Una tableta propia
Héctor R. Sapiña Flores*
En nuestros días, el ensayo es el espacio donde los estados de Facebook pasan de embrión a discurso. Detrás de todo buen meme, de toda frase feliz escrita sobre un fondo de color (o de emoticones fecales sonrientes) se esconde una tesis esperando a nacer como el famosísimo feto que iba a ser ingeniero. En tiempos de las revoluciones burguesas Rousseau dio voz a la sociedad ilustrada, en el siglo XXI un ensayista intenta dar sintaxis al ruido de las redes sociales.
Frente al bombardeo de estupideces que se reproducen a diario en los medios, el ciudadano global se ve orillado a dos actitudes: o afloja a la seducción de la cosquilla morbosa, o rechaza la comunicación mediática con la seguridad de poseer la sabiduría romántica del ermitaño. Sin embargo, quien pretende gestar un punto de vista debe encontrar el punto medio, en otras palabras, debe morbosear con escepticismo.
Hace unas semanas di por casualidad con esa franja situada entre la emotividad mediática y la convicción ética. Enclaustrado en la cuarentena, dispuesto a preocuparme sólo por el trabajo inmediato y no el fantasma acechante del desempleo, una noticia me conmovió. Ante la contingencia, docentes y administrativos de la Universidad Autónoma Metropolitana decidieron redestinar el presupuesto de congresos e intercambios académicos a la compra de dispositivos para asegurar el acceso de sus alumnos a las clases en línea. Se ha llamado a estos momentos “pequeñas utopías”, momentos solidarios, donde un superior en jerarquía (a veces un igual) renuncia a la tentación del privilegio gracias a una responsabilidad genuina hacia el otro. Un adolescente reaccionaría escribiendo una “F”, mi generación diría que “le salió una lagrimita”. ¡Las asambleas piramidales de una institución académica decidieron ejercer la verdadera función de la universidad! Dirán que no debería sorprendernos porque, a diferencia de controversias más complejas, este caso presentaba una solución obvia. ¡Claro! ¿Quién, en su sano juicio, votaría en contra de dar herramientas a quienes no poseen medios suficientes? Sólo tenemos doscientos años de capitalismos industriales para demostrar lo contrario. Y tristemente la historia política de nuestro país está bien surtida de ejemplos.
En fin, la cosa no va por la dificultad de tomar posturas, ni estamos aquí para una sobremesa de quejas sobre el corrupto y sus amigos. La idea es que el titular “UAM provee a sus estudiantes con tabletas para estudiar durante cuarentena” no sólo informa; tal como los estados de Facebook, esconde una tesis-feto, la versión 2.0 de Virginia Woolf. Si hace un siglo el planteamiento de la inglesa establecía que la mujer requiere dinero y un cuarto propio para escribir novelas; para el caso en cuestión podemos reformularlo así: el universitario necesita wi-fi y una tableta para hacer ciencia.
Las ciencias surgieron cuando el humano cubrió sus necesidades básicas a largo plazo. Ya había logrado un desarrollo considerable de las técnicas de fabricación y de la educación (hacer chunches como cuchillos y vasijas requiere aprender cómo se hizo la chunche anterior). El perfeccionamiento de la herramienta condujo a un mejor suministro y, un buen día, cuando la tribu había acumulado reservas de mamut y frutas para pasar el invierno, observó a través del portal de la cueva. Observó las repeticiones de la naturaleza, observó los comportamientos de sus compañeros, las relaciones, los patrones y las casualidades. Nombró estas cosas que no estaban frente a él, sino en su mente. Hizo ciencia. Para nosotros creencia mágica, para ellos explicación del mundo.
El estudiante no puede ser universitario si no encuentra tiempo y ventanas para observar (las becas económicas o en especie lo saben). En la era del impulso memético, ciertas organizaciones privadas incorporadas a la SEP se disfrazan de instituciones educativas y prometen un espacio para “quienes les falta miedo y les sobra pasión”, aseguran que “lograrás superarte” y −no logro entender esto− describen su oferta académica a través de comparaciones con animales. Juro que he visto publicidad donde amablemente nos explican que licenciarte en informática te permitirá ser como una surikata (sí, con k). Este conjunto de negocios, que explotan la ignorancia de padres preocupados por el futuro empleo de sus hijos, propician el olvido sistemático del verdadero fin de una universidad: abrir el portal de la caverna al estudiante para que observe.
