Rex tremenda majestatis
Enrique González Rojo Arthur
Hay gente que carece de imaginación para dar nombre a su perro. Y este “bautizo” revela tanto el carácter de la persona, que no dudo en proclamar “dime qué nombre le diste a tu mascota y te diré quién eres”. El mastín del que voy hablar en este escrito cargaba, con toda la paciencia del mundo, el apelativo de… ¡Rex! Pobre perro, ni modo. Los lugares comunes nos están acechando continuamente y, si nos descuidamos, se nos meten hasta la tinta roja de las venas. El dueño de Rex era un hombre de tantos que tenía la imaginación maniatada bajo la frente y sin decir “oye mundo, esta boca es mía”.
Pero Rex era algo muy diferente. Y así como hay mujeres y hombres que se salen de lo común, se codean con los dioses y no podemos dejar de reconocer su genialidad, hay canes fuera de serie, que viven en la adorada perrera de lo excepcional, miren ustedes: Rex tenía lo que suele llamarse “oído absoluto” o sea que sabía localizar la altura de los sonidos con precisión matemática. Si prestaba atención, podía saber que el canto del grillo estaba en Mi bemol, el croar del sapo en Si natural y la retreta de los gallos en fa sostenido menor. Aunque pasarle el micrófono a lo evidente conduce a convertir en redundante lo obvio, debo aclarar que Rex ignoraba el nombre de las notas y que todos los libros de teoría musical, armonía y contrapunto estaban para él en chino. Pero su destreza auditiva, que lo llevaba a acudir con presteza sin igual al imantador silbido de su amo, le valió ser ubicado en el cuadro de honor de la obediencia.
La mayor virtud de Rex era la introspección. Cuando cerraba los ojos, se miraba hacia adentro y veía cosas que le desagradaban y otras que le complacían. Le producían verdadera repugnancia dos de las actividades más socorridas de su especie: ladrar y gruñir, ladrar y gruñir. Ladrar le parecía de una vulgaridad ignominiosa y ensalivada. Algo así como el ejercicio desgañitado de la mediocridad. Gruñir era como instalarse en los andenes del salvajismo el redoble circense que anuncia el salto procaz de la tarascada. Las dos, eran actividades de seres inferiores que se hacen cruces ante lo excepcional y refinado. Nuestro perro estaba, en cambio, fascinado con su buen oído. Y no dejaba de aplaudir en su fuero interno la brillante accesibilidad con que el yunque y el martillo tallaban los sonidos que venían desde afuera imprimiéndoles el sello portentoso de lo deleitable.
A partir de cierto momento, su ininterrumpida meditación de siempre adquirió un sentido y una direccionalidad específica: la de que él, el perro llamado Rex, pudiera silbar con la nitidez y el vigor con que lo hacía su amo. Tomada dicha resolución nuestro singular cuadrúpedo, se pasaba horas, días, semanas enteras moviendo sus fauces, su lengua, su hocico y hasta su saliva a la búsqueda de la forma (adecuada a su aparato bucal) capaz de emitir el soñado chiflido. Horas, días, semanas, hasta que un día – desgraciadamente hacia las tres de la mañana- soltó un poderoso silbido que despertó a toda la familia.
La familia en conjunto abandonó sus alcobas para ver qué sucedía en la sala. Rex se hace el dormido e improvisa una respiración pausada, como un adagietto salido de sus pulmones, y su dueño y la parentela no supieron a qué atribuir el extraño sonido y, no sin el pedazo de perplejidad que a cada quien correspondía, se volvieron a sus recámaras.
Como típicos integrantes de la clase media, los miembros de la familia oían mañana, tarde y noche por la radio o el tocadiscos danzones, guarachas, mambos y rock. A Rex no le gustaba esa música, no, y sólo a veces silbaba muy bajito ciertos pasajes que, pensaba, “son muy pegajosos”. Para no revelar a todos sus aptitudes por cuestiones de pudor, ensayó tararear, cantar en cortito, imitar al murmullo efervescente de un riachuelo. Pero, por más esfuerzos que hizo, le fue imposible hacer tal cosa porque, ay, no era lo suyo. Más que convertir el murmurio en cantábile, mascaba las palabras y las notas musicales hasta hacer un mazacote silencioso de pequeños ruidos sospechosos.
