Selva Negra
José Alfonso Fernández*
¡Pam, Pam, Pam! Tres palomas de plomo se han incrustado en mi cuerpo. Caí al suelo cuando ya estaba en el alto del muro y divisaba el barrio libre. Dos se han alojado en el pecho y una en la espalda. Debe ser esta última, la que aletea dentro, la que no me deja ponerme en pie. La sangre moja mis ropas como el pan se ensopa de caldo. Pienso en ti, mi querida hermana Liselotte y en los niños. Todo ha sido muy rápido. Íbamos corriendo por el pasillo intermedio —ahora lo llaman tierra de nadie— después de un año de anomalía, para reencontraros y abrazarnos de nuevo, cuando tras el sonido me he precipitado a la zona muerta. ¡Qué ironía verdad! Me toco el pecho y siento la viscosidad caliente que mana de los orificios. Espero que Helmut lo consiguiera.
El otro día discutimos la posibilidad de que uno de los dos cayera. Así decidimos escribir una nota para la familia del otro. Que nos cacen a los dos actuando conjuntamente era poco probable. Dos objetivos ágiles, moviéndose al mismo tiempo, son más complicados a batir. Observamos el comportamiento de los guardias ocultos en la carpintería, con el olor a madera rodeándonos y el serrín enturbiando el aire. Cuando los rayos de sol traspasaban algún hueco de las paredes o a través de la persiana, veíamos las partículas suspendidas en el ambiente, flotando con una levedad envidiosa. ¡Cómo nos habría gustado ser tan etéreos como aquel polvo y formar parte de esa aura móvil! Podríamos alcanzar con facilidad el otro lado de la verja, de este muro de vergüenza, y abrazaros mi querida familia. Sueño estando a vuestro lado, haciendo cosas simples y entrañables como almorzar juntos de nuevo. Tengo sed, pero la boca seca se relame con el recuerdo de unos filetes empanados, con su salsa de setas y las bolas de patata klöse de acompañamiento. Añoro la mesa del comedor de nuestros padres, cubierta de aquel mantel a cuadros azules. Me siento de nuevo allí, hablando, riendo de todo y de nada; esperando la llegada de la tarde fría y lluviosa que nos obligaba a acercarnos más entrañablemente para darnos calor. Tiempos anteriores de locura nos condujeron a esta otra. Había logrado escapar del servicio a filas, a una muerte en combate y creo que no voy a sobrevivir a la paz impuesta. Nos han dividido como se separa un rebaño de ovejas sin sentimientos. En diferentes tinados desiguales, los animales balan incesablemente para comunicarse. Sonidos tristes, añorantes, lánguidos. Ya hará 10 minutos que las tres palomas se incrustaron en mi cuerpo y no llega nadie a socorrerme. Creo que en mi angustia he pedido ayuda y el silencio se ha adueñado del entorno.
Querida hermana Liselotte, espero que Helmut lo lograra. Él lleva una nota más extensa para vosotros; al igual que yo llevo una idéntica para su familia. Habíamos pasado todo este último año, el tiempo que dura ya esta locura, planeando como dar el salto hacia la libertad. No puedes hacerte una idea de lo que se vive en este lado lleno de miseria, y represiones. Lo peor es el silencio obediente al que te obligan, la continua sospecha que acecha sobre tu nombre, la denuncia que llega sin saber de dónde o de quién. Esa incertidumbre te marca, te lacera, te cercena en profundidad sin piedad ni razón. Inexpertos no supimos ver lo que estaba ocurriendo. Quizás estábamos anhelantes de las maravillosas palabras Paz y Libertad que nos prometieron. No supimos verlo como Hans Conrad. Él saltó por encima de la alambrada de espinos del checkpoint Charlie a los pocos días. Entonces la valla tan solo era eso, unos alambres. Luego ya fue demasiado tarde. La valla, el muro, rodeó y separó los barrios, las casas, los vecinos, las familias. Se hizo la noche para mí, viviendo entre las tinieblas que tus abrazos no podrán clarear. Una pena nos separa porque un muro no conlleva más que aflicción.
