Devaneo de la moral
Pável Pantoja Arredondo
Con la moral corregimos los errores de nuestros instintos;
con el amor, los errores de nuestra moral.
José Ortega y Gasset
con el amor, los errores de nuestra moral.
José Ortega y Gasset
¿Qué nos hace comportarnos de “buena manera” según la sociedad?, ¿por qué no le damos rienda suelta a esos pensamientos que circundan nuestra cabeza? Tirar la basura en la calle porque no hay ningún bote cerca, pegarle al niño maleducado y a sus papás por malcriarlo, chocar al que se cruza el alto, matar sólo para ver qué se siente.
Cuando tenía doce años, fui al supermercado Aurrera con mi mamá, en el estacionamiento había una bicicleta sin cadenas, colocada al revés (con el manubrio y el asiento sobre el suelo para que se sostuviera), estaba sola, no había nadie alrededor. Mi madre la observó por algunos segundos, y me dijo “robátela”. ¿Sería broma o me estaba poniendo a prueba? Sentí miedo. La adrenalina tomó mi cuerpo, como si fuera un oleaje que me dejaba a la deriva.
¿Por qué nos detenemos o por qué hacemos lo prohibido? La familia tiene una influencia mayúscula en el comportamiento, Freud le da un peso importante cuando habla del complejo de Edipo, dice que la relación padres-familia-sociedad guía la conducta y así se introyectan las reglas que se relacionan con la conciencia moral, lo que nos dice qué es correcto o incorrecto. Cuando mi hermano y yo teníamos cinco años íbamos al súper con mi abuela (la mamá de mi mamá); ella abría las cajas de los chocolates Hershey's y nos comíamos todos los que pudiéramos, bajo la consigna de escondernos si veíamos a algún empleado de la tienda. Incluso un día mi madre y mi abuela me felicitaron por robarme un Hot Wheels plateado muy bonito, lo sentí como un gran logro a mis seis años.
En la familia de mi padre, las cosas son muy distintas. A los nueve años fui con mis tíos a la Comercial Mexicana, y sin que nadie se diera cuenta, robé adornos del Día de muertos: eran cuatro estampas enormes que doblé y escondí en mi pecho. Cuando llegamos al estacionamiento, ya para regresar a la casa, mi tío me pidió que me acercara y me dio dos golpes duros con la palma en donde había escondido las estampas. “Sácate lo que tienes ahí”, creí que no me habían visto. Pensé que me iba a pegar enfrente de mi mis primos y mi tía, sentí como si me hubiera hecho del baño enfrente de todo el salón. Recuerdo que mi tío dijo: “Nunca vuelves a salir conmigo a ningún lado”. Y hasta el momento, lo ha cumplido. Por cierto, esas estampas aún las conservo, me dan culpa y alegría. Esa fue la primera vez que me enfrenté a un castigo por cometer un delito. Así es mi familia paterna. Por ejemplo, mi papá trabajó en diversas ocasiones en el gobierno, pero nunca quiso robar, por eso lo despidieron muchas veces; mi mamá le decía que no fuera tonto, que agarrara algo por lo menos. Él prefirió trabajar en una tienda de abarrotes, porque no pudo soportar todas las tranzas que se hacen y que le pedían hacer. Sin embargo, mi papá se fue cuando yo iba en tercero de primaria y lo veo unas dos o tres veces al año, por lo que no sé qué tanto de sus valores haya interiorizado en mi repertorio ético.
Por esas incongruencias, mi cabeza devanea entre ir por la libre o por la de cuota, o lo que es lo mismo, ahorrar para comprar cosas o correr lo más rápido posible. Por eso cuando vi la bicicleta en aquel supermercado, me puse a dudar, no sabía si mi madre lo decía en serio o estaba jugando; luego ella añadió: “Yo te echo aguas”, “¿qué tal si me cachan?”, pregunté, “si te agarran, te saco. Sólo me sigues la corriente”. No había duda de que mi madre lo decía en serio. Miré hacia todos lados para ver si alguien vigilaba la bici; no había nadie. Observé el objeto del deseo: era negra, con el asiento y el manubrio rojos y una estampa de dragón en el tubo que se conecta al asiento, tenía reflejantes en los rayos de las llantas. Cabe añadir que sólo había tenido una bicicleta pequeña cuando tenía cinco años que se rompió del uso y, después, mi madre ya no pudo comprarme otra. Como he dicho, había robado muchas cosas pequeñas en el súper, eso era como una travesura; en cambio, la bicicleta se me hacía un robo de verdad.
