Cambios de piel
Hugo Hiriart
1. Imágenes nacionales
La polvareda subiendo en remolino por el camino de tierra, a un lado, la linde de piedras y ahí hileras de magueyes, bajo las ramas barrocas del pirul, las nopaleras escultóricas, y a lo lejos la media esfera siempre luciente de la cúpula de alguna iglesia. ¿Qué más vemos? Atrás de la bardita de piedras, las milpas. ¿Que se mueve ahí? Perros, siempre perros, país de perros, y quizá alguna campesina, que transcurre, con pasos menudos, incansables, alzando un bulto, y concedámoslo: pasa también bajo su inevitable sombrero otro campesino acicateando con una vara al burro cargado que avanza junto a él.
Es México, claro.
Una representación duradera, recogida por siglos. Pero no completa. Faltan elementos. Antes de esa imagen consabida, se registran otras cosas, algo difícil de imaginar con precisión, son esas esculturas y construcciones precortesianas plenas de vivo colorido, colorido que no sobrevivió, pues siempre ocurre lo mismo: nuestra Grecia blanca, era también policroma, todo estaba pintado, y los tímpanos de las catedrales góticas, sus santos de piedra alzándose en las fachadas, de los que Malraux asentó que “habían descubierto la individualidad” (¿se le olvidaban los bustos romanos en mármol, esos senadores gordos y astutos?), ese arte gótico era también eran policromado, las fachadas de las grandes catedrales góticas, de vivos colores, ¿quién lo diría?
Ese paisaje mexicano policromo donde sonaban “esas tles, esas ches”, recordadas por Reyes, mientras el indígena transcurría, ¿cómo?, ¿sabemos como caminaba un maya clásico?, con inimaginable guardarropía: considera tan sólo el arte plumario, qué suntuosidad, no hay tinte o pigmento artificial, de laboratorio, que alcance en gloria el colorido de la pluma del ave, el azul rey del cuello de un pavorreal, por ejemplo.
Pero volvamos a nuestra inicial imagen arquetípica del siglo XIX. Polvareda, nopalera, linde de piedra, cúpula a lo lejos, no casa con la cerrada selva de Chiapas o Tabasco, que, obvio es decirlo, también es México. O con lo grandes bosque de pinos y abetos de la sierra allá en Chihuahua, que idem. Cierto, pero observemos esto: si representamos el desierto de San Luis Potosí, es ciertamente mexicano, pero puede ser otro lugar del planeta, varios posibles y precisos lugares distantes entre sí, pero nuestra imagen inicial arquetípica es México y sólo puede ser México. Es decir, es una imagen característica, que recoge una suerte de individualidad, si es que puede hablarse de individualidad en relación a una entidad sutil, como un país.
Implica también la imagen algo más grave: un inmovilismo nacional digno del viejo imperio chino, nada pasa, nada se transforma, el país se hunde, impotente, en su sueño de siglos, ajeno a toda forma de modernidad. Porque la incapacidad de poner a México a la altura de los tiempos, que ahora es patente, es cosa vieja.
Pero avancemos: la Colonia nos dejó, no sólo el tesoro de las numerosas, nobles y muy seguido hermosísimas construcciones que entonces, con un brío edificador nunca igualado, se alzaron. La arquitectura moderna, pese a sus tan pregonados progresos tecnológicos, no ha logrado ni de lejos igualar la sencillez, sensación de amplitud y armoniosa disposición de las plazas y edificios coloniales, que ahora nos aparecen como joyas de arte. En el casco central de la Ciudad de México, pese a su infinito deterioro, se encuentra el espejo más grato y acabado donde la nación puede contemplarse.
La iconografía de la lucha por la Independencia es pobre, tiene algo de envarado y poco lucidor, no conozco ninguna gran obra de ficción sobre la Independencia, digo, por ejemplo, a la altura de La guerra gaucha de Lugones.
Con la Reforma empieza a sedimentarse el país, a destilar una esencia, esencia que se consuma en el Porfiriato. Porque, es cierto, la imagen arquetípica de México que señalamos al inicio, proviene del Porfiriato.