Hoy era el día elegido. Un año y cuatro días desde que todo cambió de sopetón. Ya no pudimos ir o volver alegres por el barrio, comprar el brezel a un lado de la Bernauer strasser y degustarlo en el otro; hacer nuestro camino cotidiano. Un año que nos desarraigaron el alma y usurparon la libertad en nombre de un modelo político. A veces nos juntamos en la casa de los vecinos para reconocernos de nuevo; nos hablamos para comprendernos desde la acera de enfrente, desde el otro mundo, esperando que un disparo perdido cruce el aire y nos lleve para siempre.
A pesar de ser 17 de agosto hace frío; o al menos yo lo siento así. Alguien exclama mi nombre. ¡Peter, Peter! Escucho voces lastimeras, gritos de auxilio. Me pregunto qué será lo más desesperante: yaciendo sin ayuda, o en pie ya muerto de antemano; porque hay muchas maneras de morir. Una de ellas seguramente sea como la que me llegará hoy. Será menos dolorosa que la supresión del sueño y de la libertad. Sabes, mi querida Liselotte, hace un año que no duermo. Tengo que esforzarme por soñar. Una de las terribles torturas a las que nos someten es impedirnos descansar; así al cerebro se le agotan los recuerdos y sin recuerdos dejamos de ser humanos. Es en las noches, ya insomne por el hábito, que paseo de un lado al otro del cuartucho donde vivo y me fuerzo, con los ojos abiertos, en recordaros a todos. Os imagino a ti, a los niños. ¡Cómo me gustaría, querida hermana poder abrazarlos! Jugaríamos un juego infinito, rodando por el suelo, les sobaría el pelo con mis manos. La memoria es inmisericorde, pero llega a convertirse en un delicioso espejismo, en una ilusión que cabalga a lomos de la libertad. Ya han transcurrido otros diez minutos. Alguien de vuestro lado me ha lanzado un botiquín de primeros auxilios. ¡Qué idiotez!; como si pudiera extraer fuera de mi cuerpo las palomas plomizas, persistentes, que hacen brotar los manantiales carmesíes, agridulces, pegajosos...
¡Auxilio, ayuda!, exclamo. No me resigno a irme de aquí sin verte de nuevo Liselotte. Cierro los ojos un instante, mi querida hermana. No recuerdo si te dije que Helmut lleva una carta que lo explica todo mejor. Él no está cerca y seguro que lo ha logrado. Durante este último año nos volvimos inseparables, pero para hoy la consigna era clara: seguir adelante, siempre adelante, volar para ser libres. Él lo ha logrado. De lo contrario estaría aquí conmigo, acostado como yo; apoyándonos como lo hicimos todo este tiempo atrás.
En la opresión, vosotros fuisteis mi obsesión desde el primer momento. Todo lo que vivíamos era ruin, pero aceptable; el hambre, la miseria, e incluso la represión era tolerable; pero la idea de no poder estar con vosotros se iba espesando según pasaban los días, las horas, los minutos. No poder veros se convirtió en una losa demasiado grávida y agobiante. Cuando me denegaron el permiso oficial para cruzar y abrazaros, esa losa, ese pensamiento, ese mismo mármol, se convirtió en un talud demasiado hondo. Ya todo fue una cuenta atrás para una carrera sin fondo, sin límite; con una meta: estar allí, en casa, en el hogar, con la familia, abrazaros y sentir mis manos enredando vuestro pelo, riendo felices. ¡Qué dulce sensación las de mis yemas sobando vuestras cabezas, vuestras caras cerca de la mía; fundidos en un abrazo infinito! Por eso me conjuré con Helmut. Nos deslizábamos sibilinos como serpientes que atraviesan el estrecho agujero del muro hasta la carpintería. Una vez en el interior, desde la ventana, mirábamos al otro lado; oteábamos a los guardias y su rutina; cuándo fumaban, cuándo reían, cuándo orinaban clandestinamente; cuándo se ausentaban, quizás también soñando con la libertad que ellos tampoco tenían. Nos preguntábamos a menudo, por qué nuestros mismos compatriotas nos oprimían de esa manera, qué hacía al antiguo amigo convertirse en tu depredador, en tu carcelero. La envidia, la mezquindad humana al servicio de la política. Rudolf, que siempre había sido nuestro compañero, cambió. Quería anclar nuestra mente a este ideario infecto de miseria y represión. Así pasamos de reír entorno a una buena pils, en el biergardent; o escuchar jazz en los gramófonos y fumar pitillos, a la tristeza más honda, Poco a poco concluimos el plan. Sería en agosto, un año después de la decisión política de dividirnos. Agosto era un buen mes, el calor berlinés sacudiría a los guardias, a las dos de la tarde el sopor los amodorraría y con un poco de suerte no nos verían saltar desde la ventana del taller a la tierra de nadie. Una vez dentro, correríamos como sólo los jóvenes sabemos hacerlo. Volaríamos hasta trepar por el muro hasta el Kreuzberg.
