Este cuerpo
(fragmento de novela)
Karla Montalvo
No puedo tener un hijo. No ahora.
Abrazo la mochila para contener el miedo. En la boca, detrás de la menta, se esconde el eco de las agruras. Una cosa es decir no puedo tenerlo y otra estar en el coche rumbo al hospital. Por eso no hablo, por eso sólo veo el tablero y contengo los pensamientos. Y el aliento. Debo ser valiente, no hacer preguntas, qué pasará conmigo, con mi cuerpo, aguantar, contener. La bolsa es de esas ovaladas que se cuelgan en la espalda. La tela sucia, gastada, toca mi barbilla.
—¿Acabaste la traducción? —Pregunta mamá sin quitar la vista del frente.
—Sí.
Fue un error. Me sobró tiempo y, a pesar de que dormí al punto de escurrir saliva y quedar marcada con las costuras de la colcha, no pude evadirme las veinticuatro horas; desperté y al despertar llegaron los pensamientos y con ellos el agujero entre las costillas.
Bajo del coche con la mochila todavía en brazos.
—Déjala. —Dice mamá.
No quiero soltarla, es desnudarme. O quedar sin suelo. Pero cómo decírselo a Raquel. Entonces obedezco y la coloco junto al respaldo. Cierro la puerta y volteo a la inmensidad del estacionamiento. No hay autos ni muros ni barandales. Sólo esa continuidad de asfalto.
Unos pasos y el tobillo se dobla, imita el movimiento del sello para recibir documentos que usan en la editorial: toca el piso y regresa.
Alcanzo a sostenerme en la cajuela.
—Se me durmió el pie.
Mamá espera para reanudar camino.
Entramos al hospital. No puedo dar nada por sentado, que respiraré, que no caeré. Me concentro en meter y sacar el aire, en levantar los pies, en leer los letreros. De lo demás —preguntarme, sentir— me encargaré después, con el tiempo.
Patricio está a lado de una maceta grande, de barro. La miro a ella, a la maceta. Él me da rabia, se parece a las preguntas que dejo para cuando haya pasado lo peor y no tenga que ordenarle a mi cuerpo que funcione. Patricio humedece sus labios rápido, sin hambre. Luego roza con la boca mi pómulo. Siento su saliva. Me da asco.
En el elevador, Raquel se queda junto a los botones mientras yo me coloco en el fondo. Patricio quiere abrazarme, noto que levanta los brazos. Desiste. Recarga la cabeza en el espejo y esconde los puños tras el coxis. No lo miro pero sé que sigue la luz que transita por los pisos. Se siente culpable por la pelea de ayer, por eso juega a ser solidario, a estoy aquí, contigo, para ti, pero él sabe, debe saberlo, no le creo. Aunque me reduzco a la esquina, conforme entra más gente, se vuelve difícil permanecer separada de él. Patricio se ensancha, se desborda.
La sala de espera me regresa un poco de espacio.
Raquel se queda junto al escritorio de la recepción y Patricio se sienta junto a mí. Con ganas de gritarle vete al otro lado, allá, lejos.
—Es un procedimiento sencillo. Dura unos minutos.
El corazón es un escándalo comparado con la voz del doctor. Dentro del consultorio, hay otro cuarto. Entro. Es blanco, un poco desgastado; limpio, eso sí. Las paredes están a una distancia tranquilizante, quepo sin sentirme acorralada. Apoyo la mano en la cubierta de piel de la camilla para quitarme los jeans y la ropa interior, las piernas tiemblan al levantarlas.
Con la bata puesta, coloco los tenis junto a un banco de metal. Me siento sobre la camilla. Quito los calcetines para incorporarlos a la maraña azul de los pantalones que están en mi regazo. En los empeines, la marca del resorte; bajo las plantas, el vacío. Aquel contraste tiene importancia. Arriba, la marca, las marcas, los pequeños cuadros impresos, las curvas, y el dolor tenue, apenas, que recuerda la piel contenida, acotada; abajo, el peso, suelto, desde el tobillo, como si un hilo invisible lo sostuviera, cae, y se extiende hasta formar un borde, una orilla, plana, suspendida en el centro de un acantilado. Me da miedo esa libertad, la que roza los pies, desde las plantas, es infinita, ilimitada.
Entra la enfermera.
