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Una de vaqueros
La cháchara de la garnacha
Hacía mucho que no venía a provincia. Salí del hotel con ganas de pasear por ahí y de comerme algo, traía 50 pesos; en la calle, mi nariz se topó con el aroma de un “huele de noche” que, mientras caminaba hacia la plaza, se mezcló hasta perderse, con el más contundente aroma del chorizo; enseguida vi un puesto con anafre y un comal gigantesco, encima se calentaban, entre otras viandas, unos sopes que me hicieron ojitos enseguida porque tenían esa pinta brillante que hace que las garnachas se adivinen jugosas, si así puede decirse, pero a la vez crujientes. Al puesto lo rodeaban, sentados en banquitos de plástico amarillo, una señora como de 60, dos chavos, un policía gordito y un perro que miraba y miraba a la señora por si le caía algo. Y fue casi increíble que no cayera nada, porque la tal señora mordisqueaba su sope mientras hacía ademanes con la mano sin plato, que estaba consagrada a aderezar la cháchara que sostenía con la doña del puesto, mujer mayor que atarantaba a señas a una muchacha de ojos alargados para que despachara más deprisa.
De chicharrón, hongos y carne
— ¿De qué tiene?
—Ya sólo me quedan quesadillas de chicharrón, hongos y carne.
— ¿De queso?
—No… chicharrón, hongos y carne.
Se lo juro, él venía hasta la madre, como la vez que atropelló a la niña y se dio a la fuga. Nadie intentó detenerlo y la niña murió, ahí, en medio de los chismosos, a mitad de la calle. Nadie lloró.
—Ya sólo me quedan quesadillas de chicharrón, hongos y carne.
— ¿De queso?
—No… chicharrón, hongos y carne.
Se lo juro, él venía hasta la madre, como la vez que atropelló a la niña y se dio a la fuga. Nadie intentó detenerlo y la niña murió, ahí, en medio de los chismosos, a mitad de la calle. Nadie lloró.
Garnachas místicas
Cristian López
Cuando se supo que las garnachas permitían alcanzar la iluminación a través de sus mezclas grasosas y condimentadas, la ciudad se llenó de visitantes que dejaron una derrama económica importante, aunque nadie previó que se quedarían permanentemente. Estos iluminados que antes repetían mantras con sus rostros pintados de colores, muecas de reflexión y vestimentas extravagantes; se sentaban en la banqueta y mordían con vigorosa pasión su entrada al nirvana: los nopales, el cilantro y la tortilla azul explotaban en sus paladares y les permitía, mirando al infinito, esperar con paciencia la respuesta al oscuro enigma de la vida. Otros, con los retortijones de la salsa habanera con la que bañaban sus gorditas de chicharrón, se inmolaban por dentro, hasta el sanitario. Era la única forma de alcanzar el conocimiento.
Un grito en la pared
Los clientes fijaban la mirada en el anuncio que todavía cuelga de unos clavos, los seducía el sabor de las palabras, que habitaba en su piel de lona. Una mujer, con labios de salsa roja a punto de estallar, le dedicaba siempre sus miradas. Desde el primer día, como un grito en la pared, anunciaba que las manos que ahí amasan conocen el modelo a seguir para hacer, a la perfección, el contorno de una gordita o la bien delineada curva de una grasienta quesadilla menguante. Antes los rubores se apoderaban de él cada vez que alguien se acercaba a leerlo, y más cuando le ensartaban unos ojos insaciables. Sin su presencia, ni las mesas con manteles a cuadros, ni el naranja aferrado en el interior del local, podían retener al cliente y sentarlo en una silla de madera. La voz del anuncio, atrapada en su cuerpo de lona, y sus letras de molde vestidas de ocre lo hacen elegante entre tanto líquido dorado que brinca a fuego lento.
Para montarse
La concubina
Rafael Hernández Barba
Personajes: Doña Socorro, Doña Candelaria.
(La acción se desarrolla de noche, en la banqueta junto a un portón de vecindad vieja de la Ciudad de México. Una mesa, un anafre y un par de sillas. Doña Candelaria, la fritanguera, mientras dora una garnacha, mira a lo lejos preocupada).