Estuvimos agazapados en la carpintería; con el mismo polvo de serrín de siempre, esperando el momento para deslizarnos. Helmut y yo nos agarramos los antebrazos, con las camisas remangadas hasta los codos; nos miramos a los ojos sin decir nada, con la emoción contenida por ese momento transcendental. Nos cegaba la visión ilusionante de un nuevo día. Antes de moverme toqué el papel con las palabras de Helmut para su familia por si él no llegaba. Quizás fue un presagio. Con los dedos temblorosos intento tocar la nota ahora, pero la siento totalmente impregnada de mi roja vida. Siento frío. Pienso que los veranos berlineses no son realmente tan calurosos. Ya deben haber trascurrido otros diez minutos. El tiempo pasa rápido. La transición se acerca. Y noto que la vida se me escapa sin abrazaros.
Liselotte, esto se está poniendo muy mal. Mi pensamiento y mi amor van a ti y mis sobrinos. Ellos son el tesoro más preciado. Cuéntales que su tío murió con la ilusión de un futuro mejor para ellos. Diles que no pude soportar la vida cercenada, privada de sus caricias; que arriesgué todo por mi libertad y, en definitiva, por la suya. ¡Dios mío, cuánto os quiero! Recuerdo cuando éramos adolescentes y nos sentábamos con mamá, cerca de padre, a disfrutar de un trozo de tarta selva negra, Schwarzwälder Kirschtorte. De la cocina surgía el olor amable, azucarado del bizcocho, el chocolate y la nata montada; un perfume que inundaba toda la casa. Esperábamos ansiosos que llegara a la mesa. Eran unas tardes que tenían impresa la suavidad del dibujo de aquel pastel; de su colorido agradable y bello. Un dulce sublime, como sólo madre sabía cocinar. Tras el corte inicial, las capas se mostraban magnificas con la lámina exquisita de cerezas confitadas de licor que, rebosantes de kirschwasser, inundaban el plato. Agarrados de la mano, esperábamos la señal cómplice de mamá y papá para devorar, con glotonería, nuestra porción y rogar otro pedazo más. Tertulias sin importancia, con el regusto alegre pegado en el paladar y la esperanza de que una nueva tarta nos hiciera volar de nuevo a nuestra infancia.
Me siento cansado. He dejado de oír los gritos de súplica y los sollozos. De mi pecho y pelvis emana un abundante licor de cerezas rojas, como una Schwarzwälder Kirschtorte. Escucho pasos militares acercándose; botas de cuero que tropiezan con los cascotes del suelo. Ya no hay tiempo, ya no hay tiempo… Unos brazos fornidos me recogen del suelo y me alzan; me acunan como la crisálida envuelve a la larva. Mis brazos y piernas cuelgan inertes, desmadejados. Parece que las tres palomas se han juntado; que ahora son tan sólo un ave que alza el vuelo hacia el cielo libre.