Sí, sin ganas de provocar a nadie, debe decirse: toda disciplina digna de pertenecer a una verdadera universidad debe cimentarse sobre un constructo científico. Si no, no se trata de una profesión, es una técnica y ello no debería estigmatizarse. El problema desde hace décadas, lo sabemos, es la necesidad de aumentar la cantidad de habitantes a los que las estadísticas puedan etiquetar como profesionales. Todo para “ser competitivos globalmente”, frase más vacía que la surikata informátika. ¿Para qué queremos un país lleno de licenciados ardilla que lograron superarse siguiendo su pasión?
Un mercadólogo podrá explicarlo mejor. Aquí me he propuesto responder por qué me conmueve la noticia de la UAM en mayor medida que el uso extenuante de la palabra “lamentable” en los comunicados de la Secretaría de Salud. Simple: porque la universidad metropolitana ha cumplido su función institucional. A estas alturas, no sé ya si la verdad nos hará libres, pero quien insiste en declararlo se ha asegurado de establecer las condiciones para ver si es cierto.
Con todo, las semanas de educación virtual se pusieron en marcha, dando buenos o malos resultados. Y se nos presenta, una vez más, el problema de las tecnologías de la información como el géminis de la humanidad: ¿son los medios de comunicación una herramienta para la emancipación o para la enajenación? Desde Sócrates hasta Walter Benjamin, el pensamiento se inclina por la segunda. Y uno que otro Umberto Eco ha hecho todo por mantenerse en medio. Los demás son enanos en hombros de gigantes o Luteros con buenas intenciones a los que se les escapa el poder de la imprenta. En estos meses he sido testigo directo de proezas a nombre de la educación inclusiva y verdaderas ojetadas por parte de “instituciones” de enseñanza. Hay estudiantes a quienes no sólo les ha impedido continuar sus estudios por falta de pago de colegiaturas, sino que han sufrido ofensas morales por sus limitaciones para acceder a la educación en línea.
¿Qué podemos concluir de estas experiencias? Nada nuevo. Como es bien sabido, en estas cuestiones ni un 99% de casos justos sirve si existe uno solo injusto. Nada nuevo, pero eso sí, cabe reinaugurar las viejas preguntas: ¿el modelo de la UAM es una prueba de que la intervención institucional sobre la iniciativa privada ayuda a equilibrar las injusticias? Y, en ese caso, ¿el nuevo socialismo debe recuperar la idea del gobierno de los filósofos? O, enfocándonos en contextos concretos, ¿cuál es el conjunto de factores que orienta los usos de la comunicación hacia fines más justos: los esfuerzos de las organizaciones en coordinación con los docentes y la familia de los estudiantes? ¿Qué criterios deben erigir quienes mueven el mercado para hacer de las ventas un servicio en lugar de un fin en sí mismo?
A casi un siglo de las conferencias de Virginia Woolf reunidas en Una habitación propia, podemos brincarnos algunas de las limitaciones que ofrecía su tesis. Me refiero principalmente al factor de su clase social, pues evidentemente casi ninguna mujer de su época podía aspirar a dinero y una habitación propia. Todo matiz guardado, desde luego, ya que en la actualidad las diferencias sociales son graves. Pero, a merced de la región y las condiciones particulares de cada individuo, es viable afirmar que más mujeres pueden aspirar al cultivo intelectual ahora. Si Woolf, como habitante de Kensington, hija de un erudito acomodado y esposa de un funcionario, enfrentaba dificultades para ingresar a las bibliotecas de Oxford y Cambridge, no es necesaria mucha indagación para asumir que una mujer de clase baja no tenía en aquel entonces el derecho que ahora gozamos todos para entrar a la Nacional.
