Amor y Occidente, de Denis de Rougemont
Amar… “no es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien sino yacer porque alguien no viene”. “Buscar”, el título de este poema de Alejandra Pizarnik, es la acción de quien ama en Occidente. Pero el buscar no es una travesía, sino un buscar sin moverse, un buscar tan sólo esperando y un morir porque ese alguien llegue. Extraña, sin duda, es la forma de amar que acostumbramos de este lado del mundo. Denis de Rougemont (1906- 1985), aceptó esta extrañeza y, para ayuda de los amantes, también la justificó. Su ensayo Amor y Occidente, publicado en 1939 y corregido en 1972, nos confiesa por qué amamos apasionadamente –entre el anhelo y la destrucción–, y cómo este amor es la flecha que atraviesa las guerras, las políticas y las modas de nuestro democrático mundo para llegar directo al corazón y hacerlo sangrar mientras con un heroísmo moribundo se dice “¡Qué dicha haber amado!”. Escena genéticamente reproducida desde la memoria ancestral de la literatura: Tristán e Isolda, Don Juan Tenorio, Romeo y Julieta, son algunas de las metamorfosis de esa pasión amorosa siempre en crisis por ser, en realidad, el reflejo de una pasión religiosa.
El paganismo (donde Platón comparte mesa con los cátaros, los sufies, los celtas y otros tantos más), nos hereda una idea de amor incompatible por completo a la impuesta por el cristianismo. Allá el amor es “una inspiración del todo extraña, una atracción que actúa desde fuera, una enajenación, un rapto indefinido de la razón y del sentido natural… “delirio divino”, arrebato del alma, locura y suprema razón”. Acá, en el cristianismo, “amar se convierte ahora en una acción pasiva, una acción de transformación. Eros buscaba sobrepasarse hasta el infinito. El amor cristiano es la obediencia en el presente. Porque amar es obedecer a Dios, al Dios que nos ordena amarnos los unos a los otros. ¿Qué significa: amad a vuestros enemigos? Es el abandono del egoísmo, del yo del deseo y de la angustia”. Es a tal grado conciliatoria esta idea del hombre con respecto a su Dios, que el matrimonio se eleva a sacramento por significar una alianza aquí, en la tierra, que sea también una promesa de la comunión allá, en el cielo. La vigencia de ambas religiones puede apreciarse en el rastro sin fin de las catástrofes amorosas que han dejado los últimos siglos. Nuestra educación sentimental exhibe la marca de este conflicto religioso: aceptar al otro tal y como es o disfrazarlo de expectativas hasta subirlo a un pedestal inalcanzable. Un amor compasivo contra la escalada del deseo. Pero ¿es necesaria la elección? Occidente ha preferido dilatarla en favor de la libertad individual. Así, después de festejar la noche de bodas, los amantes pueden rentar una película romántica donde el “se casaron y vivieron felices por siempre” está al final simplemente porque es lo aburrido, lo que no vale la pena contar; está exento de la conquista del otro, es decir, de la historia del deseo.
Denis de Rougemont le quita el velo a estas contradicciones y manifiesta las lamentables consecuencias de este arte amatorio que “ya no idealiza el sentimiento sino el instinto” y que ha justificado, en su ambigüedad, la miseria de nuestro mundo. La vulnerabilidad de quien confiesa “te amo”, confiere un poder a quien lo escucha y de ese poder se sucede o la tragedia o el cinismo: “si amas quiere decir que te puedo destruir, y lo haré antes de que tú lo hagas conmigo”. La subestimación del otro hasta su aniquilamiento transparenta en las relaciones humanas esta alevosía de los amantes que deriva casi siempre un juego en una guerra y de ésta el cuento interminable de las pasiones que nos hace decir “en la guerra y en el amor todo se vale”.
Al también autor de La aventura occidental del hombre, le bastan siete capítulos para explicarnos el origen de este conflicto occidental que nos ha hecho pregonar el amor y practicar la destrucción. Sin abrumar al lector con referencias, ejercita en la brevedad el razonamiento lúcido de un filósofo con la comprensión de un poeta. Despierta, también, a quienes no han podido salir del sueño de la pasión, a quienes cultivan las ilusiones del deseo y son incapaces de atestiguar “su amor a una mujer al tratarla como una persona humana total –no como un hada de leyenda, semidiosa y semibacante, sueño y sexo.” Las imágenes de la realidad amorosa son mucho más certeras en tanto que cifran una elección continua del amante por hacerse tal, por crearse así mismo y al amado, “porque el amor verdaderamente recíproco exige y crea la igualdad entre quienes aman”. Las afirmaciones de Denis de Rougemont son memorables, y quien las lea sabrá que “nuestro destino dramático es el de haber resistido a la pasión con medios predestinados a exaltarla”. Al finalizar el libro, también el lector creerá “que la felicidad se garantiza a sí misma contra la infidelidad por el simple hecho de que se acostumbra a no separar ya el deseo del amor. Porque si bien el deseo va de prisa y sin rumbo, el amor es lento y difícil, compromete realmente toda una vida, y no existe nada menos que este compromiso para revelar su verdad… Pero ¿cuántos saben la diferencia entre una obsesión que se sufre y un destino que se asume?”.
