Sacrificio
Plácido Romero Sanjuán*
“Accipite et comedite: hoc est corpus meum.”
Yo, Arnold de Dyneburg, escribo esta carta por encargo de Herkus, caudillo de los bartios. La haré llegar, por mediación de mi leal siervo Casimir, al obispo de Riga, que me envió a esta áspera región.
Ahora que se aproxima mi fin, Herkus le ruega al obispo que mande a otro misionero para que continúe la tarea por mí iniciada. El caudillo desea informar al prelado de que su pueblo ha admitido entusiásticamente la fe de Cristo: desde que llegué aquí, hace más de dos años, he conseguido bautizar a más de la mitad de los bartios. Sólo mantienen su inefable paganismo los que viven en las regiones más apartadas. Precisamente Herkus me ha encomendado que, antes del fin, las visite para dar a conocer el Evangelio y llevar allí la Eucaristía.
Herkus quiere que el obispo sepa que su pueblo, antes de mi llegada, vivía en la más absoluta ignorancia. Los bartios adoraban (adoran en secreto todavía, me temo) al Cielo, al que hacen cruentos sacrificios. A las divinidades de los lagos –hay miles en estas tierras– arrojan el botín que consiguen en las guerras entre clanes y tribus. Y es que los bartios, cuando no están cazando o pescando, asaltan y saquean los poblados y aldeas de los nadruvianos, los galindios y los sudovios, que les responden asaltando y saqueando sus poblados y aldeas. Sólo a veces, estas tribus se alían para luchar contra los duques de Masovia y Lituania o contra los caballeros teutónicos.
Mi misión no ha sido fácil. Cuando llegué aquí, fui encerrado en una jaula y torturado durante meses; no pasa un día en que no lamente no haber muerto entonces. Milagrosamente, salvé la vida gracias a la curiosidad del caudillo Herkus por el mundo que hay más allá de los bosques y ciénagas que habitan los bartios. Aunque yo mismo no he sido un gran viajero (jamás he llegado más al oeste del Óder ni más al norte de Livonia), conseguí maravillarle con la descripción de la espléndida ciudad de Riga y de la gran fortaleza de la Orden Teutónica.
Casimir, un masoviano que había sido capturado por los bartios, me ha servido de intérprete. Parkuns, el padre de Herkus, le cortó las orejas, le mutiló el sexo y, para diversión de los niños, le encerró en una jaula, como a un perro. El pobre Casimir me hizo prometerle que le sacaría de allí.
Herkus admira lo más común y trivial. A él, que se cubre con pieles de oso, le intrigaron mis ropas; mi áspero hábito de sarga le parecía el más fino tejido. No me creyó cuando le hablé de la muselina, la seda, el tafetán, ni cuando le describí los recargados vestidos que llevan en Riga las mujeres frívolas.
Un día vio como me llevaba a los labios la cruz de madera que traje conmigo. Me preguntó qué significaba ese símbolo, el mismo que portan los caballeros de la Orden Teutónica, grandes enemigos de los bartios. Fue entonces cuando le mencioné por vez primera a Cristo. Sospecho que al principio Herkus me escuchó como se escucha a los bufones o a los locos. No le llamaron la atención los milagros de Jesús; me dijo que hay brujos en los bosques que también curan imponiendo las manos.
Empecé a hablarle de la vida y obra de Cristo. Desconociendo los bartios la agricultura, no entendió la parábola del trigo y la cizaña. La del hijo pródigo le pareció absurda. Cuando le expliqué que Jesús había pedido amar al enemigo, se echó a reír. ¿Él tenía que amar a los inmundos nadruvianos o a los arteros sudovios? Y, en cualquier caso, ¿por qué los caballeros teutónicos no amaban a los bartios, que eran sus enemigos?
En ocasiones, Herkus me había oído musitar oraciones en latín. Me preguntó qué hacía. Cuando se lo expliqué, no pudo comprenderlo. Ellos no rezan a Suaix –el Cielo–, su dios supremo, porque saben que éste no se ocupa de los pobres mortales.