Asimismo, es posible extender la premisa de Wolf hacia los hombres que se están perfilando hacia la investigación. No se trata en lo absoluto de ignorar la desventaja histórica impuesta sobre la mujer en la academia, sino reconocer que los hombres estudiantes que padecen desventajas digitales para formarse como científicos son también víctimas de los sistemas patriarcales. El enfoque, pues, recae sobre el estudiante y los medios necesarios para construirse como profesionista. Para el obrero la herramienta, para el campesinado la tierra, para el maestro el libro; en 2020, para el estudiante, la tableta.
Ahora, en tiempos de COVID, el habitante del mundo digital suele tener momentos de inspiración esperanzadora y se levanta a media madrugada para postear sus buenos deseos en Twitter (al margen de los insultos u opiniones sin fundamento que también nos encanta divulgar). Esta oda a las universidades que se responsabilizan por su población tiene algo de eso, pero sólo como residuo de quien la escribe confinado, no se confunda la mirada idealista sobre la universidad y sus hijos con un reflejo del fenómeno que se observa. En pleno siglo XXI, resultaría imposible entender a los estudiantes como una masa deificada cuyo glorioso destino es guiarnos a la emancipación. Así como se ha reconocido a los médicos su heroica labor durante la cuarentena, la labor de los gestores de una universidad es loable en tanto que consultan la situación de cada alumno a través de encuestas, cartas, llamadas y visitas. Hay que decirlo, es un pequeño Estado reconociendo la individualidad e integridad de cada uno de sus miembros.
Bendito sea el mundo por los humanistas que son capaces de aplicar el conocimiento a la administración. Y afortunados quienes podemos observar el acontecer histórico desde la guarida del hogar. Doblemente afortunados quienes actúan y observan de manera simultánea. Un detractor de la noción de pequeña utopía que propone Taibo II diría que se trata de una visión resignada, de quien luchó por una forma de revolución que no logró concretarse y se conforma con instantes de justicia en un mundo plagado. Pero, sin retroceder a una visión teleológica de la historia, no es tan aventurado afirmar que las pequeñas utopías no se encuentran aisladas, sino que se dan como comportamientos colaborativos de las células del organismo humano.
Frente al bombardeo de estupideces que se reproducen a diario en los medios, el ciudadano global se ve orillado a dos actitudes: o afloja a la seducción de la cosquilla morbosa, o rechaza la comunicación mediática con la seguridad de poseer la sabiduría romántica del ermitaño. Sin embargo, quien pretende gestar un punto de vista debe encontrar el punto medio, en otras palabras, debe morbosear con escepticismo.
Hace unas semanas di por casualidad con esa franja situada entre la emotividad mediática y la convicción ética. Enclaustrado en la cuarentena, dispuesto a preocuparme sólo por el trabajo inmediato y no el fantasma acechante del desempleo, una noticia me conmovió. Ante la contingencia, docentes y administrativos de la Universidad Autónoma Metropolitana decidieron redestinar el presupuesto de congresos e intercambios académicos a la compra de dispositivos para asegurar el acceso de sus alumnos a las clases en línea. Se ha llamado a estos momentos “pequeñas utopías”, momentos solidarios, donde un superior en jerarquía (a veces un igual) renuncia a la tentación del privilegio gracias a una responsabilidad genuina hacia el otro. Un adolescente reaccionaría escribiendo una “F”, mi generación diría que “le salió una lagrimita”. ¡Las asambleas piramidales de una institución académica decidieron ejercer la verdadera función de la universidad! Dirán que no debería sorprendernos porque, a diferencia de controversias más complejas, este caso presentaba una solución obvia. ¡Claro! ¿Quién, en su sano juicio, votaría en contra de dar herramientas a quienes no poseen medios suficientes? Sólo tenemos doscientos años de capitalismos industriales para demostrar lo contrario. Y tristemente la historia política de nuestro país está bien surtida de ejemplos.
