Ahogarse por la boca del río
Armando Vega-Gil*
1991, 22 de septiembre.
62 latidos por minuto.
—Aquí el golfo ejh traicionero y matón, cuñao —me explica el don de las empanadas de cazón, pescado y camarón con harto aceite, cambiando las eses por jhs, un jarocho renegrido por el sol vertical del equinoccio, pulido en los vientos areniscos del norte que azota las olas de Veracruz, ¡fuuuuu!, para volverlas trampas de bandera roja y mareas que marean—. Míralo si no me creejh, loco: agua que revienta en olajh de colmillojh de bestia, con una corriente cabrona que jala hacia a lo profundo a la gente dejhcuidada y babojha.
Costaban quince pesitos cada una de esas delicias salmonélicas bañadas en salsa Valentina, calientes a fuerza de rayos gama refractados por la briza del mar. Andaba yo tristón por un amor abandonado en mi lejana ciudad y creí que las penas con pan de cazón serían menos. Pagué por tres, y ya hacían agua mis hocicos, cuando el empanadillero, alistándose a servir las viandas sobre papel de estraza, me dice sin mucha alarma.
—Oye, loco. ¿Tú sabejh nadar?
—¡Claro! —intento lucirme—. Fui campeón de crawl cuando tenía catorce años.
—Puejh a darle ora aunque sea de a perrito, cuñao —me urge, mientras señala a lo lejos a mi compañero de escena, el señor Apache, quien pega de brincos, agitando los brazos con alarma—. Ahí un muchacho como que jhe ejhtá ahogando. ¡Corre, loco! ¡Corre!
Me paro con una agilidad ajena a mi cuerpo elíptico y, ¡a correr sobre la difícil arena de Boca del Río!, esa playa movediza donde hacemos tiempo en lo que llega la lejana hora de ir al barcito donde tocaré con mi banda.
Botellita de Jerez está de tour: «Vivo en la carretera, adentro de un autobús».
103 latidos por minuto.
Un par de cabecitas apenas sobresalen de las aguas: la primera es de una chica que desfallece, pálida, boqueando con los ojos en blanco; la otra es la de mi ingeniero de sonido, Bam Bam, también a un paso del colapso. Él había visto que la muchacha se ahogaba y entró al agua con miedo, sin idea de cómo sacar un cuerpo agónico del mar, decidido, heroico. Días después, me dirá:
—No podía jalarla a la orilla ni mantenerla a flote, me le pescaba y nos hundíamos a todo peso. «No lo voy a lograr», pensé, así que decidí tomarla del tirante de su traje de baño y dejarme arrastrar por ella al fondo. Morir junto a una desconocida. Si no hubieras aparecido en ese preciso instante... yo...
El Apache grita para despabilarme: «¡Sácalos, sácalos!». Él no sabe nadar. Pero yo sí que fui campeón de crawl, y, sabiéndome el muchacho chicho de la peli gacha de acción hollywoodense, entro al agua para salvar a los náufragos, a trote ligero, ¡plin, plin, plin!; pero las olas se me estampan en la jeta, a contracorriente y bofetadas, y me revuelcan. Me mal yergo con mi bañador —diría el madrileño— a media hasta, aprieto el paso con desesperación y apenas si avanzo en el agua dura y helada: entre más cerca estoy de ellos, más lejos los veo.
—¡Aguanta, Bam Bam! —grito—. ¡Aguante, señorita! Puf, puf, puf. ¡Ya estoy aquí! Puf, puf, puf.
154 latidos por minuto.
El corazón se me sale a las patadas por la garganta. Me diagnostico como un candidato para el infarto, y al fin puedo bracear sobre un fondo que ya se aleja de mis pies. Avanzo con elegancia. Toco la mano de Bam Bam, en relevo, y él nada sin fuerza a la orilla. Don Apache lo espera, trémulo, y, apenas toca fondo con el dedo gordo del pie izquierdo, Bam Bam se desmaya. Apache, fortachón e inútil, apenas si logra sacarlo de la espuma marítima como a un muñeco desgobernado.