No me di por vencido. Le hablé del pecado original del hombre y de que Jesús había venido para salvarnos. Para mi desgracia, le expliqué qué era la Eucaristía. Herkus pareció intrigado. Me hizo muchas preguntas. Le hablé del pan y del vino, pero estas palabras no significaban nada para él: los bartios, como ya he dicho, no cultivan la tierra y la única bebida que conocen es el hidromiel.
Traté de enseñarle el misterio del Santo Sacrificio. Me confesó que sus prisioneros son inmolados a Suaix y que, después de devorar sus vísceras, dejan los despojos a los lobos. Tocándose la mejilla (un gesto propio de los bartios), admitió que quizá se equivocaban. Me pidió que celebrara la Eucaristía y que le permitiera participar en ella. Le respondí que antes era necesario que se bautizara.
Cándidamente creí que me había ganado a Herkus. Con la ayuda de Casimir, que trató de persuadirme, traduje el Padrenuestro al bárbaro idioma bartio e hice que el caudillo lo aprendiera de memoria. Le gustó especialmente el comienzo: Padre Nuestro, que estás en el Cielo. Sospecho que Herkus, en su ingenuidad, confundía a Dios con el pagano Suaix.
No hubo forma de que los bartios construyeran una iglesia, pues desconocen el arte de la arquitectura; viven en toscas cabañas de troncos, cañizos y ramas. Me resigné a celebrar la Misa en un claro del bosque. Esa primera vez bauticé a Herkus y a otros veinte bartios. Esa primera vez me amputaron una pierna y la devoraron con ansia.
Voy acabando. Borroneo estas letras con la única mano que me queda y que, pronto, estos brutos cortarán y comerán. Hace mucho que sé que estoy muerto. Desde luego, no me considero un mártir, sino un necio inútil. Esta carta es una solicitud, una súplica. Herkus quiere que le envíen a otro misionero. Pido que envíen un ejército. Un ejército que destruya y aniquile a estos sanguinarios bárbaros, a estos salvajes antropófagos.
Ahora que se aproxima mi fin, Herkus le ruega al obispo que mande a otro misionero para que continúe la tarea por mí iniciada. El caudillo desea informar al prelado de que su pueblo ha admitido entusiásticamente la fe de Cristo: desde que llegué aquí, hace más de dos años, he conseguido bautizar a más de la mitad de los bartios. Sólo mantienen su inefable paganismo los que viven en las regiones más apartadas. Precisamente Herkus me ha encomendado que, antes del fin, las visite para dar a conocer el Evangelio y llevar allí la Eucaristía.
Herkus quiere que el obispo sepa que su pueblo, antes de mi llegada, vivía en la más absoluta ignorancia. Los bartios adoraban (adoran en secreto todavía, me temo) al Cielo, al que hacen cruentos sacrificios. A las divinidades de los lagos –hay miles en estas tierras– arrojan el botín que consiguen en las guerras entre clanes y tribus. Y es que los bartios, cuando no están cazando o pescando, asaltan y saquean los poblados y aldeas de los nadruvianos, los galindios y los sudovios, que les responden asaltando y saqueando sus poblados y aldeas. Sólo a veces, estas tribus se alían para luchar contra los duques de Masovia y Lituania o contra los caballeros teutónicos.
Mi misión no ha sido fácil. Cuando llegué aquí, fui encerrado en una jaula y torturado durante meses; no pasa un día en que no lamente no haber muerto entonces. Milagrosamente, salvé la vida gracias a la curiosidad del caudillo Herkus por el mundo que hay más allá de los bosques y ciénagas que habitan los bartios. Aunque yo mismo no he sido un gran viajero (jamás he llegado más al oeste del Óder ni más al norte de Livonia), conseguí maravillarle con la descripción de la espléndida ciudad de Riga y de la gran fortaleza de la Orden Teutónica.
Casimir, un masoviano que había sido capturado por los bartios, me ha servido de intérprete. Parkuns, el padre de Herkus, le cortó las orejas, le mutiló el sexo y, para diversión de los niños, le encerró en una jaula, como a un perro. El pobre Casimir me hizo prometerle que le sacaría de allí.