—¿Qué hago con esto? —Le pregunto.
Ella toma los jeans.
—Acuéstate. —Dice antes de irse.
Me quedo con la orden. Y es una forma de regresar. Ya estoy aquí, por obvio que parezca. Falta poco. Es importante no aplastar el aire, dejarlo fluir. Pero cada vez es más espeso, transita a tropezones. Me acuesto. La piel cae, leve, pero cae. Los ojos, acuosos, se abren, las vísceras se hunden, el pecho sobresale; el corazón, en la cima, gana contra la fuerza que lo jala, que nos jala, hacia abajo.
Entra el doctor, pondrá una anestesia local. El resto no lo escucho ante la perspectiva de estar despierta. ¿Ya lo había dicho? ¿Por qué no lo recuerdo? Coloco los talones en los soportes. Las piernas quedan separadas. Sobre los pulmones, el peso de un muerto. Contengo las lágrimas, aunque se enfurezcan; las anginas hinchadas le cierran el paso a la saliva.
El doctor me ve desde el marco de sus patas de gallo. “Podemos hacerlo con anestesia general”. Su ternura me lastima; sí, digo y trago el sollozo. Me aferro a las instrucciones, respirar, tranquilizarme, esperar.
Raquel me interrumpe:
— ¿Estás bien?
Su pregunta significa ¿quieres hacerlo? Y, si yo pudiera, le respondería, sí, sólo es que estoy asustada, abierta, desnuda. Algo entiende ella porque me acaricia el pelo:
—Vas a estar bien, Mariana. Verás.
—Listo. —Dice la enfermera.
Raquel sale del cuarto. Me concentro en el doctor y en esa mirada de abuelo que tiene.
—Cuenta hacia atrás desde 10.
Abrazo la mochila para contener el miedo. En la boca, detrás de la menta, se esconde el eco de las agruras. Una cosa es decir no puedo tenerlo y otra estar en el coche rumbo al hospital. Por eso no hablo, por eso sólo veo el tablero y contengo los pensamientos. Y el aliento. Debo ser valiente, no hacer preguntas, qué pasará conmigo, con mi cuerpo, aguantar, contener. La bolsa es de esas ovaladas que se cuelgan en la espalda. La tela sucia, gastada, toca mi barbilla.
—¿Acabaste la traducción? —Pregunta mamá sin quitar la vista del frente.
—Sí.
Fue un error. Me sobró tiempo y, a pesar de que dormí al punto de escurrir saliva y quedar marcada con las costuras de la colcha, no pude evadirme las veinticuatro horas; desperté y al despertar llegaron los pensamientos y con ellos el agujero entre las costillas.
Bajo del coche con la mochila todavía en brazos.
—Déjala. —Dice mamá.
No quiero soltarla, es desnudarme. O quedar sin suelo. Pero cómo decírselo a Raquel. Entonces obedezco y la coloco junto al respaldo. Cierro la puerta y volteo a la inmensidad del estacionamiento. No hay autos ni muros ni barandales. Sólo esa continuidad de asfalto.
Unos pasos y el tobillo se dobla, imita el movimiento del sello para recibir documentos que usan en la editorial: toca el piso y regresa.
Alcanzo a sostenerme en la cajuela.
—Se me durmió el pie.
Mamá espera para reanudar camino.
Entramos al hospital. No puedo dar nada por sentado, que respiraré, que no caeré. Me concentro en meter y sacar el aire, en levantar los pies, en leer los letreros. De lo demás —preguntarme, sentir— me encargaré después, con el tiempo.
Patricio está a lado de una maceta grande, de barro. La miro a ella, a la maceta. Él me da rabia, se parece a las preguntas que dejo para cuando haya pasado lo peor y no tenga que ordenarle a mi cuerpo que funcione. Patricio humedece sus labios rápido, sin hambre. Luego roza con la boca mi pómulo. Siento su saliva. Me da asco.
En el elevador, Raquel se queda junto a los botones mientras yo me coloco en el fondo. Patricio quiere abrazarme, noto que levanta los brazos. Desiste. Recarga la cabeza en el espejo y esconde los puños tras el coxis. No lo miro pero sé que sigue la luz que transita por los pisos. Se siente culpable por la pelea de ayer, por eso juega a ser solidario, a estoy aquí, contigo, para ti, pero él sabe, debe saberlo, no le creo. Aunque me reduzco a la esquina, conforme entra más gente, se vuelve difícil permanecer separada de él. Patricio se ensancha, se desborda.