Doña Socorro: (Sale de la vecindad) ¿Todavía no levanta? ¡Tan noche que es, y con este canijo frío que está haciendo, ya debería usted recogerse! Está esperando a don Gumaro, ¿verdad? No me diga que otra vez anda tomando.
(La acción se desarrolla de noche, en la banqueta junto a un portón de vecindad vieja de la Ciudad de México. Una mesa, un anafre y un par de sillas. Doña Candelaria, la fritanguera, mientras dora una garnacha, mira a lo lejos preocupada).
Doña Socorro: (Sale de la vecindad) ¿Todavía no levanta? ¡Tan noche que es, y con este canijo frío que está haciendo, ya debería usted recogerse! Está esperando a don Gumaro, ¿verdad? No me diga que otra vez anda tomando.
La muerte chiquita
Gordita
Alma Santiago
Se enciende la parrilla; el desfile comienza.
Te dejo caer al fondo del comal
y, sensual, danzas entre el aceite.
Ansío tu sabor.
Te toco una y otra vez;
tu figura bronceada se expande.
Imagino lo suculenta que serás a mi lengua.
Balancea ese curvado cuerpo. Sigue bailando,
para colocarte, con el ámbar de mis dedos,
la cebolla: flor de amor fragante, que he juntado para ti.
Te dejo caer al fondo del comal
y, sensual, danzas entre el aceite.
Ansío tu sabor.
Te toco una y otra vez;
tu figura bronceada se expande.
Imagino lo suculenta que serás a mi lengua.
Balancea ese curvado cuerpo. Sigue bailando,
para colocarte, con el ámbar de mis dedos,
la cebolla: flor de amor fragante, que he juntado para ti.
Volver
Lourdes Pedraza
Volver a la comida
placera
las corundas
los uchepos
la sopa tarasca
Una morisqueta, por favor…
Después, el plato fuerte
Volver
a comer
esos sabores
de recuerdos
esos aromas
de quebrantos...
placera
las corundas
los uchepos
la sopa tarasca
Una morisqueta, por favor…
Después, el plato fuerte
Volver
a comer
esos sabores
de recuerdos
esos aromas
de quebrantos...
Así fue
La gula puede más que la razón
Los mexicanos nos caracterizamos por encajar sabroso el diente. ¡Y cómo no! si nuestros caminos, ya sean en la ciudad o fuera de ésta, siempre nos reciben con una deliciosa variedad de comida colorida, suculenta y olorosa a nuestro alcance, en pequeños puestos improvisados con techos de colores, que anuncian sus productos en lonas llamativas, nos invitan a probar lo que ahí se prepara; desde una simple quesadilla de queso, hasta una rebosante y grasosa gordita de chicarrón o suadero, pasando por las tortas, los tamales, las tostadas, los tacos en todas sus versiones y deleitosos pambazos rollizos.
Tiene su chiste
Salsa roja/ Anuncio/ Hambre
Sobre el suadero, el cilantro y la cebolla picados; entre la tortilla, la grasa y las gotas de limón, se escurre el rojo líquido de la venganza...
Coma/ Están rebuenas
Quería escribir una minihistoria sobre comida callejera, pero a la primera coma me dio hambre y obedecí...
A prueba y error
Maíz frito
Era mediodía. El Taquio Ibáñez empezaba a amasar los 15 kilos de masa que compró para su negocio, que iba mejor cada día. Todo empezó cuando en el orfanato El Memelas, su maestro y amigo, le dijo bromeando que debería poner un puesto de tacos para que no se enojara por los comentarios graciosos que le hacían por su apodo. De esa manera, Juan Eustaquio Ibáñez, el Taquio, tuvo la idea de tener su propio negocio, el problema era que no sabía cómo preparar los tacos.
Si la quesadilla tuviera otra forma, ¿sería igual de sabrosa?
