Algunos sacrificios
René Ostos
Hace tiempo que evita pasar frente a una zapatería, y es que hacerlo le trae malos recuerdos.
Caminaba por las céntricas calles de la ciudad, se detuvo frente al aparador de una tienda de calzado. El motivo: unas botas largas, negras, apeluchadas, de esas que se andan usando y que hacen que uno se pregunte ¿dónde fue la nevada? Las miró fascinada, se veía con ellas puestas. Pero casi se cayó del viaje al saber el precio, 800 pesos costaban sus botas de ensueño. Para sus 450 pinches pesos de sueldo semanal, era como mentarle la madre. Claro que con dos semanitas de esclavizante trabajo en la fábrica podría comprarse sus botas, hasta le sobraba; sin embargo, tenía la mala costumbre de comer, pagaba renta y gastaba en pasajes. Largo rato continuó mirando a través del cristal hasta que finalmente decidió que esas botas serían suyas, así tuviera que hacer algunos sacrificios. Y los hizo.
Se levantaba dos horas más temprano para caminar 45 cuadras hasta su trabajo. Se iba sin desayunar, pero a la hora de la comida, se daba su atracón de salchichas y queso que le regalaban en los pasillos del supermercado de enfrente. Al mes, había perdido cuatro kilos y juntado 550 pesos, que habrían sido 600 de no ser porque a la tercera semana se desmayó en el trabajo, y su patrón la mandó al médico a hacerse una prueba de embarazo que, por supuesto, ella tuvo que pagar. La última semana hizo horas extras, y el día de pago por fin, completó para sus botas.
Tan pronto salió del trabajo, caminó hacia las calles del centro sumergida en su mundo de ilusiones. Si a algunos se les hace agua la boca nada más de pensar en comida, a ella le sudaban los pies de pensar en sus botas. Ahí la tenían, caminando por las pobladas calles a toda prisa, soñando con las muchas cualidades que ganaría con tan sólo tenerlas, sería más alta, tal vez hasta guapa y ¡la envidia de la fábrica! En su total distracción dio la vuelta en una esquina en donde fue despertada de su sueño — ¡A ver hija de tu pinche madre, afloja la lana o te carga la chingada! Y a ella que nunca le había gustado que la cargaran y menos un extraño, aflojó.
Caminaba por las céntricas calles de la ciudad, se detuvo frente al aparador de una tienda de calzado. El motivo: unas botas largas, negras, apeluchadas, de esas que se andan usando y que hacen que uno se pregunte ¿dónde fue la nevada? Las miró fascinada, se veía con ellas puestas. Pero casi se cayó del viaje al saber el precio, 800 pesos costaban sus botas de ensueño. Para sus 450 pinches pesos de sueldo semanal, era como mentarle la madre. Claro que con dos semanitas de esclavizante trabajo en la fábrica podría comprarse sus botas, hasta le sobraba; sin embargo, tenía la mala costumbre de comer, pagaba renta y gastaba en pasajes. Largo rato continuó mirando a través del cristal hasta que finalmente decidió que esas botas serían suyas, así tuviera que hacer algunos sacrificios. Y los hizo.
Se levantaba dos horas más temprano para caminar 45 cuadras hasta su trabajo. Se iba sin desayunar, pero a la hora de la comida, se daba su atracón de salchichas y queso que le regalaban en los pasillos del supermercado de enfrente. Al mes, había perdido cuatro kilos y juntado 550 pesos, que habrían sido 600 de no ser porque a la tercera semana se desmayó en el trabajo, y su patrón la mandó al médico a hacerse una prueba de embarazo que, por supuesto, ella tuvo que pagar. La última semana hizo horas extras, y el día de pago por fin, completó para sus botas.
Tan pronto salió del trabajo, caminó hacia las calles del centro sumergida en su mundo de ilusiones. Si a algunos se les hace agua la boca nada más de pensar en comida, a ella le sudaban los pies de pensar en sus botas. Ahí la tenían, caminando por las pobladas calles a toda prisa, soñando con las muchas cualidades que ganaría con tan sólo tenerlas, sería más alta, tal vez hasta guapa y ¡la envidia de la fábrica! En su total distracción dio la vuelta en una esquina en donde fue despertada de su sueño — ¡A ver hija de tu pinche madre, afloja la lana o te carga la chingada! Y a ella que nunca le había gustado que la cargaran y menos un extraño, aflojó.