La sala de espera me regresa un poco de espacio.
Raquel se queda junto al escritorio de la recepción y Patricio se sienta junto a mí. Con ganas de gritarle vete al otro lado, allá, lejos.
—Es un procedimiento sencillo. Dura unos minutos.
El corazón es un escándalo comparado con la voz del doctor. Dentro del consultorio, hay otro cuarto. Entro. Es blanco, un poco desgastado; limpio, eso sí. Las paredes están a una distancia tranquilizante, quepo sin sentirme acorralada. Apoyo la mano en la cubierta de piel de la camilla para quitarme los jeans y la ropa interior, las piernas tiemblan al levantarlas.
Con la bata puesta, coloco los tenis junto a un banco de metal. Me siento sobre la camilla. Quito los calcetines para incorporarlos a la maraña azul de los pantalones que están en mi regazo. En los empeines, la marca del resorte; bajo las plantas, el vacío. Aquel contraste tiene importancia. Arriba, la marca, las marcas, los pequeños cuadros impresos, las curvas, y el dolor tenue, apenas, que recuerda la piel contenida, acotada; abajo, el peso, suelto, desde el tobillo, como si un hilo invisible lo sostuviera, cae, y se extiende hasta formar un borde, una orilla, plana, suspendida en el centro de un acantilado. Me da miedo esa libertad, la que roza los pies, desde las plantas, es infinita, ilimitada.
Entra la enfermera.
—¿Qué hago con esto? —Le pregunto.
Ella toma los jeans.
—Acuéstate. —Dice antes de irse.
Me quedo con la orden. Y es una forma de regresar. Ya estoy aquí, por obvio que parezca. Falta poco. Es importante no aplastar el aire, dejarlo fluir. Pero cada vez es más espeso, transita a tropezones. Me acuesto. La piel cae, leve, pero cae. Los ojos, acuosos, se abren, las vísceras se hunden, el pecho sobresale; el corazón, en la cima, gana contra la fuerza que lo jala, que nos jala, hacia abajo.
Entra el doctor, pondrá una anestesia local. El resto no lo escucho ante la perspectiva de estar despierta. ¿Ya lo había dicho? ¿Por qué no lo recuerdo? Coloco los talones en los soportes. Las piernas quedan separadas. Sobre los pulmones, el peso de un muerto. Contengo las lágrimas, aunque se enfurezcan; las anginas hinchadas le cierran el paso a la saliva.
El doctor me ve desde el marco de sus patas de gallo. “Podemos hacerlo con anestesia general”. Su ternura me lastima; sí, digo y trago el sollozo. Me aferro a las instrucciones, respirar, tranquilizarme, esperar.
Raquel me interrumpe:
— ¿Estás bien?
Su pregunta significa ¿quieres hacerlo? Y, si yo pudiera, le respondería, sí, sólo es que estoy asustada, abierta, desnuda. Algo entiende ella porque me acaricia el pelo:
—Vas a estar bien, Mariana. Verás.
—Listo. —Dice la enfermera.
Raquel sale del cuarto. Me concentro en el doctor y en esa mirada de abuelo que tiene.
—Cuenta hacia atrás desde 10.
(…)
La realidad aparece en trozos. La cadera. El metal. La cobija. Los dedos de Patricio jugando con mi pelo. Al fondo, en una masa informe y turbia, yo, lejos de mi cuerpo.
—¿Cómo te sientes?
Estoy acostada de lado. La voz de Patricio viene de frente, de cerca. Suena distinta y, aunque pretende ser suave, me enerva como si fuera un gis chillando contra el pizarrón.
No puedo hablar ni abrir los ojos, el sueño tira, me absorbe, pero las uñas de Patricio se enredan con un mechón e impiden que me entregue por completo.
—Ahorita que te veía, me acordé.
Habla como para sí mismo. No. Habla como si entre sombras, a punto de dormir, aprovechara los últimos instantes de vigilia.
—De niño, fuimos de fin de semana a Cuernavaca. En la noche, mientras todos platicaban en la cocina, me escapé al jardín. Recuerdo haberme parado delante de la alberca y, quién sabe cómo, me caí...