Un día vino a casa el hermano de su dueño. Algo así como su tío. Y trajo con él un bonche de discos de música de concierto y se puso a escucharlos frente a Rex con la bulimia de un melómano. El recinto se llenó, más que nada, de tres conciertos: el de viola de Teleman, el de violín de Mendelsohn y el de chelo de Dvorak. Rex enloqueció d gusto, se aprendió de memoria las melodías de las tres piezas, y salió del closet…
Cuando, a todo pulmón, se puso a silbar al unísono de la viola, del violín o del chelo, cuando atravesó el laberinto de las cadencias sin tener un sólo tropezón, cuando se manifestó como el Rey de reyes de los matices, produjo un mayúsculo asombro en los oyentes. No tanto, a decir verdad, en su dueño, el cual vio el acontecimiento como una curiosidad o algo reñido con la costumbre. Pero el hermano y los demás no salían del asombro, la admiración y el resistirse a dar crédito a sus oídos.
El hermano se llevó a Rex al circo, a los teatros, a los programas de radio y televisión. Pero donde tuvo mayor éxito fue en las bodas y en los funerales, y ello debido a que Rex silbaba a las mil maravillas las marchas nupciales de Mendelsohn y Wagner y las marchas fúnebres de Beethoven y Chopin.
El hermano del dueño de Rex ganó dinerales con las presentaciones del perro virtuoso, y no siendo un hombre egoísta, compartió su fortuna con su hermano y su familia.
Pero algo grave se incubo en todo ello. A Rex se le subió el triunfo a la cabeza. Se volvió cada vez más engreído y ambicioso. Ahora quería silbar en el Palacio de Bellas Artes y en el Auditorio Nacional. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: su manager, el hermano de su dueño, logró que lo invitaran a una gran festividad en el Zócalo. Rex, orondo, fotografiándose con todo mundo, llegó a la fiesta con un repertorio muy bien equilibrado. Mas cuando lo llamaron para que pasara a compartir su arte con los presentes, confundió la tarima de los artistas con la plancha de los fuegos artificiales y al momento de subirse en ésta zás que un cohete que ascendía al cielo lo arrastró consigo y, con ello, obligó a pensar a quienes contemplaron el inusitado accidente que, al igual que el fuego de artificio se derrama en luces al llegar a un nivel determinado, el pobre perro iba ascender un tanto y luego se desmembraría arrojando la cabeza por un lado, las patas delanteras por otro, las traseras por uno más y la cola sepa Dios dónde.
Sin embargo, afortunadamente las cosas no fueron así. Rex sólo quedó parcialmente chamuscado. Y después, atendido por veterinarios eficientes y personas piadosas, fue llevado a casa de su amo donde poco a poco se fue restableciendo su salud. Pero sólo la salud de su cuerpo ya que, ay, ahora se pasaba el día entero gruñendo y ladre que te ladre.
Pero Rex era algo muy diferente. Y así como hay mujeres y hombres que se salen de lo común, se codean con los dioses y no podemos dejar de reconocer su genialidad, hay canes fuera de serie, que viven en la adorada perrera de lo excepcional, miren ustedes: Rex tenía lo que suele llamarse “oído absoluto” o sea que sabía localizar la altura de los sonidos con precisión matemática. Si prestaba atención, podía saber que el canto del grillo estaba en Mi bemol, el croar del sapo en Si natural y la retreta de los gallos en fa sostenido menor. Aunque pasarle el micrófono a lo evidente conduce a convertir en redundante lo obvio, debo aclarar que Rex ignoraba el nombre de las notas y que todos los libros de teoría musical, armonía y contrapunto estaban para él en chino. Pero su destreza auditiva, que lo llevaba a acudir con presteza sin igual al imantador silbido de su amo, le valió ser ubicado en el cuadro de honor de la obediencia.
La mayor virtud de Rex era la introspección. Cuando cerraba los ojos, se miraba hacia adentro y veía cosas que le desagradaban y otras que le complacían. Le producían verdadera repugnancia dos de las actividades más socorridas de su especie: ladrar y gruñir, ladrar y gruñir. Ladrar le parecía de una vulgaridad ignominiosa y ensalivada. Algo así como el ejercicio desgañitado de la mediocridad. Gruñir era como instalarse en los andenes del salvajismo el redoble circense que anuncia el salto procaz de la tarascada. Las dos, eran actividades de seres inferiores que se hacen cruces ante lo excepcional y refinado. Nuestro perro estaba, en cambio, fascinado con su buen oído. Y no dejaba de aplaudir en su fuero interno la brillante accesibilidad con que el yunque y el martillo tallaban los sonidos que venían desde afuera imprimiéndoles el sello portentoso de lo deleitable.
