la guerra en el viejo continente, la venta de periódico en aquel sitio confluido era de prosperidad envidiable, así el segundo invasor no se hizo esperar y apareció una mañana pregonando una noticia por los dominios de Chanfalla.
Rival 2. — ¡Los galos han sido derrotados por los germanos, los galos han sido derrotados!
Chanfalla lo midió, tendría catorce años, tres más que él; era más alto, pero no más fuerte, pues se veía famélico. Corrió hacia el invasor y le tiró descomunal golpe al pecho, la estatura de éste no dejaba al alcance su rostro. El escuálido mancebo respondió la artera agresión, golpeó la oreja izquierda de Chanfalla, dejándolo aturdido. Los transeúntes se agruparon alrededor de los gladiadores motivándolos a la guerra. Chanfalla, aguerrido mancebo, no alcanzaba a impactar el rostro de su rival, mas el estómago le quedaba a la altura y fue ahí donde descargó toda su ira. Un golpe certero dejó sin aliento al invasor que se dobló y dejó su rostro al alcance de Chanfalla, quien sin dilación golpeó nariz y ojos de aquel insensato. Cuando el invasor recobró el aliento, pidió misericordia entre sollozos y vináceos ríos que le escurrían del rostro. Chanfalla, misericordioso le dejo ir y aquella piltrafa recogió sus pertenencias y emprendió triste retirada.
Durante corto periodo, la paz reinó sobre el territorio, pues días más tarde, la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, se asomó por el oriente y con ella un tercer codiciador de la esquina dorada. Mal encarado y fornido, de dieciocho años a cuestas, tendió su mercancía y dirigiéndose a Chanfalla le dijo con desprecio:
Rival 3. — A partir de este sol la plaza es mía ¡lárgate!
Chanfalla se dio cuenta de que aquel enemigo era mucho más fuerte que él, mas su dignidad de héroe no podía permitir tal despojo e impunidad. Mientras el invasor de polifema figura se ocupaba agachado del tendido de su mercancía, Chanfalla, prolijo en ardides, sacó provecho de tal distracción y tomando impulso impactó colosal patada entre nariz y boca del jayán invasor. Éste se levantó colérico, incrédulo ante el hecho de que Chanfalla mucho menos fuerte y alto que él osara retarlo; escupió sangre y se lanzó contra el legítimo dueño de la esquina. La abismal diferencia en la proporción de los cuerpos no dilató en imponerse. El invasor de polifema figura golpeaba sin misericordia a Chanfalla, puñetazos, patadas, patadas y puñetazos cimbraban el cuerpo del héroe despojado que, no obstante, seguía luchando imperioso. Los testigos de la batalla, curiosos transeúntes de aquella vía, gritaban complacidos por la visión. Ambos gladiadores sangraban, pero de Chanfalla la fatiga había hecho presa y sus pómulos amoratados reventaban en vinácea caída, sus ojos se mostraban como brazas encendidas y su sanguinolenta boca había perdido un diente; sin embargo, Chanfalla no cejaba en su empresa. El invasor de polifema figura, quien también mostraba agotamiento y se dolía del primer golpe y de ninguno más, apoyó su mano derecha sobre el sangrante rostro de Chanfalla, con presión impetuosa trató de impactar la cabeza enemiga contra el muro de piedra, mas no pudo culminar su propósito, pues el heroico Chanfalla clavó sus caninos con toda su fuerza en el dedo Saturno del usurpador, que intentó zafarse, pero a cada tirón la piel del dedo se desgarraba más y la sangre brotaba en abundancia. Colérico, el jayán invasor recargó todo el peso de su cuerpo, intentando aplastar la empecinada cabeza hasta reventarla contra el muro de piedra. Los espectadores, sedientos de sangre, aullaban enloquecidos presagiando el final, mas el violento deseo se vio frustrado por un guardia que, atraído por el estruendo en la vía, se acercó a la multitud y cesó la pelea. Puso a ambos rivales contra el muro, aún jadeantes como jabalíes, separados uno del otro; y una vez que los hubo dispuesto así, se dirigió con autoridad:
Guardia. — ¡Insensatos! ¡Perturbadores del orden público! No quiero volver a verlos ¡Anden, largo, cada uno por su lado! ¡Por Zeus que si los veo otra vez en esta plaza, los encerraré y tiraré la llave a la ribera de los Remedios!