En fin, la cosa no va por la dificultad de tomar posturas, ni estamos aquí para una sobremesa de quejas sobre el corrupto y sus amigos. La idea es que el titular “UAM provee a sus estudiantes con tabletas para estudiar durante cuarentena” no sólo informa; tal como los estados de Facebook, esconde una tesis-feto, la versión 2.0 de Virginia Woolf. Si hace un siglo el planteamiento de la inglesa establecía que la mujer requiere dinero y un cuarto propio para escribir novelas; para el caso en cuestión podemos reformularlo así: el universitario necesita wi-fi y una tableta para hacer ciencia.
Las ciencias surgieron cuando el humano cubrió sus necesidades básicas a largo plazo. Ya había logrado un desarrollo considerable de las técnicas de fabricación y de la educación (hacer chunches como cuchillos y vasijas requiere aprender cómo se hizo la chunche anterior). El perfeccionamiento de la herramienta condujo a un mejor suministro y, un buen día, cuando la tribu había acumulado reservas de mamut y frutas para pasar el invierno, observó a través del portal de la cueva. Observó las repeticiones de la naturaleza, observó los comportamientos de sus compañeros, las relaciones, los patrones y las casualidades. Nombró estas cosas que no estaban frente a él, sino en su mente. Hizo ciencia. Para nosotros creencia mágica, para ellos explicación del mundo.
El estudiante no puede ser universitario si no encuentra tiempo y ventanas para observar (las becas económicas o en especie lo saben). En la era del impulso memético, ciertas organizaciones privadas incorporadas a la SEP se disfrazan de instituciones educativas y prometen un espacio para “quienes les falta miedo y les sobra pasión”, aseguran que “lograrás superarte” y −no logro entender esto− describen su oferta académica a través de comparaciones con animales. Juro que he visto publicidad donde amablemente nos explican que licenciarte en informática te permitirá ser como una surikata (sí, con k). Este conjunto de negocios, que explotan la ignorancia de padres preocupados por el futuro empleo de sus hijos, propician el olvido sistemático del verdadero fin de una universidad: abrir el portal de la caverna al estudiante para que observe.
Sí, sin ganas de provocar a nadie, debe decirse: toda disciplina digna de pertenecer a una verdadera universidad debe cimentarse sobre un constructo científico. Si no, no se trata de una profesión, es una técnica y ello no debería estigmatizarse. El problema desde hace décadas, lo sabemos, es la necesidad de aumentar la cantidad de habitantes a los que las estadísticas puedan etiquetar como profesionales. Todo para “ser competitivos globalmente”, frase más vacía que la surikata informátika. ¿Para qué queremos un país lleno de licenciados ardilla que lograron superarse siguiendo su pasión?
Un mercadólogo podrá explicarlo mejor. Aquí me he propuesto responder por qué me conmueve la noticia de la UAM en mayor medida que el uso extenuante de la palabra “lamentable” en los comunicados de la Secretaría de Salud. Simple: porque la universidad metropolitana ha cumplido su función institucional. A estas alturas, no sé ya si la verdad nos hará libres, pero quien insiste en declararlo se ha asegurado de establecer las condiciones para ver si es cierto.
Con todo, las semanas de educación virtual se pusieron en marcha, dando buenos o malos resultados. Y se nos presenta, una vez más, el problema de las tecnologías de la información como el géminis de la humanidad: ¿son los medios de comunicación una herramienta para la emancipación o para la enajenación? Desde Sócrates hasta Walter Benjamin, el pensamiento se inclina por la segunda. Y uno que otro Umberto Eco ha hecho todo por mantenerse en medio. Los demás son enanos en hombros de gigantes o Luteros con buenas intenciones a los que se les escapa el poder de la imprenta. En estos meses he sido testigo directo de proezas a nombre de la educación inclusiva y verdaderas ojetadas por parte de “instituciones” de enseñanza. Hay estudiantes a quienes no sólo les ha impedido continuar sus estudios por falta de pago de colegiaturas, sino que han sufrido ofensas morales por sus limitaciones para acceder a la educación en línea.