Giro y me concentro en la que va a morir: ¡no lo permitiré!
Laxa, con la mirada vacía, la chica apenas gime: ahhh, ahhh, glub, glub... Yo sabía que un sumergible era capaz de hundir a su salvador pues tira manotazos violentos, patadas de ahogado y se aferra al él como el lastre al mástil de un barco a la deriva. Se dice que hay que golpear o sumergir al muriente para distraerlo y poder asirlo por la retaguardia. Pero la chica no se mueve. Es menudita, pesada, elíptica, como yo. Al agua aquí parece mansa y cubre con un espejo azul verdoso su rostro y nariz burbujeante. Le tercio el brazo por el pecho y, seguro de que ya le he salvado, doy una potente patada acompañada de una brazada experta... y no me muevo ni un milímetro; es más, una corriente mustia nos arrastra mar adentro. Pateo, pateo. Un, dos, tres. Brazada, brazada. Un, dos, tres..., y no avanzamos. Ella se hunde, se me va del brazo lubricado por un filtro en crema del 50. Panic atac. «¿Qué hago, se me está muriendo entre las manos, quéhagoquéhagoquéhago?»
Y elaboro un teorema: contrario a la teoría del flogisto, un cuerpo muerto pesa más que uno con vida. Peso muerto. Pero ella aún respira.
168 latidos por minuto.
¡Debo mantenerla a flote! ¡Hazlo! ¿Cómo? ¿Cómo, idiota? Y la luz de la razón me ilumina para trazar una sombra dentro de mi cabeza. Me sumerjo hasta el lecho del mar y, a tres metros de profundidades, me impulso con fuerza desde el fondo de arena, soy un torpedo, un misil, acomodo a diez dedos las palmas de mis manos en sus caderas y empujo a la agónica hacia la superficie. Su cara emerge y alcanzo a ver cómo sus enormes pulmones se expanden. Exhala en estertores y se vuelve a sumergir. Y voy de nuevo al lecho para lanzarla en catapulta a la superficie. Esto es una rutina de payasos acuáticos, absurda, que se repite y se repite. Logro mantener con vida a la chica, mas la corriente no cesa y el lecho es cada vez más distante. «La voy a perder, la voy a perder».
Mar abierto.
Brazos entumidos.
Morir junto a una desconocida.
No puedo más y un calambre en la pata me agorzoma. Un velo prieto cubre mis ojos, párpados bajo los párpados. Lágrimas de mar.
Y de golpe, ¡splash, splash, splash!, de la nada aparece en crawl perfecto un tritón atlético y guapo, se sumerge, gira y toma a la pre-ahogada del tronco y, nadando de ladito, la arrastra con facilidad hacia la orilla. Yo apenas si logro unirme al escape. Salpicándolos con los sopazos que doy con mis manteadas, tocamos fondo al fin y sacamos a la chica en hombros por un brazo de mar. Y, ¡sí, por supuesto! Ahora sé que ella despertará para llenarme abrazos y besos, agradecida por no dejarla morir, ¿se enamorará de mí? Y sé que en el puerto me van a recibir en un carro alegórico entre confeti y los vítores de la gente; que me darán las llaves de la ciudad: yo, el héroe. Pero aparece el primo de la ahogada, «¿Dónde diablos estabas hace apenas un minuto, unos segundos, primo imbécil de mierda?», coge con rabia mis hombros, con esa rabia ciega que desencadena el pavor, y me avienta de un tirón a un lado. Caigo, toma él mi lugar en el arrastre de la ahogada y se la lleva con el tritón para recostarla en una toalla donde le harán reanimación cardiopulmonar. Me incorporo perplejo, ¿neta? Le acabo de salvar la vida a tu pariente y, ¿ni siquiera un «gracias», una palmadita en el hombro como al perro, una maldita Nada? ¿Neta?