Rougemont, Denis de. Amor y Occidente, tr. de Ramón Xirau, CONACULTA, México, 2001.
El paganismo (donde Platón comparte mesa con los cátaros, los sufies, los celtas y otros tantos más), nos hereda una idea de amor incompatible por completo a la impuesta por el cristianismo. Allá el amor es “una inspiración del todo extraña, una atracción que actúa desde fuera, una enajenación, un rapto indefinido de la razón y del sentido natural… “delirio divino”, arrebato del alma, locura y suprema razón”. Acá, en el cristianismo, “amar se convierte ahora en una acción pasiva, una acción de transformación. Eros buscaba sobrepasarse hasta el infinito. El amor cristiano es la obediencia en el presente. Porque amar es obedecer a Dios, al Dios que nos ordena amarnos los unos a los otros. ¿Qué significa: amad a vuestros enemigos? Es el abandono del egoísmo, del yo del deseo y de la angustia”. Es a tal grado conciliatoria esta idea del hombre con respecto a su Dios, que el matrimonio se eleva a sacramento por significar una alianza aquí, en la tierra, que sea también una promesa de la comunión allá, en el cielo. La vigencia de ambas religiones puede apreciarse en el rastro sin fin de las catástrofes amorosas que han dejado los últimos siglos. Nuestra educación sentimental exhibe la marca de este conflicto religioso: aceptar al otro tal y como es o disfrazarlo de expectativas hasta subirlo a un pedestal inalcanzable. Un amor compasivo contra la escalada del deseo. Pero ¿es necesaria la elección? Occidente ha preferido dilatarla en favor de la libertad individual. Así, después de festejar la noche de bodas, los amantes pueden rentar una película romántica donde el “se casaron y vivieron felices por siempre” está al final simplemente porque es lo aburrido, lo que no vale la pena contar; está exento de la conquista del otro, es decir, de la historia del deseo.
Denis de Rougemont le quita el velo a estas contradicciones y manifiesta las lamentables consecuencias de este arte amatorio que “ya no idealiza el sentimiento sino el instinto” y que ha justificado, en su ambigüedad, la miseria de nuestro mundo. La vulnerabilidad de quien confiesa “te amo”, confiere un poder a quien lo escucha y de ese poder se sucede o la tragedia o el cinismo: “si amas quiere decir que te puedo destruir, y lo haré antes de que tú lo hagas conmigo”. La subestimación del otro hasta su aniquilamiento transparenta en las relaciones humanas esta alevosía de los amantes que deriva casi siempre un juego en una guerra y de ésta el cuento interminable de las pasiones que nos hace decir “en la guerra y en el amor todo se vale”.
Al también autor de La aventura occidental del hombre, le bastan siete capítulos para explicarnos el origen de este conflicto occidental que nos ha hecho pregonar el amor y practicar la destrucción. Sin abrumar al lector con referencias, ejercita en la brevedad el razonamiento lúcido de un filósofo con la comprensión de un poeta. Despierta, también, a quienes no han podido salir del sueño de la pasión, a quienes cultivan las ilusiones del deseo y son incapaces de atestiguar “su amor a una mujer al tratarla como una persona humana total –no como un hada de leyenda, semidiosa y semibacante, sueño y sexo.” Las imágenes de la realidad amorosa son mucho más certeras en tanto que cifran una elección continua del amante por hacerse tal, por crearse así mismo y al amado, “porque el amor verdaderamente recíproco exige y crea la igualdad entre quienes aman”. Las afirmaciones de Denis de Rougemont son memorables, y quien las lea sabrá que “nuestro destino dramático es el de haber resistido a la pasión con medios predestinados a exaltarla”. Al finalizar el libro, también el lector creerá “que la felicidad se garantiza a sí misma contra la infidelidad por el simple hecho de que se acostumbra a no separar ya el deseo del amor. Porque si bien el deseo va de prisa y sin rumbo, el amor es lento y difícil, compromete realmente toda una vida, y no existe nada menos que este compromiso para revelar su verdad… Pero ¿cuántos saben la diferencia entre una obsesión que se sufre y un destino que se asume?”.
Rougemont, Denis de. Amor y Occidente, tr. de Ramón Xirau, CONACULTA, México, 2001.