La quesadilla o queca, puedo decir, es un conjunto de conocimientos universales, tiene que ver con la Historia: el Tlatoani Moctezuma, hombre de pocas carnes; según Francisco Cervantes de Salazar, cabello largo, negro y reluciente, ya comía tortillas dobladas embarradas de chile. Estas tortillas dobladas podrían ser el antecedente de la quesadilla, producto del mestizaje que surgió con la llegada de las vacas lecheras a la Nueva España y con ellas los productos derivados de la leche. La quesadilla también se encuentra en la biología: si es de hongos, quelites, flor de calabaza...; en la lingüística, por su morfología: quesadilla se deriva de queso y no de Quetzalcóatl, ni de quetzaditzin, que sabrá Dios qué demonio del mal inventó dicha palabra; y por si fuera poco, la queca tiene que ver con Dios: cuando era niña oraba antes de comerme una quesadilla de hongos por aquello de que fueran venenosos.
Las petroleras de Azcapotzalco
Rafael Hernández Barba
Los platillos de la cocina mexicana parecen ser el reflejo de la personalidad gentilicia de sus creadores. Dice la conseja popular (aunque para demostrarlo va a estar en chino) que la machaca es ad hoc para el carácter seco y enjuto del norteño hosco; que nada define mejor el estereotipo rijoso y altanero de los charros de Jalisco que sus picosas tortas ahogadas; y que el sincretismo cultural de los chiles en nogada y su capacidad para envolver una mezcla saladadulzona con una cubierta exótica, son un buen ejemplo de la doble moral de los poblanos.
En la Ciudad de los Palacios, el chilango trabajador, pragmático, ahorrador y garnachero tiene su fiel representante en un alimento inventado al fragor de la industrialización del México de mediados del siglo XX: la petrolera.
En la Ciudad de los Palacios, el chilango trabajador, pragmático, ahorrador y garnachero tiene su fiel representante en un alimento inventado al fragor de la industrialización del México de mediados del siglo XX: la petrolera.
La reseña
Breve recorrido gastronómico por El Chanfalla
El Chanfalla, novela escrita por Gonzalo Martré, seudónimo de Mario Trejo González, es la primera de una trilogía que lleva el mismo nombre, la terna la completan Entre tiras, porros y caifanes y ¿Tormenta roja sobre México? Segundo y tercer libro de la saga, respectivamente.
Ambientado en la Ciudad de México de la década de los treinta y principios de los cuarenta, el libro narra, en 35 capítulos, la vida de Agustín de Iturbide y Guerrero, el Chanfalla, niño de seis años, de familia pobre, que vive en una populosa vecindad de la calle de la Cerbatana, hoy República de Venezuela; y que, por defenderse, con certero resorterazo, de Lalo, un niño que abusa de él constantemente; huye de casa, pues cree haber matado al abusón e imagina que será llevado a la Correccional, donde los niños son golpeados y vejados a toda hora.
Ambientado en la Ciudad de México de la década de los treinta y principios de los cuarenta, el libro narra, en 35 capítulos, la vida de Agustín de Iturbide y Guerrero, el Chanfalla, niño de seis años, de familia pobre, que vive en una populosa vecindad de la calle de la Cerbatana, hoy República de Venezuela; y que, por defenderse, con certero resorterazo, de Lalo, un niño que abusa de él constantemente; huye de casa, pues cree haber matado al abusón e imagina que será llevado a la Correccional, donde los niños son golpeados y vejados a toda hora.
Por si fuera poco
Ya entrada la noche, con un poemario entre las manos
Con expectativa, abres el libro de Fausto Leyva, Recuerdos de Rabioso Licor. Pasas de largo la presentación, no sea que leerla te predisponga y te impida ver con tus propios ojos. Apartado uno: Paso de Abismo, descubres que el libro toma su nombre del primer poema. Las dos primeras líneas bastan para saber que la lectura promete “No me arrepiento de nada, / he soportado la vida y sus mutilaciones”. La imagen te sacude, es un golpe, preámbulo de todo lo que viene. “Al amor lo vi salir por el parabrisas/ disparado a la eternidad” tercer y cuarto verso, aún no es tarde para soltar el libro. “Ángeles de sangre dibujan un cielo de piedra/ la entrada al infierno”, quinto y sexto verso: has quedado enganchado, resuelto a desentrañar el mensaje que esconden estos poemas.
Tirando letras
Hugo Hiriart, capítulo 9 de Galaor.
Un poema para recordar de Fausto Leyva.
Mar Madariaga compartiendo su poesía.
Fugaz, de Lourdes Pedraza.