Chanfalla, vapuleado, ni siquiera intentó recoger sus periódicos, menos aún tirar de su estruendoso carro; era inútil, tan desastroso era su estado que cualquiera podría despojarle y él no ofrecería ninguna resistencia, mejor era mandar todo al Hades y olvidarse de tan afrentoso oficio. En lento andar se alejó hacia el Oeste, se introdujo en un caserío, con abundante agua lavó sus heridas y, presa de fatiga e inmenso dolor, se recostó bajo el amparo del portal de la entrada. Más tarde, recuperadas sus fuerzas, emprendió el viaje hacia la tierra que le acogió, la Bella Can.
Chanfalla, tan pronto arribó a sus dominios, fué en busca de Lucha, la de oficio carbonera, que avezada en menesteres curativos, atendió las heridas del golpeado héroe. Una vez que su castigado cuerpo recibió medicina, fue sin dilación donde sus cofrades, y Tonelillo, hermano de hazañas, al verlo le dijo estas palabras:
Tonelillo. — ¡Chanfalla, por los númenes! ¿Qué te ha sucedido?
El héroe despojado narró una a una las correrías de las que fue objeto; y al término de su historia Tonelillo le dirigió estas aladas palabras:
Tonelillo. — ¡Chanfalla, noble guerrero! esa infamia no quedará impune, iremos donde el invasor y tomaremos venganza en tu nombre.
Mas Chanfalla, cuyo honor había sido manchado, respondió:
Chanfalla. — ¡Tonelillo!, sin duda se ha de tomar venganza, pero la venganza es un manjar que sólo yo probaré. Cuando sanen mis heridas iré donde aquél y cobraré la afrenta.
El Payo, también compañero de correrías, no creyéndolo capaz, le dijo con escarnio:
Payo. — ¡Héroe!, ¿es que acaso irás por otra derrota?
Chanfalla, cauto en el hablar, respondió con estas aladas palabras:
Chanfalla. — ¡Payo!, ya que te portas incrédulo ante mi cantada venganza, sábete ahora que tú me acompañarás en el viaje y atestiguarás el desagravio.
Treinta soles con sus lunas pasaron, Chanfalla habíase recuperado de sus heridas y, antes de que la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, asomara en el horizonte; él y su cofrade Payo se dirigían al sitio donde tomaría venganza. Un día antes, Chanfalla siguió al jayán usurpador, memorizó su ruta y escogió el sitio donde le haría caer. Un bosquecillo junto a la vía Reforma constituía el escudo ideal para aquella empresa. Cuando el enemigo de polifema figura atravesaba la vía Reforma tirando del estruendoso coche que fuera de Chanfalla, el héroe despojado llevó la mano a su bolsillo, sacó un guijarro y su Venus, resortera de palisandro con la imagen de una musa desnuda tallada en el mango; puso el guijarro en la horquilla y tensó las cuerdas al máximo. El proyectil impactó el hombro izquierdo del enemigo que, adolorido, detuvo su marcha buscando el sitio de donde manó el ataque. Sin dilación descubrió el lugar desde el cual le atacaban e identificó a su agresor, soltó la cuerda de la que tiraba del carro y, cubriéndose el rostro con la mano, se encaminó colérico donde Chanfalla ya preparaba el siguiente proyectil. El segundo impacto causó un descalabro a poca distancia de la frente, pero el rival, acostumbrado al castigo, no retrocedió, con ambas manos se cubrió el rostro y la cabeza, aminoró la marcha y se agachó más para protegerse. Chanfalla, pródigo en ardides, aprovechó la poca visión que tenía el enemigo, se movió para un costado, tensó de nueva cuenta las cuerdas de su Venus y un tercer guijarro destrozó la oreja derecha de su rival. Mas el usurpador de polifema figura no cejó en su empeño y caminó más rápido. Otra piedra surcó el viento impactándose con violencia en el pómulo del usurpador, entonces se supo perdido y comenzó la retirada. En la nuca se estrelló otro guijarro, el enemigo cayó inconsciente dejando al descubierto el rostro, Chanfalla caminó donde yacía el cuerpo de su enemigo, tensó las cuerdas de su Venus y alojó una piedra en la cuenca del ojo derecho. Procedía a hacer el disparo definitivo cuando el Payo le detuvo con estas aladas palabras:
Payo. — ¡Chanfalla!, no hay razón para que tomes su vida, ya ha tenido suficiente, y con ello te recordará hasta final de su tiempo. En cuanto a mí, te pido disculpas por haber dudado de tu grandeza.