Por un lado, todo mundo dice que robar está mal; por otro, mi madre me dice que sólo está mal si te agarran, lo que coincide con los políticos. Voy a preguntar algo todavía más fuerte, ¿qué nos detiene de matar a alguien? No sé si yo esté loco o todo mundo haya pensado lo mismo, pero he imaginado que apuñalo a alguien o que disparo una pistola (que no tengo) y mato a cualquiera sin sentido o por alguna causa estúpida como cuando alguien se cruza el alto. Cuando tengo eso en mente, me pregunto si los que matan en los colegios de EUA pensaban igual que yo hasta que un día, simplemente, lo hicieron; o el caso del piloto que estaba deprimido y decidió estrellarse con todos los pasajeros abordo. Yo creo que sí somos iguales, todos tenemos esa posibilidad, pero por alguna razón no todos lo hacemos o no encontramos el detonante que nos quita ese límite.
Estos sentimientos criminales me parecen iguales al vértigo: cada que veo un precipicio me dan ganas de aventarme, se supone que el cerebro en esos momentos te engaña diciéndote que lo hagas, pero lo que quiere es que te alejes del abismo. Supongo que lo mismo pasa con esas conductas criminales, tal vez nuestro cerebro quiere que nos alejemos de forma anticipada de la consecuencia.
Me acerqué a la bicicleta, estaba como a diez pasos, me dolía la zona de la cara alrededor de la nariz, como si quisiera llorar o estuviera muy emocionado, no sé cuál haya sido el sentimiento que prevalecía. No sabía si hacerlo o negarme, a favor sentía la presión de mi mamá y la bicicleta estaba hermosa; en contra, me daba un miedo gigantesco. Mi madre es muy contradictoria en sí misma: me ha alentado a robar pequeñeces, pero también me ha inculcado el querer estudiar, desarrollar un pensamiento crítico, me enseñó a respetar a los demás y sobre todo, que ayude en lo que pueda y coopere siempre. Dentro de los supermercados, no existe una persona directa a la que le estemos robando, así que no parece un crimen mortal robar chocolates — aunque sea incorrecto— , además de que, según mi mamá y mi abuela, es una forma de quitarle un poco a los grandes empresarios. No obstante, la bicicleta le pertenecía a alguien, alguien como yo, quizá de mi edad. ¿Qué nos frena? Será la misma cobardía que nos impide reclamar nuestros derechos; o la vergüenza de que te digan: “eres una rata”, “eres una basura de ser humano”, que te señalen y te excluyan tus amigos y conocidos; será un condicionamiento que se aprende a base de castigos; o un sentido moral que se desarrolla y nos hace pensar en el otro, recordarnos que todos merecemos respeto.
Vi la bicicleta, estaba muy cerca de ella. Me imaginé pedaleando al máximo hacia la casa mientras mi madre iba por las compras como si nada, pero conociéndola también se hubiera preocupado. Aquel día, decidí no robarme la bicicleta, me sentí derrotado y un poco cobarde, pero también esperé que el dueño regresara por su bicicleta rápido para que a nadie más se le ocurriera llevársela, o para que yo mismo no me arrepintiera de haber perdido aquella oportunidad.
Cuando tenía doce años, fui al supermercado Aurrera con mi mamá, en el estacionamiento había una bicicleta sin cadenas, colocada al revés (con el manubrio y el asiento sobre el suelo para que se sostuviera), estaba sola, no había nadie alrededor. Mi madre la observó por algunos segundos, y me dijo “robátela”. ¿Sería broma o me estaba poniendo a prueba? Sentí miedo. La adrenalina tomó mi cuerpo, como si fuera un oleaje que me dejaba a la deriva.
¿Por qué nos detenemos o por qué hacemos lo prohibido? La familia tiene una influencia mayúscula en el comportamiento, Freud le da un peso importante cuando habla del complejo de Edipo, dice que la relación padres-familia-sociedad guía la conducta y así se introyectan las reglas que se relacionan con la conciencia moral, lo que nos dice qué es correcto o incorrecto. Cuando mi hermano y yo teníamos cinco años íbamos al súper con mi abuela (la mamá de mi mamá); ella abría las cajas de los chocolates Hershey's y nos comíamos todos los que pudiéramos, bajo la consigna de escondernos si veíamos a algún empleado de la tienda. Incluso un día mi madre y mi abuela me felicitaron por robarme un Hot Wheels plateado muy bonito, lo sentí como un gran logro a mis seis años.
En la familia de mi padre, las cosas son muy distintas. A los nueve años fui con mis tíos a la Comercial Mexicana, y sin que nadie se diera cuenta, robé adornos del Día de muertos: eran cuatro estampas enormes que doblé y escondí en mi pecho. Cuando llegamos al estacionamiento, ya para regresar a la casa, mi tío me pidió que me acercara y me dio dos golpes duros con la palma en donde había escondido las estampas. “Sácate lo que tienes ahí”, creí que no me habían visto. Pensé que me iba a pegar enfrente de mi mis primos y mi tía, sentí como si me hubiera hecho del baño enfrente de todo el salón. Recuerdo que mi tío dijo: “Nunca vuelves a salir conmigo a ningún lado”. Y hasta el momento, lo ha cumplido. Por cierto, esas estampas aún las conservo, me dan culpa y alegría. Esa fue la primera vez que me enfrenté a un castigo por cometer un delito. Así es mi familia paterna. Por ejemplo, mi papá trabajó en diversas ocasiones en el gobierno, pero nunca quiso robar, por eso lo despidieron muchas veces; mi mamá le decía que no fuera tonto, que agarrara algo por lo menos. Él prefirió trabajar en una tienda de abarrotes, porque no pudo soportar todas las tranzas que se hacen y que le pedían hacer. Sin embargo, mi papá se fue cuando yo iba en tercero de primaria y lo veo unas dos o tres veces al año, por lo que no sé qué tanto de sus valores haya interiorizado en mi repertorio ético.
