Repetición
Hugo Vargas*
No creo estar errado si afirmo que ella lo planeó todo. Sí. Aunque la historia fue luego modificada y adaptada a las conveniencias de una mujer de su categoría y posición, eso no quita que los hechos hayan ocurrido de una manera completamente opuesta a la que se conocen.
Ella lo amaba. Sí. Él también. Aunque no lo demostraban. Ella se cuidaba bien de aparentar en los pasillos y los paseos públicos pero en el fondo su único deseo era estrecharlo entre sus brazos. Era un amor prohibido y, por ello, apasionado.
Solo se habían visto una vez: el día que lo encerraron para siempre. Pero una mirada bastó, un solo gesto, para entender que debían estar juntos.
Ella intentó llegar a él muchas veces. Él buscó mil y una formas de librarse de su prisión, de derribar los muros, de escapar. Extenuó los corredores, las galerías en desesperada fuga sin encontrar los medios ni las formas. El tiempo, vil enemigo, pasaba sin esperanzas.
Ella desfallecía.
Sin embargo, aquella mañana fría y silenciosa la sorprendió la inesperada presencia de aquel hombre. Vio en él la posibilidad que tanto tiempo había esperado. Le costó mucho trabajo no ceder a la desesperación que la invadía por dentro. Cuando su padre se lo presentó actuó con naturalidad y aplomo, sin dejar entrever sus verdaderas intenciones.
Con astucia consumada fue ganando su atención, atrayéndolo, guiándolo a sus redes.
Hasta que al fin logró lo que anhelaba: aquel hombre –aprovechando unos momentos a solas- le declaró fervorosamente su amor. Ella, pérfida, segura, exultante, se hizo rogar, retrocedió, se ofuscó pero solo lo necesario para comprobar que estuviera dispuesto a todo.
Y lo estaba.
Fue una noche de intriga y tensión. Él prometía todo y ella dejaba escapar alguna que otra promesa, algún que otro beso. Cuando consideró que las condiciones estaban dadas arremetió con su plan plagado de fábulas y mentiras: entre lágrimas fingió un gran disgusto con su padre a causa del prisionero, simuló una aberración inexistente hacía el condenado.
Remató la argucia con cinismo y determinación: le prometió su mano si se deshacía de él.
El hombre no podía contenerse. Su amor era irrefrenable y estaba en condiciones de prometerlo todo.
Y aceptó.
La noche siguiente fue particularmente cálida y oscura. Como habían convenido, se encontraron en las puertas de la enorme prisión a medianoche. Ella llevaba un sugerente vestido de seda. Él, el pecho descubierto. La besó con pasión. Ella aprovechó la ocasión para deslizar una tímida sugerencia que él aceptó antes de comprender.
Tomó el hilo y avanzó por los pasillos volviendo la vista a cada paso hasta que no pudo distinguirla en la inmensidad de la noche.
Pasaron unas horas de tensión y duda.
Ella aguardaba ansiosa repasando el plan que había ideado meticulosamente: él saldría luego de vencer sin problemas a aquel hombre engreído y torpe, escaparían en una balsa que su criada de confianza dejaría en la orilla del río, navegarían todo el día y toda la noche hasta una pequeña isla donde permanecerían escondidos un tiempo.
Todo era perfecto. O casi.
Algo estaba fallando en ese momento sin que ella lo supiera.
Se aproximó lentamente hasta la puerta al oír unos pasos acercándose. Su rostro iluminado de felicidad comenzó a palidecer a medida que las primeras luces del alba le permitían identificar una silueta odiosa: aquel hombre con el que ella había jugado salía a duras penas, ensangrentado, herido… triunfante.
Antes de desmayarse alcanzó a escuchar unas terribles palabras:
-Sonríe, Asterión está muerto.
Ella lo amaba. Sí. Él también. Aunque no lo demostraban. Ella se cuidaba bien de aparentar en los pasillos y los paseos públicos pero en el fondo su único deseo era estrecharlo entre sus brazos. Era un amor prohibido y, por ello, apasionado.