Chanfalla destensó lentamente las cuerdas, respiró profundo y guardó su deiforme Venus. Y así, héroe y testigo emprendieron el camino de regreso a la Bella Can.
En aquel tiempo Chanfalla, aguerrido mancebo, había cambiado de oficio, comerciaba diarios al poniente de una transitada vía de la polis. A plena oscuridad, aún antes del canto del gallo, iba con su estruendoso carro a recoger la mercancía que habría de venderse en la jornada. Arribaba a su esquina cuando la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, se deja ver en el horizonte; tendía sobre el suelo y, tan pronto disponía sus periódicos, con brevedad daba lectura a las noticias más destacadas, llevaba su broncínea mano a la boca y entonaba con voz sonora su pregón.
Una mañana, mientras Chanfalla leía las noticias, frente a él, otro papelero, sobre el que pesaban los mismos ayeres, se puso a vender periódico no importando que aquella plaza tuviera dueño. A Chanfalla, su maestro de oficio, le había advertido con insistencia que se cuidara de ser despojado de su esquina, porque un comerciante de periódico sin esquina es un general sin ejército. Chanfalla miró de pies a cabeza a su rival, lo encontró insignificante pues era lánguido y carente de músculos.
Chanfalla, — ¡Desvergonzado! ¿Qué crees que haces, canalla?
Rival 1. — ¿Acaso eres tonto o es que la salida de Helios te ha cegado? Ahora esta esquina es mía.
Con torvo rostro, el aguerrido Chanfalla contestó:
Chanfalla. — No carezco de entendimiento ni cegado estoy por Helios, mi vista es diáfana y me doy cuenta que intentas arrebatar mi sitio ¡Lárgate, bribón! Esta plaza ya tiene dueño.
El invasor midió a Chanfalla, lo supo de menor largueza, y retándolo lo miró fijamente a los ojos:
Rival 1. — ¡No me iré, extraño! si quieres el lugar tendrás que pelear por él.
Ante la afrenta, luchar era inevitable. Chanfalla amazó los puños cual si fueran piedras y golpeó con heráclida fuerza el rostro del retador. El impacto cimbró el macilento cuerpo de aquél que cayó al piso con todas sus pertenencias. Chanfalla no dio tregua, se arrodilló con violencia sobre el tórax del infeliz y golpeó repetidas veces rostro y abdomen según se descuidaba uno para proteger el otro. Los curiosos se aglomeraron alrededor de la batalla animando a la masacre. El intruso intentaba vanamente levantarse, pero los persistentes golpes chanfallezcos lo impedían. Llegó el momento en que el altanero retador rogaba por su vida:
Rival 1. — ¡Oh, gran guerrero, perdona mi insolencia! ¡Por los númenes apiádate de mí!
El piadoso Chanfalla cesó los golpes, el otro mancebo se incorporó con dificultad y recogió su mercancía del piso. No obstante que de su faz brotaba sangre a raudales, antes de marcharse lanzó un último insulto a su verdugo:
Rival 1. — ¡Extraño, maldito seas, en el alto cielo espero que los númenes castiguen tu crueldad!
Chanfalla, cuya batalla sabía ganada, se comportó magnánimo y le dejo ir sin cobrarse esa última afrenta.
Gracias a la guerra en el viejo continente, la venta de periódico en aquel sitio confluido era de prosperidad envidiable, así el segundo invasor no se hizo esperar y apareció una mañana pregonando una noticia por los dominios de Chanfalla.
Rival 2. — ¡Los galos han sido derrotados por los germanos, los galos han sido derrotados!