Por esas incongruencias, mi cabeza devanea entre ir por la libre o por la de cuota, o lo que es lo mismo, ahorrar para comprar cosas o correr lo más rápido posible. Por eso cuando vi la bicicleta en aquel supermercado, me puse a dudar, no sabía si mi madre lo decía en serio o estaba jugando; luego ella añadió: “Yo te echo aguas”, “¿qué tal si me cachan?”, pregunté, “si te agarran, te saco. Sólo me sigues la corriente”. No había duda de que mi madre lo decía en serio. Miré hacia todos lados para ver si alguien vigilaba la bici; no había nadie. Observé el objeto del deseo: era negra, con el asiento y el manubrio rojos y una estampa de dragón en el tubo que se conecta al asiento, tenía reflejantes en los rayos de las llantas. Cabe añadir que sólo había tenido una bicicleta pequeña cuando tenía cinco años que se rompió del uso y, después, mi madre ya no pudo comprarme otra. Como he dicho, había robado muchas cosas pequeñas en el súper, eso era como una travesura; en cambio, la bicicleta se me hacía un robo de verdad.
Por un lado, todo mundo dice que robar está mal; por otro, mi madre me dice que sólo está mal si te agarran, lo que coincide con los políticos. Voy a preguntar algo todavía más fuerte, ¿qué nos detiene de matar a alguien? No sé si yo esté loco o todo mundo haya pensado lo mismo, pero he imaginado que apuñalo a alguien o que disparo una pistola (que no tengo) y mato a cualquiera sin sentido o por alguna causa estúpida como cuando alguien se cruza el alto. Cuando tengo eso en mente, me pregunto si los que matan en los colegios de EUA pensaban igual que yo hasta que un día, simplemente, lo hicieron; o el caso del piloto que estaba deprimido y decidió estrellarse con todos los pasajeros abordo. Yo creo que sí somos iguales, todos tenemos esa posibilidad, pero por alguna razón no todos lo hacemos o no encontramos el detonante que nos quita ese límite.
Estos sentimientos criminales me parecen iguales al vértigo: cada que veo un precipicio me dan ganas de aventarme, se supone que el cerebro en esos momentos te engaña diciéndote que lo hagas, pero lo que quiere es que te alejes del abismo. Supongo que lo mismo pasa con esas conductas criminales, tal vez nuestro cerebro quiere que nos alejemos de forma anticipada de la consecuencia.
Me acerqué a la bicicleta, estaba como a diez pasos, me dolía la zona de la cara alrededor de la nariz, como si quisiera llorar o estuviera muy emocionado, no sé cuál haya sido el sentimiento que prevalecía. No sabía si hacerlo o negarme, a favor sentía la presión de mi mamá y la bicicleta estaba hermosa; en contra, me daba un miedo gigantesco. Mi madre es muy contradictoria en sí misma: me ha alentado a robar pequeñeces, pero también me ha inculcado el querer estudiar, desarrollar un pensamiento crítico, me enseñó a respetar a los demás y sobre todo, que ayude en lo que pueda y coopere siempre. Dentro de los supermercados, no existe una persona directa a la que le estemos robando, así que no parece un crimen mortal robar chocolates — aunque sea incorrecto— , además de que, según mi mamá y mi abuela, es una forma de quitarle un poco a los grandes empresarios. No obstante, la bicicleta le pertenecía a alguien, alguien como yo, quizá de mi edad. ¿Qué nos frena? Será la misma cobardía que nos impide reclamar nuestros derechos; o la vergüenza de que te digan: “eres una rata”, “eres una basura de ser humano”, que te señalen y te excluyan tus amigos y conocidos; será un condicionamiento que se aprende a base de castigos; o un sentido moral que se desarrolla y nos hace pensar en el otro, recordarnos que todos merecemos respeto.
Vi la bicicleta, estaba muy cerca de ella. Me imaginé pedaleando al máximo hacia la casa mientras mi madre iba por las compras como si nada, pero conociéndola también se hubiera preocupado. Aquel día, decidí no robarme la bicicleta, me sentí derrotado y un poco cobarde, pero también esperé que el dueño regresara por su bicicleta rápido para que a nadie más se le ocurriera llevársela, o para que yo mismo no me arrepintiera de haber perdido aquella oportunidad.