¿Qué podemos concluir de estas experiencias? Nada nuevo. Como es bien sabido, en estas cuestiones ni un 99% de casos justos sirve si existe uno solo injusto. Nada nuevo, pero eso sí, cabe reinaugurar las viejas preguntas: ¿el modelo de la UAM es una prueba de que la intervención institucional sobre la iniciativa privada ayuda a equilibrar las injusticias? Y, en ese caso, ¿el nuevo socialismo debe recuperar la idea del gobierno de los filósofos? O, enfocándonos en contextos concretos, ¿cuál es el conjunto de factores que orienta los usos de la comunicación hacia fines más justos: los esfuerzos de las organizaciones en coordinación con los docentes y la familia de los estudiantes? ¿Qué criterios deben erigir quienes mueven el mercado para hacer de las ventas un servicio en lugar de un fin en sí mismo?
A casi un siglo de las conferencias de Virginia Woolf reunidas en Una habitación propia, podemos brincarnos algunas de las limitaciones que ofrecía su tesis. Me refiero principalmente al factor de su clase social, pues evidentemente casi ninguna mujer de su época podía aspirar a dinero y una habitación propia. Todo matiz guardado, desde luego, ya que en la actualidad las diferencias sociales son graves. Pero, a merced de la región y las condiciones particulares de cada individuo, es viable afirmar que más mujeres pueden aspirar al cultivo intelectual ahora. Si Woolf, como habitante de Kensington, hija de un erudito acomodado y esposa de un funcionario, enfrentaba dificultades para ingresar a las bibliotecas de Oxford y Cambridge, no es necesaria mucha indagación para asumir que una mujer de clase baja no tenía en aquel entonces el derecho que ahora gozamos todos para entrar a la Nacional.
Asimismo, es posible extender la premisa de Wolf hacia los hombres que se están perfilando hacia la investigación. No se trata en lo absoluto de ignorar la desventaja histórica impuesta sobre la mujer en la academia, sino reconocer que los hombres estudiantes que padecen desventajas digitales para formarse como científicos son también víctimas de los sistemas patriarcales. El enfoque, pues, recae sobre el estudiante y los medios necesarios para construirse como profesionista. Para el obrero la herramienta, para el campesinado la tierra, para el maestro el libro; en 2020, para el estudiante, la tableta.
Ahora, en tiempos de COVID, el habitante del mundo digital suele tener momentos de inspiración esperanzadora y se levanta a media madrugada para postear sus buenos deseos en Twitter (al margen de los insultos u opiniones sin fundamento que también nos encanta divulgar). Esta oda a las universidades que se responsabilizan por su población tiene algo de eso, pero sólo como residuo de quien la escribe confinado, no se confunda la mirada idealista sobre la universidad y sus hijos con un reflejo del fenómeno que se observa. En pleno siglo XXI, resultaría imposible entender a los estudiantes como una masa deificada cuyo glorioso destino es guiarnos a la emancipación. Así como se ha reconocido a los médicos su heroica labor durante la cuarentena, la labor de los gestores de una universidad es loable en tanto que consultan la situación de cada alumno a través de encuestas, cartas, llamadas y visitas. Hay que decirlo, es un pequeño Estado reconociendo la individualidad e integridad de cada uno de sus miembros.
Bendito sea el mundo por los humanistas que son capaces de aplicar el conocimiento a la administración. Y afortunados quienes podemos observar el acontecer histórico desde la guarida del hogar. Doblemente afortunados quienes actúan y observan de manera simultánea. Un detractor de la noción de pequeña utopía que propone Taibo II diría que se trata de una visión resignada, de quien luchó por una forma de revolución que no logró concretarse y se conforma con instantes de justicia en un mundo plagado. Pero, sin retroceder a una visión teleológica de la historia, no es tan aventurado afirmar que las pequeñas utopías no se encuentran aisladas, sino que se dan como comportamientos colaborativos de las células del organismo humano.
*Estudiante de la Maestría en Letras Mexicanas de la UNAM, licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la FES Acatlán (UNAM). Ha publicado ensayo en la Revista Monolito y en el blogzine La langosta se ha posteado, una reseña en la Revista Destiempos y diferentes artículos sobre política y cultura popular en Cultura Colectiva. Es profesor de literatura y creador de contenidos para textos educativos. Fue conductor del programa Culturama de Radio GEA en la temporada 2019-2020.