El infierno son los otros
Francisco Benavides Pérez
Y del mismo modo que aquel Golem se convertía en una
estatua de barro en el mismo segundo en que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto, quizás un deseo secundario en alguno, tras borrar de su mente cualquier inútil costumbre, o en otro sólo la oscura espera de algo indeterminado e inconsistente. El Golem, Gustav Meyrink |
Apenas daba inicio la segunda escena cuando comenzó a sentir que todo le daba vueltas. Cientos de pares de ojos lo miraban desde las butacas y él no era capaz de ver un solo rostro. Los reflectores ámbar lo cegaban, el atuendo ceñido le cortaba la respiración. Tras bambalinas, la tensión aumentaba. Luis Fernando parecía tener, si no memoria fotográfica, al menos una muy por encima del promedio. Con la seguridad que lo caracterizaba, se levantó del canapé verde espinaca y acarició el rostro de la estatua color bronce que se erguía justo en el centro del escenario. Mientras pasaba sus manos por la superficie de la figura, miró al camarero al costado, ajustándose el corbatín y a punto de entrar a escena. El momento se prolongaba, Luis Fernando se volvió hacia el camarero, que ahora parecía buscar algo en las bolsas del pantalón y su entrada al escenario había pasado a segundo plano. Los ojos del actor se anclaron en el rostro de cartón, miraba la escultura mientras escudriñaba sus bolsas. Luis Fernando en el volvió a pasar sus manos sobre la efigie, creyendo ganar tiempo. El camarero no entraba a escena. ¿Había olvidado su parte? ¿O había olvidado Luis Fernando dar el pie? La duda lo dejó aterido bajo los reflectores y en medio de un silencio helado. Levantó el brazo para acariciar de nuevo a la estatua, esta vez lo hizo con parsimonia, casi con ternura. Sus dedos se paseaban sobre la superficie acartonada de lo que ahora parecía una representación de Galatea. Una y otra vez, los mismos movimientos, sus dedos acariciando la incólume figura. Finalmente, hizo sonar el timbre en repetidas ocasiones. Le pareció que todos los ojos del mundo se posaban en él, que todos sabían que había olvidado una línea. Casi podía escuchar a los espectadores mofándose de él al oído. Deseó que el tiempo se detuviese, y así poder recordar la línea de Garcin. Tocó el timbre de nuevo y luego arremetió a golpes contra la puerta. “¡Camarero, camarero!” gritó, al tiempo que su voz reprodujo nada más que un profundo silencio. Ni el camarero, ni el mundo respondieron.
El instante, el acto, se volvieron eternos. El eco de la línea no pronunciada resonó en sus oídos, en su paladar, en sus mejillas, en su garganta, en su pecho. Con los antebrazos y la frente apoyados en la puerta, trató de recordar en vano la línea que creía olvidada. “Camarero, camarero”, ¿y luego qué sigue? Quiso apretar los puños por el coraje, pero sus manos no le respondieron. El silencio absoluto lo iba llenando, subía lentamente desde el estómago hasta la glándula pineal, dejándolo frío e inmóvil. La estatua miraba acartonada y fijamente al público, éste a su vez miraba con ojos pétreos a Luis Fernando, al que nunca se le olvidaba nada. Sus compañeros de teatro lo llamaban a veces “Fernando el memorioso”. Ahora, su memoria parecía estar perdida en un lugar lejano, mientras su cuerpo quedaba atrapado en el teatro, una celda tridimensional con vida propia, que, no obstante, parecía contener la respiración intencionalmente, esperando que el actor saliera de su letargo y pronunciara la línea que haría girar al mundo de nuevo.
Todos miraban sin vida, todos ahora se parecían a la estatua en el escenario, incluso las partículas de polvo que bailaban envueltas en el haz del reflector ámbar detuvieron su danza. José, que interpretaba al camarero, quedó con las manos en el cuello de la camisa, ajustándose el moño para siempre, tras bambalinas. Luis Fernando quiso frotarse los ojos, cerrar un momento los párpados y creer que estaba soñando, pero una fuerza silente se lo impidió. Algo había pasado con el tiempo. Se preguntó si los demás también se habrían dado cuenta. Al no escuchar sonido alguno, supo que el teatro entero estaba paralizado.Camarero, camarero, ¿qué sigue?
Intuyó que ni él, ni nadie podría moverse hasta que recordara y pronunciara la línea, esa palabra que parecía haberse vuelto mística, mágica, arcana. Repasó en su mente toda la obra, desde el principio hasta el fin, cada escena, cada diálogo, deteniéndose siempre al llegar a “Camarero, camarero” para después de infructuosos intentos de recordar lo que seguía, saltarse sin más remedio a la escena siguiente y repasar el resto de las incompletas páginas en su cabeza hasta llegar al final, para empezar otra vez, siempre sin éxito.