Chanfalla lo midió, tendría catorce años, tres más que él; era más alto, pero no más fuerte, pues se veía famélico. Corrió hacia el invasor y le tiró descomunal golpe al pecho, la estatura de éste no dejaba al alcance su rostro. El escuálido mancebo respondió la artera agresión, golpeó la oreja izquierda de Chanfalla, dejándolo aturdido. Los transeúntes se agruparon alrededor de los gladiadores motivándolos a la guerra. Chanfalla, aguerrido mancebo, no alcanzaba a impactar el rostro de su rival, mas el estómago le quedaba a la altura y fue ahí donde descargó toda su ira. Un golpe certero dejó sin aliento al invasor que se dobló y dejó su rostro al alcance de Chanfalla, quien sin dilación golpeó nariz y ojos de aquel insensato. Cuando el invasor recobró el aliento, pidió misericordia entre sollozos y vináceos ríos que le escurrían del rostro. Chanfalla, misericordioso le dejo ir y aquella piltrafa recogió sus pertenencias y emprendió triste retirada.
Durante corto periodo, la paz reinó sobre el territorio, pues días más tarde, la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, se asomó por el oriente y con ella un tercer codiciador de la esquina dorada. Mal encarado y fornido, de dieciocho años a cuestas, tendió su mercancía y dirigiéndose a Chanfalla le dijo con desprecio:
Rival 3. — A partir de este sol la plaza es mía ¡lárgate!
Chanfalla se dio cuenta de que aquel enemigo era mucho más fuerte que él, mas su dignidad de héroe no podía permitir tal despojo e impunidad. Mientras el invasor de polifema figura se ocupaba agachado del tendido de su mercancía, Chanfalla, prolijo en ardides, sacó provecho de tal distracción y tomando impulso impactó colosal patada entre nariz y boca del jayán invasor. Éste se levantó colérico, incrédulo ante el hecho de que Chanfalla mucho menos fuerte y alto que él osara retarlo; escupió sangre y se lanzó contra el legítimo dueño de la esquina. La abismal diferencia en la proporción de los cuerpos no dilató en imponerse. El invasor de polifema figura golpeaba sin misericordia a Chanfalla, puñetazos, patadas, patadas y puñetazos cimbraban el cuerpo del héroe despojado que, no obstante, seguía luchando imperioso. Los testigos de la batalla, curiosos transeúntes de aquella vía, gritaban complacidos por la visión. Ambos gladiadores sangraban, pero de Chanfalla la fatiga había hecho presa y sus pómulos amoratados reventaban en vinácea caída, sus ojos se mostraban como brazas encendidas y su sanguinolenta boca había perdido un diente; sin embargo, Chanfalla no cejaba en su empresa. El invasor de polifema figura, quien también mostraba agotamiento y se dolía del primer golpe y de ninguno más, apoyó su mano derecha sobre el sangrante rostro de Chanfalla, con presión impetuosa trató de impactar la cabeza enemiga contra el muro de piedra, mas no pudo culminar su propósito, pues el heroico Chanfalla clavó sus caninos con toda su fuerza en el dedo Saturno del usurpador, que intentó zafarse, pero a cada tirón la piel del dedo se desgarraba más y la sangre brotaba en abundancia. Colérico, el jayán invasor recargó todo el peso de su cuerpo, intentando aplastar la empecinada cabeza hasta reventarla contra el muro de piedra. Los espectadores, sedientos de sangre, aullaban enloquecidos presagiando el final, mas el violento deseo se vio frustrado por un guardia que, atraído por el estruendo en la vía, se acercó a la multitud y cesó la pelea. Puso a ambos rivales contra el muro, aún jadeantes como jabalíes, separados uno del otro; y una vez que los hubo dispuesto así, se dirigió con autoridad:
Guardia. — ¡Insensatos! ¡Perturbadores del orden público! No quiero volver a verlos ¡Anden, largo, cada uno por su lado! ¡Por Zeus que si los veo otra vez en esta plaza, los encerraré y tiraré la llave a la ribera de los Remedios!
Chanfalla, vapuleado, ni siquiera intentó recoger sus periódicos, menos aún tirar de su estruendoso carro; era inútil, tan desastroso era su estado que cualquiera podría despojarle y él no ofrecería ninguna resistencia, mejor era mandar todo al Hades y olvidarse de tan afrentoso oficio. En lento andar se alejó hacia el Oeste, se introdujo en un caserío, con abundante agua lavó sus heridas y, presa de fatiga e inmenso dolor, se recostó bajo el amparo del portal de la entrada. Más tarde, recuperadas sus fuerzas, emprendió el viaje hacia la tierra que le acogió, la Bella Can.
