Eterno retorno
Rafael Hernández Barba
Con la cabeza en el patíbulo, Jean Paul trata de recordar los absurdos sucesos que lo van a conducir a la muerte. Entre el griterío de la plebe, Jean Paul logra distinguir la sosegada voz que lee la sentencia con monotonía; pero no entiende porque su mente se pierde en cavilaciones para comprender cómo siendo él un ferviente seguidor de la Revolución, ahora es acusado de alta traición por sus mismos compañeros. Sonríe al pensar que se arruinará su tatuaje del cuello que él mismo se dibujó; “extraño lugar para un tatuaje”, le decían quienes sabían de su ubicación. En un pestañeo, Jean Paul levanta la mirada y ve a Robespierre con actitud de triunfo pronunciar las palabras: Et decapité!
Tirado al piso y con las manos atadas a la espalda, Juan Pablo fija las pupilas en el par de cabezas cercenadas entre el terregal de camino desierto. Clava la mirada con fuerza para dejar de ver cómo le cortan el cuello a otro de sus camaradas, pero es difícil concentrarse entre gritos del que está siendo ajusticiado. Si tuviera las manos libres, seguramente se acariciaría el tatuaje del cuello, como lo ha venido haciendo desde hace años en que se lo mandó hacer con su primera paga de sicario. “Por qué te lo hiciste allí –le preguntaba su mujer–, si el cuello es lo más bonito que tienes…”. Nunca supo responder, sólo sabía acariciarse allí por horas, como si el cuerpo recordara algo que la mente había olvidado. Al despegar la vista de las cabezas sin vida, sonrió al mirar la cara de remordimiento de los ejecutores. Los mismos compañeros a quienes él salvó la vida en muchas ocasiones. “Por lo menos a éstos si les dolemos”, dice Juan Pablo para sus adentros.
El griterío se intensifica conforme el final se acerca: À bas le tyran! À bas le tyran!, ―ruge en el ambiente. De rodillas y con el torso hacia el frente, Jean Paul siente cómo fijan su cabeza con un madero húmedo de sangre pegajosa de otras cabezas, de otros cuerpos –lo envuelve un olor a sangre coagulada–. Es hasta ese momento cuando piensa en su madre acariciándole la cabeza y besándole el cuello. Se acuerda de su infancia correteando mariposas en un campo de flores amarillas. Un dolor agudo lo saca de su ensoñación; es una punzada que atraviesa su cuello. No, no es la navaja de la guillotina; ésta aún sigue ascendiendo hasta lo alto de la maquinaria, tirada por las manos del verdugo. El dolor viene de adentro, desde el fondo de su cuerpo, donde cada órgano perpetúa algún desmembramiento pasado. Su memoria genética le dice que en una vida anterior, esa cabeza ya se ha desprendido de ese cuerpo. Mientras el sonido metálico rompe el aire, el terror se posesiona de Jean Paul, porque ahora recuerda que una cabeza que rueda por el suelo desprendida de su cuerpo, tiene consciencia de que es una cabeza que rueda desprendida de su cuerpo.
Juan Pablo pierde la mirada en el trigal de enfrente, que por efecto de la luz del atardecer le parece un campo amarillo. Le tranquiliza saber que su mujer y sus hijos están seguros en la capital, “es bueno tomar providencias”, le decía su compadre que lo metió en esto del narco. El contacto del metal frío del machete con su piel, le regresa la mente al matadero. Mira las pupilas de quien lo va a filetear y siente cómo este sicario retarda la muerte de su propio amigo. Juan Pablo sabe que de no cumplir la orden, a él le harán lo mismo. Mientras espera su fin, Juan Pablo se concentra y se encoleriza tanto como para recordar en una vida futura, como para grabar en cada célula de su humanidad, lo que se siente que una cabeza se desprenda de su cuerpo.
Tirado al piso y con las manos atadas a la espalda, Juan Pablo fija las pupilas en el par de cabezas cercenadas entre el terregal de camino desierto. Clava la mirada con fuerza para dejar de ver cómo le cortan el cuello a otro de sus camaradas, pero es difícil concentrarse entre gritos del que está siendo ajusticiado. Si tuviera las manos libres, seguramente se acariciaría el tatuaje del cuello, como lo ha venido haciendo desde hace años en que se lo mandó hacer con su primera paga de sicario. “Por qué te lo hiciste allí –le preguntaba su mujer–, si el cuello es lo más bonito que tienes…”. Nunca supo responder, sólo sabía acariciarse allí por horas, como si el cuerpo recordara algo que la mente había olvidado. Al despegar la vista de las cabezas sin vida, sonrió al mirar la cara de remordimiento de los ejecutores. Los mismos compañeros a quienes él salvó la vida en muchas ocasiones. “Por lo menos a éstos si les dolemos”, dice Juan Pablo para sus adentros.
El griterío se intensifica conforme el final se acerca: À bas le tyran! À bas le tyran!, ―ruge en el ambiente. De rodillas y con el torso hacia el frente, Jean Paul siente cómo fijan su cabeza con un madero húmedo de sangre pegajosa de otras cabezas, de otros cuerpos –lo envuelve un olor a sangre coagulada–. Es hasta ese momento cuando piensa en su madre acariciándole la cabeza y besándole el cuello. Se acuerda de su infancia correteando mariposas en un campo de flores amarillas. Un dolor agudo lo saca de su ensoñación; es una punzada que atraviesa su cuello. No, no es la navaja de la guillotina; ésta aún sigue ascendiendo hasta lo alto de la maquinaria, tirada por las manos del verdugo. El dolor viene de adentro, desde el fondo de su cuerpo, donde cada órgano perpetúa algún desmembramiento pasado. Su memoria genética le dice que en una vida anterior, esa cabeza ya se ha desprendido de ese cuerpo. Mientras el sonido metálico rompe el aire, el terror se posesiona de Jean Paul, porque ahora recuerda que una cabeza que rueda por el suelo desprendida de su cuerpo, tiene consciencia de que es una cabeza que rueda desprendida de su cuerpo.
Juan Pablo pierde la mirada en el trigal de enfrente, que por efecto de la luz del atardecer le parece un campo amarillo. Le tranquiliza saber que su mujer y sus hijos están seguros en la capital, “es bueno tomar providencias”, le decía su compadre que lo metió en esto del narco. El contacto del metal frío del machete con su piel, le regresa la mente al matadero. Mira las pupilas de quien lo va a filetear y siente cómo este sicario retarda la muerte de su propio amigo. Juan Pablo sabe que de no cumplir la orden, a él le harán lo mismo. Mientras espera su fin, Juan Pablo se concentra y se encoleriza tanto como para recordar en una vida futura, como para grabar en cada célula de su humanidad, lo que se siente que una cabeza se desprenda de su cuerpo.