Recordó sus años de estudiante de violín en la academia de música, cuando sentado frente a la partitura, se detuvo una y otra vez al llegar al treceavo compás de aquella pieza que tanto le gustaba escuchar, pero que le parecía en ocasiones una pieza inejecutable, casi una trampa. Schubert no era especialmente difícil de interpretar, pero sus dedos se detenían inexorablemente al rozar el treceavo compás. Los puntos de repetición no escritos en aquella partitura ahora dictaban el curso de su inmovilidad. –Pues, continuemos.- dijo Luis Fernando en su mente, y los pliegues del telón de rojo terciopelo no se movieron ni un ápice. Repasó la obra nuevamente desde el principio, buscando esa línea que Sartre nunca escribió, esa línea que debido a su inexistencia, lo condenaba a permanecer para siempre con la frente y los puños cerrados apoyados en la puerta de utilería, tratando de traer a la memoria aquella línea fantasma, mientras cientos de ojos lo miraban sin parpadear, esperando, en ese instante terrible y eterno.
Afuera, el reloj gigantesco frente al teatro marcaba las doce en punto.
El instante, el acto, se volvieron eternos. El eco de la línea no pronunciada resonó en sus oídos, en su paladar, en sus mejillas, en su garganta, en su pecho. Con los antebrazos y la frente apoyados en la puerta, trató de recordar en vano la línea que creía olvidada. “Camarero, camarero”, ¿y luego qué sigue? Quiso apretar los puños por el coraje, pero sus manos no le respondieron. El silencio absoluto lo iba llenando, subía lentamente desde el estómago hasta la glándula pineal, dejándolo frío e inmóvil. La estatua miraba acartonada y fijamente al público, éste a su vez miraba con ojos pétreos a Luis Fernando, al que nunca se le olvidaba nada. Sus compañeros de teatro lo llamaban a veces “Fernando el memorioso”. Ahora, su memoria parecía estar perdida en un lugar lejano, mientras su cuerpo quedaba atrapado en el teatro, una celda tridimensional con vida propia, que, no obstante, parecía contener la respiración intencionalmente, esperando que el actor saliera de su letargo y pronunciara la línea que haría girar al mundo de nuevo.
Todos miraban sin vida, todos ahora se parecían a la estatua en el escenario, incluso las partículas de polvo que bailaban envueltas en el haz del reflector ámbar detuvieron su danza. José, que interpretaba al camarero, quedó con las manos en el cuello de la camisa, ajustándose el moño para siempre, tras bambalinas. Luis Fernando quiso frotarse los ojos, cerrar un momento los párpados y creer que estaba soñando, pero una fuerza silente se lo impidió. Algo había pasado con el tiempo. Se preguntó si los demás también se habrían dado cuenta. Al no escuchar sonido alguno, supo que el teatro entero estaba paralizado.Camarero, camarero, ¿qué sigue?
Intuyó que ni él, ni nadie podría moverse hasta que recordara y pronunciara la línea, esa palabra que parecía haberse vuelto mística, mágica, arcana. Repasó en su mente toda la obra, desde el principio hasta el fin, cada escena, cada diálogo, deteniéndose siempre al llegar a “Camarero, camarero” para después de infructuosos intentos de recordar lo que seguía, saltarse sin más remedio a la escena siguiente y repasar el resto de las incompletas páginas en su cabeza hasta llegar al final, para empezar otra vez, siempre sin éxito.
Recordó sus años de estudiante de violín en la academia de música, cuando sentado frente a la partitura, se detuvo una y otra vez al llegar al treceavo compás de aquella pieza que tanto le gustaba escuchar, pero que le parecía en ocasiones una pieza inejecutable, casi una trampa. Schubert no era especialmente difícil de interpretar, pero sus dedos se detenían inexorablemente al rozar el treceavo compás. Los puntos de repetición no escritos en aquella partitura ahora dictaban el curso de su inmovilidad. –Pues, continuemos.- dijo Luis Fernando en su mente, y los pliegues del telón de rojo terciopelo no se movieron ni un ápice. Repasó la obra nuevamente desde el principio, buscando esa línea que Sartre nunca escribió, esa línea que debido a su inexistencia, lo condenaba a permanecer para siempre con la frente y los puños cerrados apoyados en la puerta de utilería, tratando de traer a la memoria aquella línea fantasma, mientras cientos de ojos lo miraban sin parpadear, esperando, en ese instante terrible y eterno.
Afuera, el reloj gigantesco frente al teatro marcaba las doce en punto.