Herkus admira lo más común y trivial. A él, que se cubre con pieles de oso, le intrigaron mis ropas; mi áspero hábito de sarga le parecía el más fino tejido. No me creyó cuando le hablé de la muselina, la seda, el tafetán, ni cuando le describí los recargados vestidos que llevan en Riga las mujeres frívolas.
Un día vio como me llevaba a los labios la cruz de madera que traje conmigo. Me preguntó qué significaba ese símbolo, el mismo que portan los caballeros de la Orden Teutónica, grandes enemigos de los bartios. Fue entonces cuando le mencioné por vez primera a Cristo. Sospecho que al principio Herkus me escuchó como se escucha a los bufones o a los locos. No le llamaron la atención los milagros de Jesús; me dijo que hay brujos en los bosques que también curan imponiendo las manos.
Empecé a hablarle de la vida y obra de Cristo. Desconociendo los bartios la agricultura, no entendió la parábola del trigo y la cizaña. La del hijo pródigo le pareció absurda. Cuando le expliqué que Jesús había pedido amar al enemigo, se echó a reír. ¿Él tenía que amar a los inmundos nadruvianos o a los arteros sudovios? Y, en cualquier caso, ¿por qué los caballeros teutónicos no amaban a los bartios, que eran sus enemigos?
En ocasiones, Herkus me había oído musitar oraciones en latín. Me preguntó qué hacía. Cuando se lo expliqué, no pudo comprenderlo. Ellos no rezan a Suaix –el Cielo–, su dios supremo, porque saben que éste no se ocupa de los pobres mortales.
No me di por vencido. Le hablé del pecado original del hombre y de que Jesús había venido para salvarnos. Para mi desgracia, le expliqué qué era la Eucaristía. Herkus pareció intrigado. Me hizo muchas preguntas. Le hablé del pan y del vino, pero estas palabras no significaban nada para él: los bartios, como ya he dicho, no cultivan la tierra y la única bebida que conocen es el hidromiel.
Traté de enseñarle el misterio del Santo Sacrificio. Me confesó que sus prisioneros son inmolados a Suaix y que, después de devorar sus vísceras, dejan los despojos a los lobos. Tocándose la mejilla (un gesto propio de los bartios), admitió que quizá se equivocaban. Me pidió que celebrara la Eucaristía y que le permitiera participar en ella. Le respondí que antes era necesario que se bautizara.
Cándidamente creí que me había ganado a Herkus. Con la ayuda de Casimir, que trató de persuadirme, traduje el Padrenuestro al bárbaro idioma bartio e hice que el caudillo lo aprendiera de memoria. Le gustó especialmente el comienzo: Padre Nuestro, que estás en el Cielo. Sospecho que Herkus, en su ingenuidad, confundía a Dios con el pagano Suaix.
No hubo forma de que los bartios construyeran una iglesia, pues desconocen el arte de la arquitectura; viven en toscas cabañas de troncos, cañizos y ramas. Me resigné a celebrar la Misa en un claro del bosque. Esa primera vez bauticé a Herkus y a otros veinte bartios. Esa primera vez me amputaron una pierna y la devoraron con ansia.
Voy acabando. Borroneo estas letras con la única mano que me queda y que, pronto, estos brutos cortarán y comerán. Hace mucho que sé que estoy muerto. Desde luego, no me considero un mártir, sino un necio inútil. Esta carta es una solicitud, una súplica. Herkus quiere que le envíen a otro misionero. Pido que envíen un ejército. Un ejército que destruya y aniquile a estos sanguinarios bárbaros, a estos salvajes antropófagos.
*He ganado el VIII Premio de Relatos Entrelibros 2005, el XVI Premio para Escritores Noveles de la Diputación Provincial de Jaén 2006, el IV Certamen de Microrrelatos La Risa de Bilbao (2013), el IV Concurso de Microrrelatos La Calle de Todos (2014) y el II Concurso Ávila Me Mata (2015). He publicado relatos en los periódicos Ideal y La Razón. Algunos cuentos míos han sido leídos en los programas La Rosa de los Vientos de Onda Cero, Wonderland de Ràdio 4, El Público de Canal Sur, Érase otra vez de Aragón Radio y La Ventana de la SER. Mi blog el Placidario.blogspot.com