Instinto materno
Lucía Izquierdo
La madre despertó de pronto por el llanto proveniente de la habitación contigua. Estaba ya fastidiada, si alguien le hubiera advertido, es probable que no hubiera tenido a ese engendro. La niña sufría, ella sufría y el cobarde espermático había salido huyendo a penas ver podrido el fruto que engendró.
La madre la toma en sus brazos, finalmente la pequeña no sabe, no entiende, solo sufre. La madre evita mirarla, le duele de sólo verla. Sus musculitos expuestos, su rojo rostro, su piel, si tan solo tuviera piel. Los doctores hablaban de posibilidades máximas de vida, le dieron seis meses, y para el cumplimiento de la sentencia faltaban solo dos semanas, dos semanas y la agonía de ambas terminaría, la madre podría volver a empezar, quizá operarse para evitar traer al mundo otra masa que no deja de llorar.
Pero lo cierto es que la situación parecía ya insoportable, el llanto laceraba cada recoveco del espécimen y cada fibra de la madre; era algo agudo, repetitivo, un gemido que provenía de todas las culpas guardadas en lo más profundo de la familia. La madre ya no aguanta, tiene que hacer algo para callarla, los tapones en los oídos no son suficientes, la madre tiene más asco que miedo, no quiere ni tocar a la pequeña. Ese olor a carne en proceso de descomposición, esa textura viscosa cargada de tonos rosi-verdes y ese resoplido que emana de todo su cuerpecito solo la hace desear que todo su mundo se apague.
Finalmente toma un almohadón y se decide, está a punto de apretarlo sobre el deforme cuerpecito pero el silencio la detiene, silencio ¿hace cuánto que no lo disfrutaba de esta manera? Hacía ya seis meses que el engendro había nacido, pero tenía ya más de un año que no podía decir que escuchaba silencio; esa quietud que da espacio a la reflexión, a la introspección, que nos permite pensar en quienes somos a pesar de las circunstancias. Ella sonrió por primera vez en mucho tiempo, al fin disfrutaba de esos pequeños placeres, al fin podía pensar en el tipo que la embarazó a fuerzas, en lo mucho que le dolió, pensó en lo mucho que gritó y en que no había nadie a su alrededor para ayudarla, pensó en el silencio que había en ese momento alrededor de sus gritos.
Ahora quiere llamar a alguien, que la compadezcan y la consuelen por sus sufrimiento enardecido, pero no hay a quién llamar, al menos no a esta hora, quizá al doctor en turno…
Se decide y toma la bocina, marca ávidamente sin previa espera del tono, del otro lado solo escucha el llanto del engendro. Cuelga y vuelve a marcar, seguro estaba alterada y ha escuchado mal… pues no, el insistente llanto nuevamente. Cuelga, toma al engendrito entre unas cobijas y sale corriendo, es preciso redactar el acta de defunción antes de que despierte de nuevo y la atormente. No cree necesario tomar el auto, pues el doctor vive a escasas cuadras. Toda la calle en silencio hasta arribar, el doctor abre la puerta, la desconoce, es tarde, casi las cuatro de la mañana. Ella grita eufórica ¡Ha muerto! ¡Mi bebé ha muerto! Descubre el bulto y muestra al doctor un montón de tripas y víceras porcinas.
El doctor la abraza, no es la primera vez que sucede, intenta explicarle, pero ella solo puede escuchar un llanto agudo e irrefrenable. El médico del psiquiátrico Fray Bernardino se arrepiente entonces de haber pensado que la interna estaba progresando. Pero ¿cómo no pensarlo? Si había pasado más de un año desde que no había tenido esos ataques.
—No debí hacerlo dada su condición.- dice para sí mismo mientras la abraza y cambia el montón de putrefacta carne por una desvencijada muñeca.
La madre la toma en sus brazos, finalmente la pequeña no sabe, no entiende, solo sufre. La madre evita mirarla, le duele de sólo verla. Sus musculitos expuestos, su rojo rostro, su piel, si tan solo tuviera piel. Los doctores hablaban de posibilidades máximas de vida, le dieron seis meses, y para el cumplimiento de la sentencia faltaban solo dos semanas, dos semanas y la agonía de ambas terminaría, la madre podría volver a empezar, quizá operarse para evitar traer al mundo otra masa que no deja de llorar.
Pero lo cierto es que la situación parecía ya insoportable, el llanto laceraba cada recoveco del espécimen y cada fibra de la madre; era algo agudo, repetitivo, un gemido que provenía de todas las culpas guardadas en lo más profundo de la familia. La madre ya no aguanta, tiene que hacer algo para callarla, los tapones en los oídos no son suficientes, la madre tiene más asco que miedo, no quiere ni tocar a la pequeña. Ese olor a carne en proceso de descomposición, esa textura viscosa cargada de tonos rosi-verdes y ese resoplido que emana de todo su cuerpecito solo la hace desear que todo su mundo se apague.
Finalmente toma un almohadón y se decide, está a punto de apretarlo sobre el deforme cuerpecito pero el silencio la detiene, silencio ¿hace cuánto que no lo disfrutaba de esta manera? Hacía ya seis meses que el engendro había nacido, pero tenía ya más de un año que no podía decir que escuchaba silencio; esa quietud que da espacio a la reflexión, a la introspección, que nos permite pensar en quienes somos a pesar de las circunstancias. Ella sonrió por primera vez en mucho tiempo, al fin disfrutaba de esos pequeños placeres, al fin podía pensar en el tipo que la embarazó a fuerzas, en lo mucho que le dolió, pensó en lo mucho que gritó y en que no había nadie a su alrededor para ayudarla, pensó en el silencio que había en ese momento alrededor de sus gritos.
Ahora quiere llamar a alguien, que la compadezcan y la consuelen por sus sufrimiento enardecido, pero no hay a quién llamar, al menos no a esta hora, quizá al doctor en turno…
Se decide y toma la bocina, marca ávidamente sin previa espera del tono, del otro lado solo escucha el llanto del engendro. Cuelga y vuelve a marcar, seguro estaba alterada y ha escuchado mal… pues no, el insistente llanto nuevamente. Cuelga, toma al engendrito entre unas cobijas y sale corriendo, es preciso redactar el acta de defunción antes de que despierte de nuevo y la atormente. No cree necesario tomar el auto, pues el doctor vive a escasas cuadras. Toda la calle en silencio hasta arribar, el doctor abre la puerta, la desconoce, es tarde, casi las cuatro de la mañana. Ella grita eufórica ¡Ha muerto! ¡Mi bebé ha muerto! Descubre el bulto y muestra al doctor un montón de tripas y víceras porcinas.
El doctor la abraza, no es la primera vez que sucede, intenta explicarle, pero ella solo puede escuchar un llanto agudo e irrefrenable. El médico del psiquiátrico Fray Bernardino se arrepiente entonces de haber pensado que la interna estaba progresando. Pero ¿cómo no pensarlo? Si había pasado más de un año desde que no había tenido esos ataques.
—No debí hacerlo dada su condición.- dice para sí mismo mientras la abraza y cambia el montón de putrefacta carne por una desvencijada muñeca.