Delirio de octubre
Iván Rincón Espríu
I
Quisiera enterrarte una vez más, que seas palabra escrita en la arena de la playa, grito sin eco en los médanos del desierto, mensaje borrado y barrido por el viento, esparcido por el aire; quisiera abandonarte al pie de la eternidad, en los márgenes del tiempo, entre las tinieblas de la memoria, donde yace la tragedia convertida en mentira, enmascarada, mimetizada con todo y, sobre todo, nada… tu recuerdo sepultado sin lápida ni cruz, carcomido “por la voracidad implacable del olvido”, aplastado por el paso de las horas y los años, confundido con el rumor de las olas y el naufragio de barcos fantasmas. Que así sea, “fea como la soledad de los enfermos”.
No era verdad que la bruja vistiera de rosa, ni que el payaso borracho durmiera la mona; el viejo del costal no buscaba golondrinas en la esquina, sino a los niños que mataron a pedradas a su gato para arrancarles ojo por ojo y diente por diente, como ellos arrancaron de raíz las alas de su propia inocencia y quemaron vivo el sueño de vivir el sueño de vivir… La bruja no era bruja, sino pepenadora, y el payaso borracho camina dando tumbos por las calles del Desierto de los Leones, en donde no hay desierto ni leones, y sus lágrimas no son de cocodrilo ni de plañidera, sino de replicante; llora, gime, berrea, balbuce y balbucea; farfulla que todo es culpa de los judíos, que los gringos le robaron la idea, que los demandará por plagio. Que así sea.
No era verdad que la bruja vistiera de rosa, ni que el payaso borracho durmiera la mona; el viejo del costal no buscaba golondrinas en la esquina, sino a los niños que mataron a pedradas a su gato para arrancarles ojo por ojo y diente por diente, como ellos arrancaron de raíz las alas de su propia inocencia y quemaron vivo el sueño de vivir el sueño de vivir… La bruja no era bruja, sino pepenadora, y el payaso borracho camina dando tumbos por las calles del Desierto de los Leones, en donde no hay desierto ni leones, y sus lágrimas no son de cocodrilo ni de plañidera, sino de replicante; llora, gime, berrea, balbuce y balbucea; farfulla que todo es culpa de los judíos, que los gringos le robaron la idea, que los demandará por plagio. Que así sea.
II
En un salón octagonal con paredes de espejos, alguien toca el acordeón, mientras un público tan disímbolo que parece más bien el elenco coral de una película de Browning con algo de Fellini, aplaude la magia de un vampiro elegantemente ataviado. El payaso viejo bebe licor de anís a pico de botella y observa que un hombre de gordura sideral tiene sentado en las piernas a un enano, y el enano viste un pañal, succiona un chupón y agita cascabeles en las muñecas y los talones. Una mujer voluptuosa de vestido rojo, escotadísimo y abierto por la falda, exhibe la entrepierna roja también, pero no tiene cara; el payaso beodo se restriega los ojos y confirma que la fulana, en efecto, es una descarada; una anciana pálida y emperifollada viste con la piel de una foca bebé y lleva encadenado como su mascota a un niño negro.
Perturbado y aturdido, el payaso escudriña el entorno y cree, por un instante, que la reunión de aberraciones oníricas incluye a la mujer barbuda del circo, pero resulta que es un travesti; mira entonces al hombre del acordeón y descubre que es un payaso viejo y triste como él, pero no, viéndolo bien, no es como él, sino él; al borde de la angustia, mira por último el techo, que también es un espejo y refleja una orgía de culebras.
El mago saca de su chistera una cabeza de mujer decapitada, y el payaso gime sin saber que delira, que su pesadilla es la crisis de una borrachera perpetua, cuya causa no quiere recordar; el mago extrae de la manga de su frac un pañuelo blanco y lo dobla en cuatro partes, lo desdobla y enseña que envolvía una oreja; el payaso chilla con el rostro descompuesto detrás del maquillaje a su vez arruinado por las lágrimas, y el mago dobla el pañuelo una vez más, lo desdobla y enseña que envolvía un dedo; el payaso rompe a llorar desconsolado, mientras los demás estallan a carcajadas; el mago repite mecanismo y esquema de su truco para enseñar ahora el pañuelo ensangrentado, y el payaso esconde la cara sobre sus brazos y rodillas, con la determinación de no ver más, cuando siente que alguien acaricia su calvicie; levanta la cara y se encuentra con la de Cuasimodo, que le sonríe y exhibe los dientes morados, casi negros; entonces llama su atención que ya no es él quien toca el acordeón, sino un par de niños siameses, así que sale corriendo del salón como si no pudiera respirar y, una vez afuera, inhala el aire libre hasta el fondo y exhala con alivio.