«Sí: nada. Soy el que nada nada —me comienzo a fustigar—, un ser insignificante en el juego de la vida y la muerte, un grano de arena en la playa. El anónimo que jamás tendrá reconocimiento alguno por sus esfuerzos. No soy un héroe, no soy un valiente, apena un clown inútil que mantuvo en vida a una chica impulsándola por las nalgas.»
112 latidos por minuto.
La gente corre, hay gritos de miedo y júbilo: la muchacha ha salido del impass: está a salvo, tose y lanza agua por las fosas nasales. Llora. Respeto su perplejidad, lo mejor será no acercarse. Apesadumbrado por un vacío que se me abre en la boca del estómago en Boca del Río, camino por la playa rumbo a mi toalla. Al menos tendré el consuelo de comer mis delicias de cazón a la veracruzana con un toque de camarón pelao; pero el don de las empanadas, aprovechando la confusión, se ha largado con mi dinero y mi comida.
Sí, soy el ser más patético de la existencia.
Y así, en contra de cualquier vaticinio, Bam Bam y el Apache se acercan.
—Armando —dice mi ingeniero de sonido con una sonrisa triste—, me salvaste la vida; jamás tendré nada para darte a cambio de esto. Gracias.
Se dan la vuelta y se alejan, están agotados. Yo, hambriento.
Comienzo a sollozar para nunca terminar de hacerlo: es tiempo de recomenzar.
62 latidos por minuto.
62 latidos por minuto.
—Aquí el golfo ejh traicionero y matón, cuñao —me explica el don de las empanadas de cazón, pescado y camarón con harto aceite, cambiando las eses por jhs, un jarocho renegrido por el sol vertical del equinoccio, pulido en los vientos areniscos del norte que azota las olas de Veracruz, ¡fuuuuu!, para volverlas trampas de bandera roja y mareas que marean—. Míralo si no me creejh, loco: agua que revienta en olajh de colmillojh de bestia, con una corriente cabrona que jala hacia a lo profundo a la gente dejhcuidada y babojha.
Costaban quince pesitos cada una de esas delicias salmonélicas bañadas en salsa Valentina, calientes a fuerza de rayos gama refractados por la briza del mar. Andaba yo tristón por un amor abandonado en mi lejana ciudad y creí que las penas con pan de cazón serían menos. Pagué por tres, y ya hacían agua mis hocicos, cuando el empanadillero, alistándose a servir las viandas sobre papel de estraza, me dice sin mucha alarma.
—Oye, loco. ¿Tú sabejh nadar?
—¡Claro! —intento lucirme—. Fui campeón de crawl cuando tenía catorce años.
—Puejh a darle ora aunque sea de a perrito, cuñao —me urge, mientras señala a lo lejos a mi compañero de escena, el señor Apache, quien pega de brincos, agitando los brazos con alarma—. Ahí un muchacho como que jhe ejhtá ahogando. ¡Corre, loco! ¡Corre!
Me paro con una agilidad ajena a mi cuerpo elíptico y, ¡a correr sobre la difícil arena de Boca del Río!, esa playa movediza donde hacemos tiempo en lo que llega la lejana hora de ir al barcito donde tocaré con mi banda.
Botellita de Jerez está de tour: «Vivo en la carretera, adentro de un autobús».
103 latidos por minuto.
Un par de cabecitas apenas sobresalen de las aguas: la primera es de una chica que desfallece, pálida, boqueando con los ojos en blanco; la otra es la de mi ingeniero de sonido, Bam Bam, también a un paso del colapso. Él había visto que la muchacha se ahogaba y entró al agua con miedo, sin idea de cómo sacar un cuerpo agónico del mar, decidido, heroico. Días después, me dirá:
—No podía jalarla a la orilla ni mantenerla a flote, me le pescaba y nos hundíamos a todo peso. «No lo voy a lograr», pensé, así que decidí tomarla del tirante de su traje de baño y dejarme arrastrar por ella al fondo. Morir junto a una desconocida. Si no hubieras aparecido en ese preciso instante... yo...