Las palabras se hacen acto: caigo.
Siento el golpe en el estómago, escucho el tronido recibiéndome.
—No sabía flotar y me hundí.
Intento salir a la superficie, pero el agua me aplasta.
—Sentí que no la libraba.
¿Por qué me cuentas esto, Patricio? ¿Para qué?
—No me acuerdo bien…
Los azulejos, lejanos, grises, me rodean.
—Pero hubo un momento en que ya no escuché los ruidos de la fiesta.
Miro hacia arriba, una luz, una lámpara quizá, pálida, inútil, se aleja con la superficie, me dice que se va, que me voy. Y la alberca se ensancha y estoy aquí, con la angustia de Patricio, sola, ahogándome.
—Como si me hubiera muerto.
Sus palabras agrandan la alberca, la vuelven una fosa sin límites, y el agua pesa y raspa. El frío me invade, soy chica, diminuta. Tirito, disuelta en el agua negra.
—De repente, me jalaron de la playera y, en un segundo, estaba afuera.
Una mano gigante me arranca del mar. Sobre su palma, de rodillas, aspiro, toso, escupo. Me arrastro a donde convergen las líneas de la cabeza y de la vida, me recargo en la piel. Tranquilizo a los pulmones, hay aire, hay un montón de aire.
—Era mi papá. Ya que vio que respiraba, me dio una nalgada.
Tiemblo. Me concentro en mi cadera para dejar atrás el ardor del agua salada, pongo toda mi atención en el hueso contra la camilla, para regresar, para despertarme y gritar, cállate, Patricio, por favor, cállate.
—No lo vuelvas a hacer, me dijo furioso.
— ¿Despertó? —Pregunta la enfermera.
—En eso está.
—Que descanse.
—¿Cómo te sientes?
Estoy acostada de lado. La voz de Patricio viene de frente, de cerca. Suena distinta y, aunque pretende ser suave, me enerva como si fuera un gis chillando contra el pizarrón.
No puedo hablar ni abrir los ojos, el sueño tira, me absorbe, pero las uñas de Patricio se enredan con un mechón e impiden que me entregue por completo.
—Ahorita que te veía, me acordé.
Habla como para sí mismo. No. Habla como si entre sombras, a punto de dormir, aprovechara los últimos instantes de vigilia.
—De niño, fuimos de fin de semana a Cuernavaca. En la noche, mientras todos platicaban en la cocina, me escapé al jardín. Recuerdo haberme parado delante de la alberca y, quién sabe cómo, me caí...
Las palabras se hacen acto: caigo.
Siento el golpe en el estómago, escucho el tronido recibiéndome.
—No sabía flotar y me hundí.
Intento salir a la superficie, pero el agua me aplasta.
—Sentí que no la libraba.
¿Por qué me cuentas esto, Patricio? ¿Para qué?
—No me acuerdo bien…
Los azulejos, lejanos, grises, me rodean.
—Pero hubo un momento en que ya no escuché los ruidos de la fiesta.
Miro hacia arriba, una luz, una lámpara quizá, pálida, inútil, se aleja con la superficie, me dice que se va, que me voy. Y la alberca se ensancha y estoy aquí, con la angustia de Patricio, sola, ahogándome.
—Como si me hubiera muerto.
Sus palabras agrandan la alberca, la vuelven una fosa sin límites, y el agua pesa y raspa. El frío me invade, soy chica, diminuta. Tirito, disuelta en el agua negra.
—De repente, me jalaron de la playera y, en un segundo, estaba afuera.
Una mano gigante me arranca del mar. Sobre su palma, de rodillas, aspiro, toso, escupo. Me arrastro a donde convergen las líneas de la cabeza y de la vida, me recargo en la piel. Tranquilizo a los pulmones, hay aire, hay un montón de aire.
—Era mi papá. Ya que vio que respiraba, me dio una nalgada.
Tiemblo. Me concentro en mi cadera para dejar atrás el ardor del agua salada, pongo toda mi atención en el hueso contra la camilla, para regresar, para despertarme y gritar, cállate, Patricio, por favor, cállate.
—No lo vuelvas a hacer, me dijo furioso.
— ¿Despertó? —Pregunta la enfermera.
—En eso está.
—Que descanse.