El otro día discutimos la posibilidad de que uno de los dos cayera. Así decidimos escribir una nota para la familia del otro. Que nos cacen a los dos actuando conjuntamente era poco probable. Dos objetivos ágiles, moviéndose al mismo tiempo, son más complicados a batir. Observamos el comportamiento de los guardias ocultos en la carpintería, con el olor a madera rodeándonos y el serrín enturbiando el aire. Cuando los rayos de sol traspasaban algún hueco de las paredes o a través de la persiana, veíamos las partículas suspendidas en el ambiente, flotando con una levedad envidiosa. ¡Cómo nos habría gustado ser tan etéreos como aquel polvo y formar parte de esa aura móvil! Podríamos alcanzar con facilidad el otro lado de la verja, de este muro de vergüenza, y abrazaros mi querida familia. Sueño estando a vuestro lado, haciendo cosas simples y entrañables como almorzar juntos de nuevo. Tengo sed, pero la boca seca se relame con el recuerdo de unos filetes empanados, con su salsa de setas y las bolas de patata klöse de acompañamiento. Añoro la mesa del comedor de nuestros padres, cubierta de aquel mantel a cuadros azules. Me siento de nuevo allí, hablando, riendo de todo y de nada; esperando la llegada de la tarde fría y lluviosa que nos obligaba a acercarnos más entrañablemente para darnos calor. Tiempos anteriores de locura nos condujeron a esta otra. Había logrado escapar del servicio a filas, a una muerte en combate y creo que no voy a sobrevivir a la paz impuesta. Nos han dividido como se separa un rebaño de ovejas sin sentimientos. En diferentes tinados desiguales, los animales balan incesablemente para comunicarse. Sonidos tristes, añorantes, lánguidos. Ya hará 10 minutos que las tres palomas se incrustaron en mi cuerpo y no llega nadie a socorrerme. Creo que en mi angustia he pedido ayuda y el silencio se ha adueñado del entorno.
Querida hermana Liselotte, espero que Helmut lo lograra. Él lleva una nota más extensa para vosotros; al igual que yo llevo una idéntica para su familia. Habíamos pasado todo este último año, el tiempo que dura ya esta locura, planeando como dar el salto hacia la libertad. No puedes hacerte una idea de lo que se vive en este lado lleno de miseria, y represiones. Lo peor es el silencio obediente al que te obligan, la continua sospecha que acecha sobre tu nombre, la denuncia que llega sin saber de dónde o de quién. Esa incertidumbre te marca, te lacera, te cercena en profundidad sin piedad ni razón. Inexpertos no supimos ver lo que estaba ocurriendo. Quizás estábamos anhelantes de las maravillosas palabras Paz y Libertad que nos prometieron. No supimos verlo como Hans Conrad. Él saltó por encima de la alambrada de espinos del checkpoint Charlie a los pocos días. Entonces la valla tan solo era eso, unos alambres. Luego ya fue demasiado tarde. La valla, el muro, rodeó y separó los barrios, las casas, los vecinos, las familias. Se hizo la noche para mí, viviendo entre las tinieblas que tus abrazos no podrán clarear. Una pena nos separa porque un muro no conlleva más que aflicción.
Hoy era el día elegido. Un año y cuatro días desde que todo cambió de sopetón. Ya no pudimos ir o volver alegres por el barrio, comprar el brezel a un lado de la Bernauer strasser y degustarlo en el otro; hacer nuestro camino cotidiano. Un año que nos desarraigaron el alma y usurparon la libertad en nombre de un modelo político. A veces nos juntamos en la casa de los vecinos para reconocernos de nuevo; nos hablamos para comprendernos desde la acera de enfrente, desde el otro mundo, esperando que un disparo perdido cruce el aire y nos lleve para siempre.