El Apache grita para despabilarme: «¡Sácalos, sácalos!». Él no sabe nadar. Pero yo sí que fui campeón de crawl, y, sabiéndome el muchacho chicho de la peli gacha de acción hollywoodense, entro al agua para salvar a los náufragos, a trote ligero, ¡plin, plin, plin!; pero las olas se me estampan en la jeta, a contracorriente y bofetadas, y me revuelcan. Me mal yergo con mi bañador —diría el madrileño— a media hasta, aprieto el paso con desesperación y apenas si avanzo en el agua dura y helada: entre más cerca estoy de ellos, más lejos los veo.
—¡Aguanta, Bam Bam! —grito—. ¡Aguante, señorita! Puf, puf, puf. ¡Ya estoy aquí! Puf, puf, puf.
154 latidos por minuto.
El corazón se me sale a las patadas por la garganta. Me diagnostico como un candidato para el infarto, y al fin puedo bracear sobre un fondo que ya se aleja de mis pies. Avanzo con elegancia. Toco la mano de Bam Bam, en relevo, y él nada sin fuerza a la orilla. Don Apache lo espera, trémulo, y, apenas toca fondo con el dedo gordo del pie izquierdo, Bam Bam se desmaya. Apache, fortachón e inútil, apenas si logra sacarlo de la espuma marítima como a un muñeco desgobernado.
Giro y me concentro en la que va a morir: ¡no lo permitiré!
Laxa, con la mirada vacía, la chica apenas gime: ahhh, ahhh, glub, glub... Yo sabía que un sumergible era capaz de hundir a su salvador pues tira manotazos violentos, patadas de ahogado y se aferra al él como el lastre al mástil de un barco a la deriva. Se dice que hay que golpear o sumergir al muriente para distraerlo y poder asirlo por la retaguardia. Pero la chica no se mueve. Es menudita, pesada, elíptica, como yo. Al agua aquí parece mansa y cubre con un espejo azul verdoso su rostro y nariz burbujeante. Le tercio el brazo por el pecho y, seguro de que ya le he salvado, doy una potente patada acompañada de una brazada experta... y no me muevo ni un milímetro; es más, una corriente mustia nos arrastra mar adentro. Pateo, pateo. Un, dos, tres. Brazada, brazada. Un, dos, tres..., y no avanzamos. Ella se hunde, se me va del brazo lubricado por un filtro en crema del 50. Panic atac. «¿Qué hago, se me está muriendo entre las manos, quéhagoquéhagoquéhago?»
Y elaboro un teorema: contrario a la teoría del flogisto, un cuerpo muerto pesa más que uno con vida. Peso muerto. Pero ella aún respira.
168 latidos por minuto.
¡Debo mantenerla a flote! ¡Hazlo! ¿Cómo? ¿Cómo, idiota? Y la luz de la razón me ilumina para trazar una sombra dentro de mi cabeza. Me sumerjo hasta el lecho del mar y, a tres metros de profundidades, me impulso con fuerza desde el fondo de arena, soy un torpedo, un misil, acomodo a diez dedos las palmas de mis manos en sus caderas y empujo a la agónica hacia la superficie. Su cara emerge y alcanzo a ver cómo sus enormes pulmones se expanden. Exhala en estertores y se vuelve a sumergir. Y voy de nuevo al lecho para lanzarla en catapulta a la superficie. Esto es una rutina de payasos acuáticos, absurda, que se repite y se repite. Logro mantener con vida a la chica, mas la corriente no cesa y el lecho es cada vez más distante. «La voy a perder, la voy a perder».
Mar abierto.
Brazos entumidos.
Morir junto a una desconocida.