Y aceptémoslo, la modernidad va desdibujando día a día la identidad característica del país, se pierden, se esfuman y diluyen los rasgos peculiares y el México tecnológico y semiadelantado puede ser cualquier estancado en el subdesarrollo que trata de desenvolverse. Hoy por hoy, está a punto de consumarse esta extinción.
Es México, claro.
Una representación duradera, recogida por siglos. Pero no completa. Faltan elementos. Antes de esa imagen consabida, se registran otras cosas, algo difícil de imaginar con precisión, son esas esculturas y construcciones precortesianas plenas de vivo colorido, colorido que no sobrevivió, pues siempre ocurre lo mismo: nuestra Grecia blanca, era también policroma, todo estaba pintado, y los tímpanos de las catedrales góticas, sus santos de piedra alzándose en las fachadas, de los que Malraux asentó que “habían descubierto la individualidad” (¿se le olvidaban los bustos romanos en mármol, esos senadores gordos y astutos?), ese arte gótico era también eran policromado, las fachadas de las grandes catedrales góticas, de vivos colores, ¿quién lo diría?
Ese paisaje mexicano policromo donde sonaban “esas tles, esas ches”, recordadas por Reyes, mientras el indígena transcurría, ¿cómo?, ¿sabemos como caminaba un maya clásico?, con inimaginable guardarropía: considera tan sólo el arte plumario, qué suntuosidad, no hay tinte o pigmento artificial, de laboratorio, que alcance en gloria el colorido de la pluma del ave, el azul rey del cuello de un pavorreal, por ejemplo.
Pero volvamos a nuestra inicial imagen arquetípica del siglo XIX. Polvareda, nopalera, linde de piedra, cúpula a lo lejos, no casa con la cerrada selva de Chiapas o Tabasco, que, obvio es decirlo, también es México. O con lo grandes bosque de pinos y abetos de la sierra allá en Chihuahua, que idem. Cierto, pero observemos esto: si representamos el desierto de San Luis Potosí, es ciertamente mexicano, pero puede ser otro lugar del planeta, varios posibles y precisos lugares distantes entre sí, pero nuestra imagen inicial arquetípica es México y sólo puede ser México. Es decir, es una imagen característica, que recoge una suerte de individualidad, si es que puede hablarse de individualidad en relación a una entidad sutil, como un país.
Implica también la imagen algo más grave: un inmovilismo nacional digno del viejo imperio chino, nada pasa, nada se transforma, el país se hunde, impotente, en su sueño de siglos, ajeno a toda forma de modernidad. Porque la incapacidad de poner a México a la altura de los tiempos, que ahora es patente, es cosa vieja.
Pero avancemos: la Colonia nos dejó, no sólo el tesoro de las numerosas, nobles y muy seguido hermosísimas construcciones que entonces, con un brío edificador nunca igualado, se alzaron. La arquitectura moderna, pese a sus tan pregonados progresos tecnológicos, no ha logrado ni de lejos igualar la sencillez, sensación de amplitud y armoniosa disposición de las plazas y edificios coloniales, que ahora nos aparecen como joyas de arte. En el casco central de la Ciudad de México, pese a su infinito deterioro, se encuentra el espejo más grato y acabado donde la nación puede contemplarse.
La iconografía de la lucha por la Independencia es pobre, tiene algo de envarado y poco lucidor, no conozco ninguna gran obra de ficción sobre la Independencia, digo, por ejemplo, a la altura de La guerra gaucha de Lugones.
Con la Reforma empieza a sedimentarse el país, a destilar una esencia, esencia que se consuma en el Porfiriato. Porque, es cierto, la imagen arquetípica de México que señalamos al inicio, proviene del Porfiriato.
Y aceptémoslo, la modernidad va desdibujando día a día la identidad característica del país, se pierden, se esfuman y diluyen los rasgos peculiares y el México tecnológico y semiadelantado puede ser cualquier estancado en el subdesarrollo que trata de desenvolverse. Hoy por hoy, está a punto de consumarse esta extinción.
2. El sabino
No hay dos árboles iguales, no hay dos hojas ni dos ramas iguales, en el árbol todo es individualidad. Mas, pese a tanta singularidad, ¿qué árbol ostenta ese nombre propio que exhiben como si nada pericos, cerros, ríos, estrellas, caballos de carreras u ondulados desiertos? Hay varios: no me acuerdo dónde leí que José Revueltas bautizó un árbol cuyas ramas rascaban los vidrios de la ventana de su apartamento, lo llamó, empleando un apellido en calidad de nombre propio, Sánchez, Árbol Sánchez, y así lo saludaba cuando en la tarde regresaba a la casa.