A pesar de ser 17 de agosto hace frío; o al menos yo lo siento así. Alguien exclama mi nombre. ¡Peter, Peter! Escucho voces lastimeras, gritos de auxilio. Me pregunto qué será lo más desesperante: yaciendo sin ayuda, o en pie ya muerto de antemano; porque hay muchas maneras de morir. Una de ellas seguramente sea como la que me llegará hoy. Será menos dolorosa que la supresión del sueño y de la libertad. Sabes, mi querida Liselotte, hace un año que no duermo. Tengo que esforzarme por soñar. Una de las terribles torturas a las que nos someten es impedirnos descansar; así al cerebro se le agotan los recuerdos y sin recuerdos dejamos de ser humanos. Es en las noches, ya insomne por el hábito, que paseo de un lado al otro del cuartucho donde vivo y me fuerzo, con los ojos abiertos, en recordaros a todos. Os imagino a ti, a los niños. ¡Cómo me gustaría, querida hermana poder abrazarlos! Jugaríamos un juego infinito, rodando por el suelo, les sobaría el pelo con mis manos. La memoria es inmisericorde, pero llega a convertirse en un delicioso espejismo, en una ilusión que cabalga a lomos de la libertad. Ya han transcurrido otros diez minutos. Alguien de vuestro lado me ha lanzado un botiquín de primeros auxilios. ¡Qué idiotez!; como si pudiera extraer fuera de mi cuerpo las palomas plomizas, persistentes, que hacen brotar los manantiales carmesíes, agridulces, pegajosos...
¡Auxilio, ayuda!, exclamo. No me resigno a irme de aquí sin verte de nuevo Liselotte. Cierro los ojos un instante, mi querida hermana. No recuerdo si te dije que Helmut lleva una carta que lo explica todo mejor. Él no está cerca y seguro que lo ha logrado. Durante este último año nos volvimos inseparables, pero para hoy la consigna era clara: seguir adelante, siempre adelante, volar para ser libres. Él lo ha logrado. De lo contrario estaría aquí conmigo, acostado como yo; apoyándonos como lo hicimos todo este tiempo atrás.
En la opresión, vosotros fuisteis mi obsesión desde el primer momento. Todo lo que vivíamos era ruin, pero aceptable; el hambre, la miseria, e incluso la represión era tolerable; pero la idea de no poder estar con vosotros se iba espesando según pasaban los días, las horas, los minutos. No poder veros se convirtió en una losa demasiado grávida y agobiante. Cuando me denegaron el permiso oficial para cruzar y abrazaros, esa losa, ese pensamiento, ese mismo mármol, se convirtió en un talud demasiado hondo. Ya todo fue una cuenta atrás para una carrera sin fondo, sin límite; con una meta: estar allí, en casa, en el hogar, con la familia, abrazaros y sentir mis manos enredando vuestro pelo, riendo felices. ¡Qué dulce sensación las de mis yemas sobando vuestras cabezas, vuestras caras cerca de la mía; fundidos en un abrazo infinito! Por eso me conjuré con Helmut. Nos deslizábamos sibilinos como serpientes que atraviesan el estrecho agujero del muro hasta la carpintería. Una vez en el interior, desde la ventana, mirábamos al otro lado; oteábamos a los guardias y su rutina; cuándo fumaban, cuándo reían, cuándo orinaban clandestinamente; cuándo se ausentaban, quizás también soñando con la libertad que ellos tampoco tenían. Nos preguntábamos a menudo, por qué nuestros mismos compatriotas nos oprimían de esa manera, qué hacía al antiguo amigo convertirse en tu depredador, en tu carcelero. La envidia, la mezquindad humana al servicio de la política. Rudolf, que siempre había sido nuestro compañero, cambió. Quería anclar nuestra mente a este ideario infecto de miseria y represión. Así pasamos de reír entorno a una buena pils, en el biergardent; o escuchar jazz en los gramófonos y fumar pitillos, a la tristeza más honda, Poco a poco concluimos el plan. Sería en agosto, un año después de la decisión política de dividirnos. Agosto era un buen mes, el calor berlinés sacudiría a los guardias, a las dos de la tarde el sopor los amodorraría y con un poco de suerte no nos verían saltar desde la ventana del taller a la tierra de nadie. Una vez dentro, correríamos como sólo los jóvenes sabemos hacerlo. Volaríamos hasta trepar por el muro hasta el Kreuzberg.