No puedo más y un calambre en la pata me agorzoma. Un velo prieto cubre mis ojos, párpados bajo los párpados. Lágrimas de mar.
Y de golpe, ¡splash, splash, splash!, de la nada aparece en crawl perfecto un tritón atlético y guapo, se sumerge, gira y toma a la pre-ahogada del tronco y, nadando de ladito, la arrastra con facilidad hacia la orilla. Yo apenas si logro unirme al escape. Salpicándolos con los sopazos que doy con mis manteadas, tocamos fondo al fin y sacamos a la chica en hombros por un brazo de mar. Y, ¡sí, por supuesto! Ahora sé que ella despertará para llenarme abrazos y besos, agradecida por no dejarla morir, ¿se enamorará de mí? Y sé que en el puerto me van a recibir en un carro alegórico entre confeti y los vítores de la gente; que me darán las llaves de la ciudad: yo, el héroe. Pero aparece el primo de la ahogada, «¿Dónde diablos estabas hace apenas un minuto, unos segundos, primo imbécil de mierda?», coge con rabia mis hombros, con esa rabia ciega que desencadena el pavor, y me avienta de un tirón a un lado. Caigo, toma él mi lugar en el arrastre de la ahogada y se la lleva con el tritón para recostarla en una toalla donde le harán reanimación cardiopulmonar. Me incorporo perplejo, ¿neta? Le acabo de salvar la vida a tu pariente y, ¿ni siquiera un «gracias», una palmadita en el hombro como al perro, una maldita Nada? ¿Neta?
«Sí: nada. Soy el que nada nada —me comienzo a fustigar—, un ser insignificante en el juego de la vida y la muerte, un grano de arena en la playa. El anónimo que jamás tendrá reconocimiento alguno por sus esfuerzos. No soy un héroe, no soy un valiente, apena un clown inútil que mantuvo en vida a una chica impulsándola por las nalgas.»
112 latidos por minuto.
La gente corre, hay gritos de miedo y júbilo: la muchacha ha salido del impass: está a salvo, tose y lanza agua por las fosas nasales. Llora. Respeto su perplejidad, lo mejor será no acercarse. Apesadumbrado por un vacío que se me abre en la boca del estómago en Boca del Río, camino por la playa rumbo a mi toalla. Al menos tendré el consuelo de comer mis delicias de cazón a la veracruzana con un toque de camarón pelao; pero el don de las empanadas, aprovechando la confusión, se ha largado con mi dinero y mi comida.
Sí, soy el ser más patético de la existencia.
Y así, en contra de cualquier vaticinio, Bam Bam y el Apache se acercan.
—Armando —dice mi ingeniero de sonido con una sonrisa triste—, me salvaste la vida; jamás tendré nada para darte a cambio de esto. Gracias.
Se dan la vuelta y se alejan, están agotados. Yo, hambriento.
Comienzo a sollozar para nunca terminar de hacerlo: es tiempo de recomenzar.
62 latidos por minuto.
*Nacido a finales del milenio pasado, Armando Vega-Gil es bajista y fundador de una de las bandas más influyentes del rock mexicano, Botellita de Jerez. Cortometrajista nominado al Ariel, es antropólogo, guía de talleres de escritura, papá de Andrés, fotógrafo y trotamundos. Ganador de tres premios nacionales de litertura, entre ellos el San Luis Potosí de Cuento, tiene treinta y cuatro libros publicados, tales como Ritual del lagarto (novela epistolar), Diario íntimo de un guacarróquer (autobiografía esperpéntica de realismo sucio), y La música de las esferas, donde recoge su obra cuentística reciente. El enigma del hoyo en el pantalón es una muestra de su trabajo como narrador para niños, a quienes también hace cantar, leer y bailar con su Ukulele Loco. Trabaja como periodista de viajes, además de ser conductor de un programa de radio especializado en cine mexicano emergente, Radio Cinema Paraíso.