A partir de cierto momento, su ininterrumpida meditación de siempre adquirió un sentido y una direccionalidad específica: la de que él, el perro llamado Rex, pudiera silbar con la nitidez y el vigor con que lo hacía su amo. Tomada dicha resolución nuestro singular cuadrúpedo, se pasaba horas, días, semanas enteras moviendo sus fauces, su lengua, su hocico y hasta su saliva a la búsqueda de la forma (adecuada a su aparato bucal) capaz de emitir el soñado chiflido. Horas, días, semanas, hasta que un día – desgraciadamente hacia las tres de la mañana- soltó un poderoso silbido que despertó a toda la familia.
La familia en conjunto abandonó sus alcobas para ver qué sucedía en la sala. Rex se hace el dormido e improvisa una respiración pausada, como un adagietto salido de sus pulmones, y su dueño y la parentela no supieron a qué atribuir el extraño sonido y, no sin el pedazo de perplejidad que a cada quien correspondía, se volvieron a sus recámaras.
Como típicos integrantes de la clase media, los miembros de la familia oían mañana, tarde y noche por la radio o el tocadiscos danzones, guarachas, mambos y rock. A Rex no le gustaba esa música, no, y sólo a veces silbaba muy bajito ciertos pasajes que, pensaba, “son muy pegajosos”. Para no revelar a todos sus aptitudes por cuestiones de pudor, ensayó tararear, cantar en cortito, imitar al murmullo efervescente de un riachuelo. Pero, por más esfuerzos que hizo, le fue imposible hacer tal cosa porque, ay, no era lo suyo. Más que convertir el murmurio en cantábile, mascaba las palabras y las notas musicales hasta hacer un mazacote silencioso de pequeños ruidos sospechosos.
Un día vino a casa el hermano de su dueño. Algo así como su tío. Y trajo con él un bonche de discos de música de concierto y se puso a escucharlos frente a Rex con la bulimia de un melómano. El recinto se llenó, más que nada, de tres conciertos: el de viola de Teleman, el de violín de Mendelsohn y el de chelo de Dvorak. Rex enloqueció d gusto, se aprendió de memoria las melodías de las tres piezas, y salió del closet…
Cuando, a todo pulmón, se puso a silbar al unísono de la viola, del violín o del chelo, cuando atravesó el laberinto de las cadencias sin tener un sólo tropezón, cuando se manifestó como el Rey de reyes de los matices, produjo un mayúsculo asombro en los oyentes. No tanto, a decir verdad, en su dueño, el cual vio el acontecimiento como una curiosidad o algo reñido con la costumbre. Pero el hermano y los demás no salían del asombro, la admiración y el resistirse a dar crédito a sus oídos.
El hermano se llevó a Rex al circo, a los teatros, a los programas de radio y televisión. Pero donde tuvo mayor éxito fue en las bodas y en los funerales, y ello debido a que Rex silbaba a las mil maravillas las marchas nupciales de Mendelsohn y Wagner y las marchas fúnebres de Beethoven y Chopin.
El hermano del dueño de Rex ganó dinerales con las presentaciones del perro virtuoso, y no siendo un hombre egoísta, compartió su fortuna con su hermano y su familia.
Pero algo grave se incubo en todo ello. A Rex se le subió el triunfo a la cabeza. Se volvió cada vez más engreído y ambicioso. Ahora quería silbar en el Palacio de Bellas Artes y en el Auditorio Nacional. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: su manager, el hermano de su dueño, logró que lo invitaran a una gran festividad en el Zócalo. Rex, orondo, fotografiándose con todo mundo, llegó a la fiesta con un repertorio muy bien equilibrado. Mas cuando lo llamaron para que pasara a compartir su arte con los presentes, confundió la tarima de los artistas con la plancha de los fuegos artificiales y al momento de subirse en ésta zás que un cohete que ascendía al cielo lo arrastró consigo y, con ello, obligó a pensar a quienes contemplaron el inusitado accidente que, al igual que el fuego de artificio se derrama en luces al llegar a un nivel determinado, el pobre perro iba ascender un tanto y luego se desmembraría arrojando la cabeza por un lado, las patas delanteras por otro, las traseras por uno más y la cola sepa Dios dónde.
Sin embargo, afortunadamente las cosas no fueron así. Rex sólo quedó parcialmente chamuscado. Y después, atendido por veterinarios eficientes y personas piadosas, fue llevado a casa de su amo donde poco a poco se fue restableciendo su salud. Pero sólo la salud de su cuerpo ya que, ay, ahora se pasaba el día entero gruñendo y ladre que te ladre.
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