Solo se habían visto una vez: el día que lo encerraron para siempre. Pero una mirada bastó, un solo gesto, para entender que debían estar juntos.
Ella intentó llegar a él muchas veces. Él buscó mil y una formas de librarse de su prisión, de derribar los muros, de escapar. Extenuó los corredores, las galerías en desesperada fuga sin encontrar los medios ni las formas. El tiempo, vil enemigo, pasaba sin esperanzas.
Ella desfallecía.
Sin embargo, aquella mañana fría y silenciosa la sorprendió la inesperada presencia de aquel hombre. Vio en él la posibilidad que tanto tiempo había esperado. Le costó mucho trabajo no ceder a la desesperación que la invadía por dentro. Cuando su padre se lo presentó actuó con naturalidad y aplomo, sin dejar entrever sus verdaderas intenciones.
Con astucia consumada fue ganando su atención, atrayéndolo, guiándolo a sus redes.
Hasta que al fin logró lo que anhelaba: aquel hombre –aprovechando unos momentos a solas- le declaró fervorosamente su amor. Ella, pérfida, segura, exultante, se hizo rogar, retrocedió, se ofuscó pero solo lo necesario para comprobar que estuviera dispuesto a todo.
Y lo estaba.
Fue una noche de intriga y tensión. Él prometía todo y ella dejaba escapar alguna que otra promesa, algún que otro beso. Cuando consideró que las condiciones estaban dadas arremetió con su plan plagado de fábulas y mentiras: entre lágrimas fingió un gran disgusto con su padre a causa del prisionero, simuló una aberración inexistente hacía el condenado.
Remató la argucia con cinismo y determinación: le prometió su mano si se deshacía de él.
El hombre no podía contenerse. Su amor era irrefrenable y estaba en condiciones de prometerlo todo.
Y aceptó.
La noche siguiente fue particularmente cálida y oscura. Como habían convenido, se encontraron en las puertas de la enorme prisión a medianoche. Ella llevaba un sugerente vestido de seda. Él, el pecho descubierto. La besó con pasión. Ella aprovechó la ocasión para deslizar una tímida sugerencia que él aceptó antes de comprender.
Tomó el hilo y avanzó por los pasillos volviendo la vista a cada paso hasta que no pudo distinguirla en la inmensidad de la noche.
Pasaron unas horas de tensión y duda.
Ella aguardaba ansiosa repasando el plan que había ideado meticulosamente: él saldría luego de vencer sin problemas a aquel hombre engreído y torpe, escaparían en una balsa que su criada de confianza dejaría en la orilla del río, navegarían todo el día y toda la noche hasta una pequeña isla donde permanecerían escondidos un tiempo.
Todo era perfecto. O casi.
Algo estaba fallando en ese momento sin que ella lo supiera.
Se aproximó lentamente hasta la puerta al oír unos pasos acercándose. Su rostro iluminado de felicidad comenzó a palidecer a medida que las primeras luces del alba le permitían identificar una silueta odiosa: aquel hombre con el que ella había jugado salía a duras penas, ensangrentado, herido… triunfante.
Antes de desmayarse alcanzó a escuchar unas terribles palabras:
-Sonríe, Asterión está muerto.
*Hugo Vargas nació en General Rodríguez (Buenos Aires) en 1982. Es profesor y escritor. Participó en las antologías Lo que quieras decir (Editorial Dunken) y Todos tenemos un poco de amor (Puerta Blanca Ediciones). Ha publicado dos libros de poemas titulados Reflejos Literarios (2015) y Efímera: micro-poesía (e-Book/2022). Ha colaborado con varias revistas literarias tanto de su país como de México y Chile.
Facebook: https://www.facebook.com/Hugo.Vargas.autor
Blog: https://reflejosliterarios.blogspot.com/
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