Chanfalla, tan pronto arribó a sus dominios, fué en busca de Lucha, la de oficio carbonera, que avezada en menesteres curativos, atendió las heridas del golpeado héroe. Una vez que su castigado cuerpo recibió medicina, fue sin dilación donde sus cofrades, y Tonelillo, hermano de hazañas, al verlo le dijo estas palabras:
Tonelillo. — ¡Chanfalla, por los númenes! ¿Qué te ha sucedido?
El héroe despojado narró una a una las correrías de las que fue objeto; y al término de su historia Tonelillo le dirigió estas aladas palabras:
Tonelillo. — ¡Chanfalla, noble guerrero! esa infamia no quedará impune, iremos donde el invasor y tomaremos venganza en tu nombre.
Mas Chanfalla, cuyo honor había sido manchado, respondió:
Chanfalla. — ¡Tonelillo!, sin duda se ha de tomar venganza, pero la venganza es un manjar que sólo yo probaré. Cuando sanen mis heridas iré donde aquél y cobraré la afrenta.
El Payo, también compañero de correrías, no creyéndolo capaz, le dijo con escarnio:
Payo. — ¡Héroe!, ¿es que acaso irás por otra derrota?
Chanfalla, cauto en el hablar, respondió con estas aladas palabras:
Chanfalla. — ¡Payo!, ya que te portas incrédulo ante mi cantada venganza, sábete ahora que tú me acompañarás en el viaje y atestiguarás el desagravio.
Treinta soles con sus lunas pasaron, Chanfalla habíase recuperado de sus heridas y, antes de que la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, asomara en el horizonte; él y su cofrade Payo se dirigían al sitio donde tomaría venganza. Un día antes, Chanfalla siguió al jayán usurpador, memorizó su ruta y escogió el sitio donde le haría caer. Un bosquecillo junto a la vía Reforma constituía el escudo ideal para aquella empresa. Cuando el enemigo de polifema figura atravesaba la vía Reforma tirando del estruendoso coche que fuera de Chanfalla, el héroe despojado llevó la mano a su bolsillo, sacó un guijarro y su Venus, resortera de palisandro con la imagen de una musa desnuda tallada en el mango; puso el guijarro en la horquilla y tensó las cuerdas al máximo. El proyectil impactó el hombro izquierdo del enemigo que, adolorido, detuvo su marcha buscando el sitio de donde manó el ataque. Sin dilación descubrió el lugar desde el cual le atacaban e identificó a su agresor, soltó la cuerda de la que tiraba del carro y, cubriéndose el rostro con la mano, se encaminó colérico donde Chanfalla ya preparaba el siguiente proyectil. El segundo impacto causó un descalabro a poca distancia de la frente, pero el rival, acostumbrado al castigo, no retrocedió, con ambas manos se cubrió el rostro y la cabeza, aminoró la marcha y se agachó más para protegerse. Chanfalla, pródigo en ardides, aprovechó la poca visión que tenía el enemigo, se movió para un costado, tensó de nueva cuenta las cuerdas de su Venus y un tercer guijarro destrozó la oreja derecha de su rival. Mas el usurpador de polifema figura no cejó en su empeño y caminó más rápido. Otra piedra surcó el viento impactándose con violencia en el pómulo del usurpador, entonces se supo perdido y comenzó la retirada. En la nuca se estrelló otro guijarro, el enemigo cayó inconsciente dejando al descubierto el rostro, Chanfalla caminó donde yacía el cuerpo de su enemigo, tensó las cuerdas de su Venus y alojó una piedra en la cuenca del ojo derecho. Procedía a hacer el disparo definitivo cuando el Payo le detuvo con estas aladas palabras:
Payo. — ¡Chanfalla!, no hay razón para que tomes su vida, ya ha tenido suficiente, y con ello te recordará hasta final de su tiempo. En cuanto a mí, te pido disculpas por haber dudado de tu grandeza.
Chanfalla destensó lentamente las cuerdas, respiró profundo y guardó su deiforme Venus. Y así, héroe y testigo emprendieron el camino de regreso a la Bella Can.
[1] Recreación homérica del capítulo 28 de la novela “El Chanfalla” de Gonzalo Martré. Editorial Gernika.