Estuvimos agazapados en la carpintería; con el mismo polvo de serrín de siempre, esperando el momento para deslizarnos. Helmut y yo nos agarramos los antebrazos, con las camisas remangadas hasta los codos; nos miramos a los ojos sin decir nada, con la emoción contenida por ese momento transcendental. Nos cegaba la visión ilusionante de un nuevo día. Antes de moverme toqué el papel con las palabras de Helmut para su familia por si él no llegaba. Quizás fue un presagio. Con los dedos temblorosos intento tocar la nota ahora, pero la siento totalmente impregnada de mi roja vida. Siento frío. Pienso que los veranos berlineses no son realmente tan calurosos. Ya deben haber trascurrido otros diez minutos. El tiempo pasa rápido. La transición se acerca. Y noto que la vida se me escapa sin abrazaros.
Liselotte, esto se está poniendo muy mal. Mi pensamiento y mi amor van a ti y mis sobrinos. Ellos son el tesoro más preciado. Cuéntales que su tío murió con la ilusión de un futuro mejor para ellos. Diles que no pude soportar la vida cercenada, privada de sus caricias; que arriesgué todo por mi libertad y, en definitiva, por la suya. ¡Dios mío, cuánto os quiero! Recuerdo cuando éramos adolescentes y nos sentábamos con mamá, cerca de padre, a disfrutar de un trozo de tarta selva negra, Schwarzwälder Kirschtorte. De la cocina surgía el olor amable, azucarado del bizcocho, el chocolate y la nata montada; un perfume que inundaba toda la casa. Esperábamos ansiosos que llegara a la mesa. Eran unas tardes que tenían impresa la suavidad del dibujo de aquel pastel; de su colorido agradable y bello. Un dulce sublime, como sólo madre sabía cocinar. Tras el corte inicial, las capas se mostraban magnificas con la lámina exquisita de cerezas confitadas de licor que, rebosantes de kirschwasser, inundaban el plato. Agarrados de la mano, esperábamos la señal cómplice de mamá y papá para devorar, con glotonería, nuestra porción y rogar otro pedazo más. Tertulias sin importancia, con el regusto alegre pegado en el paladar y la esperanza de que una nueva tarta nos hiciera volar de nuevo a nuestra infancia.
Me siento cansado. He dejado de oír los gritos de súplica y los sollozos. De mi pecho y pelvis emana un abundante licor de cerezas rojas, como una Schwarzwälder Kirschtorte. Escucho pasos militares acercándose; botas de cuero que tropiezan con los cascotes del suelo. Ya no hay tiempo, ya no hay tiempo… Unos brazos fornidos me recogen del suelo y me alzan; me acunan como la crisálida envuelve a la larva. Mis brazos y piernas cuelgan inertes, desmadejados. Parece que las tres palomas se han juntado; que ahora son tan sólo un ave que alza el vuelo hacia el cielo libre.
*José Alfonso Fernández (Madrid). Máster en Creación Literaria por la Universidad Internacional de Valencia con Grupo Planeta (2021). Curso de relato con Ángel Zapata en Fuentetaja Literaria. Desde 1996 vive en Luxemburgo. Radio de 1999 a 2006 presenta y dirige los programas Música y Literatura y El balcón, en Radio Latina de Luxemburgo, en su programa de lengua española. Publicaciones: Teatro Mon village espagnol obra teatral La Europa literaria puesta en escena. Novela Más allá de los sueños (ISBN 84-95247-04-6. Ed Tecum 1997). Relatos El duende de las ondas (CRE 2000), Inesperadamente, (ISSM: 1018-3809. Ed Abril 23, 2002). Lucilinburhuc: el pequeño castillo (ISBN 2-9599924-6-6) 2004 Editions Clae., 12 vencejos vikingos Máquina Combinatoria 2022 Artículos lengua francesa Revista Horizont, La rebellion des masses , Animaux Survivants y Chiffres et lettres de la globalisation.
Facebook: Jose Fernandez. Twitter: @PEPEFLUX.
Facebook: Jose Fernandez. Twitter: @PEPEFLUX.