En la plaza, un oso con falda toca el pandero y cuatro perros miniatura bailan en dos patas a su alrededor; un hombre ciego de voz aguardientosa lee las palmas de las manos, y unos niños mongoloides empuñan machetes, imitados en silencio por tres mimos deformes y una muchacha con parálisis cerebral. La neblina oculta paulatinamente a la concurrencia circense y, al desvanecerse, un saltimbanqui en zancos juega desolado al avión con un sombrero de copa que podría ser la chistera del mago atravesado por una estaca en el pecho.
El payaso bebe y mira al suelo, encorvando la espalda bajo el peso de su cansancio insoportable; horas después, lo despertará el orín de un perro callejero en el pasto del Parque de los Venados, en donde no hay venados, sino indigentes.
Perturbado y aturdido, el payaso escudriña el entorno y cree, por un instante, que la reunión de aberraciones oníricas incluye a la mujer barbuda del circo, pero resulta que es un travesti; mira entonces al hombre del acordeón y descubre que es un payaso viejo y triste como él, pero no, viéndolo bien, no es como él, sino él; al borde de la angustia, mira por último el techo, que también es un espejo y refleja una orgía de culebras.
El mago saca de su chistera una cabeza de mujer decapitada, y el payaso gime sin saber que delira, que su pesadilla es la crisis de una borrachera perpetua, cuya causa no quiere recordar; el mago extrae de la manga de su frac un pañuelo blanco y lo dobla en cuatro partes, lo desdobla y enseña que envolvía una oreja; el payaso chilla con el rostro descompuesto detrás del maquillaje a su vez arruinado por las lágrimas, y el mago dobla el pañuelo una vez más, lo desdobla y enseña que envolvía un dedo; el payaso rompe a llorar desconsolado, mientras los demás estallan a carcajadas; el mago repite mecanismo y esquema de su truco para enseñar ahora el pañuelo ensangrentado, y el payaso esconde la cara sobre sus brazos y rodillas, con la determinación de no ver más, cuando siente que alguien acaricia su calvicie; levanta la cara y se encuentra con la de Cuasimodo, que le sonríe y exhibe los dientes morados, casi negros; entonces llama su atención que ya no es él quien toca el acordeón, sino un par de niños siameses, así que sale corriendo del salón como si no pudiera respirar y, una vez afuera, inhala el aire libre hasta el fondo y exhala con alivio.
En la plaza, un oso con falda toca el pandero y cuatro perros miniatura bailan en dos patas a su alrededor; un hombre ciego de voz aguardientosa lee las palmas de las manos, y unos niños mongoloides empuñan machetes, imitados en silencio por tres mimos deformes y una muchacha con parálisis cerebral. La neblina oculta paulatinamente a la concurrencia circense y, al desvanecerse, un saltimbanqui en zancos juega desolado al avión con un sombrero de copa que podría ser la chistera del mago atravesado por una estaca en el pecho.
El payaso bebe y mira al suelo, encorvando la espalda bajo el peso de su cansancio insoportable; horas después, lo despertará el orín de un perro callejero en el pasto del Parque de los Venados, en donde no hay venados, sino indigentes.
III
Ojalá tiritaras en la niebla que nubla mi delirio de octubre, como la calavera simulada en tu rostro de mimo que mima entre los brazos de un árbol otra mujer invernal, y al caer la noche un hálito de sueño como limbo en donde habita este constante reencuentro de mi nostalgia con tu ausencia fuera nube, para que la lluvia me empapara de ti, bañara las tejas de mi casa y barriera la mierda de gatos y tlacuaches, regara los patios que acabo de arreglar y las enredaderas que han de cubrir la falta de cortinas en las ventanas pequeñas y, al escampar, el viento disipara tu recuerdo como brisa mínima que asimila el mar de los muertos.
¡Ojalá fueras puta con disfraz de enfermera en un asilo de ancianos y bailaras desnuda en el sórdido valle de los leprosos y pepenaras ilusiones en el basurero de la soledad y, en vez de país, tuvieras insomnio y, en vez de amigos, tuvieras envidia y, en vez de familia, tuvieras rencor! ¡Ojalá te vendieras por partes para comprar tu final idealizado como un suicidio romántico!
Por favor, Santa Teresa, que suba la marea, que se trague mi aldea y libere al espíritu de su enfermedad. ¡Que así sea, carajo! ¡He dicho que así sea!
¡Ojalá fueras puta con disfraz de enfermera en un asilo de ancianos y bailaras desnuda en el sórdido valle de los leprosos y pepenaras ilusiones en el basurero de la soledad y, en vez de país, tuvieras insomnio y, en vez de amigos, tuvieras envidia y, en vez de familia, tuvieras rencor! ¡Ojalá te vendieras por partes para comprar tu final idealizado como un suicidio romántico!
Por favor, Santa Teresa, que suba la marea, que se trague mi aldea y libere al espíritu de su enfermedad. ¡Que así sea, carajo! ¡He dicho que así sea!