Claro está que figura en nuestra mitología arbórea el militar y desastrado Árbol de la Noche Triste, al pie del cual lloró Cortés (cuando se enteró de que la retaguardia de sus tropas había sido aniquilada). Pero ese, más que elocuentemente botánico, es histórico y militar.
Y también está El Árbol del Tule, bien plantado y más hermoso a la vista que cualquier obra humana.
Árbol arriba todo va cobrando un primor esbelto, melindroso, incierto, las ágiles hojas más altas. Si de algo se distinguen estas bailarinas, es del tronco, retorcido atleta, grave, todo él seriedad y sentido de responsabilidad.
Observa el viaje de la rama: una al comienzo, luego dos, y en cada una de esas dos surgen otras dos; ¿qué dice esa proliferación? Que cada fragmento de árbol es árbol, árbol, árbol y está completo, porque, como se dice que en cada fragmento de la hostia está la hostia entera, en cada trozo de la rama está todo el árbol. Cada fragmento podría ser criatura autónoma.
Árbol arriba ondean susurrando los renuevos en la fresca brisa de la tarde que cierra, han dicho, como rey oriental o como tigre, y mientras se menean en lo alto los flexibles botones pareciera que incurren en botánicos sueños y devaneos. Pero no importa porque allá abajo el paquidérmico tronco permanece en su sitio, con los pies en la tierra, inamovible. No tiene gracia este Atlas pero si no fuera por él nada se habría erigido.
Ahí está, asentada y monumental, como deidad antigua, verde el cabello largo y lacio, enorme, la catedral de clorofila. Más de dos mil años llevó su construcción y aún no acaba de alzarse.
¿Qué ambición botánica desaforada ha guiado esta lenta obstinación?
Es un monstruo, un gordazo, luchador de sumo, un gigante con silueta de enano: más grueso, 58 m, que alto, 42 m de estatura, extendido, cabezón, Buda vegetal, meditando, siempre meditando. Árbol, árbol, árbol…
Claro está que figura en nuestra mitología arbórea el militar y desastrado Árbol de la Noche Triste, al pie del cual lloró Cortés (cuando se enteró de que la retaguardia de sus tropas había sido aniquilada). Pero ese, más que elocuentemente botánico, es histórico y militar.
Y también está El Árbol del Tule, bien plantado y más hermoso a la vista que cualquier obra humana.
Árbol arriba todo va cobrando un primor esbelto, melindroso, incierto, las ágiles hojas más altas. Si de algo se distinguen estas bailarinas, es del tronco, retorcido atleta, grave, todo él seriedad y sentido de responsabilidad.
Observa el viaje de la rama: una al comienzo, luego dos, y en cada una de esas dos surgen otras dos; ¿qué dice esa proliferación? Que cada fragmento de árbol es árbol, árbol, árbol y está completo, porque, como se dice que en cada fragmento de la hostia está la hostia entera, en cada trozo de la rama está todo el árbol. Cada fragmento podría ser criatura autónoma.
Árbol arriba ondean susurrando los renuevos en la fresca brisa de la tarde que cierra, han dicho, como rey oriental o como tigre, y mientras se menean en lo alto los flexibles botones pareciera que incurren en botánicos sueños y devaneos. Pero no importa porque allá abajo el paquidérmico tronco permanece en su sitio, con los pies en la tierra, inamovible. No tiene gracia este Atlas pero si no fuera por él nada se habría erigido.
Ahí está, asentada y monumental, como deidad antigua, verde el cabello largo y lacio, enorme, la catedral de clorofila. Más de dos mil años llevó su construcción y aún no acaba de alzarse.
¿Qué ambición botánica desaforada ha guiado esta lenta obstinación?
Es un monstruo, un gordazo, luchador de sumo, un gigante con silueta de enano: más grueso, 58 m, que alto, 42 m de estatura, extendido, cabezón, Buda vegetal, meditando, siempre meditando. Árbol, árbol, árbol…