Juventud, divino tesoro
Hugo Hiriart
En el prólogo a un libro de textos literarios de muy jóvenes autores, todos estudiantes, me permití hacer estas apreciaciones:
Estableció el maestro Zeami, monje japonés creador del elegantísimo teatro Noh, que la flor del teatro, o absoluta perfección escénica, aparece cuando se juntan en la representación dos cosas: por un lado frescura, por otro, maestría. La reunión de ambas cualidades engendra, aunque sea por un momento, la impecabilidad de la hermosura.
En los escritos reunidos en esta antología, todos de estudiantes de creación literaria en la novísima Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), si bien no se hace presente la maestría, que sólo se logra con años de diligencia, luce en cambio, sin falta, la frescura, frescura inaugural de quien comienza a internarse en la selva de las bellas letras. Vaya una cosa por otra.
Otro interés de este libro proviene de que el riesgo de perder contacto con la gente joven, esa que apenas despunta, equivale a ser dejado atrás en calidad de vejete gagá, berrinchudo, passé y anacrónico, que ya no alcanza comprensión alguna del mundo que va llegando. En estos textos de algún modo está el latido de la nueva generación, la generación que apenas empieza a articular su pensamiento, pensamiento que, como es natural, es anuncio de lo que habrá de llegar cuando crezca la ola histórica y nos cubra.
El menú de esta obra es de degustación: una probadita nada más de cada incipiente autor, cierto, pero en una probadita se aprecia la calidad de un guiso o, para el caso presente, el estilo que promete la pluma en un escritor que comienza. Así que pasen a la mesa, señoras y señores, que el banquete está, en las páginas que siguen, ya servido.
Una vez terminado el escueto prólogo, la inercia temática que casi siempre se deja sentir, me hundió en el asunto y seguí divagando:
Sartre sostenía que siempre hay que estar en contacto con gente de entre 20 y 30 años. No es tan fácil ni obvio. Platón observa al inicio de La República que viejos se nuclean con viejos; gente madura, con gente madura, jóvenes con jóvenes, niños con niños. Vidas paralelas. Buscamos a nuestros iguales, queremos reflejarnos en nuestros amigos, buscamos respuestas a lo que nos pasa en la existencia del amigo.
Para no decir nada de compartir memoria. Este bien, los recuerdos que pueden compartirse, está lleno de vitalidad. Cuando se pierde, morimos un poco. Todo aquel que ha perdido un hermano de más o menos de su edad percibe que con esa desaparición aniquila numerosos recuerdos, y que en esa defunción se asoma la muerte.
Por ejemplo, que la señora Alejandrina, tan gorda y rubicunda, vino a tomar cafecito y galletas con la abuela, y traía dos paraguas, uno blanco y otro color de rosa, ese recuerdo tan banal y sencillo, ya no hay nadie para animarlo con comentarios, la memoración ha fallecido, se ha vuelto un fantasma inestable dentro de nosotros y ya no va a poder resucitar. O más sencillo: nadie menor de 30 años sabe quién fue Burt Lancaster, por ejemplo, el Gatopardo, y tantos otros inolvidables caracteres, a nosotros, los mayores, nos parece ignorancia inexplicable, imposible.
Un niño no entiende a un adulto, no hace ni falta decirlo. El adulto en general no entiende para nada al niño: se precisa de un raro y creativo talento para entrar en comunicación con él, es un arte delicioso. Muy raro es el adulto que puede ser tan interesante como un niño o niña, eso lo sabía muy bien Lewis Carroll…
La juventud, desde la adolescencia, sostiene Platón, es la edad más filosófica. Es cierto. Basta con visualizar la vehemencia con que el joven discute. Ese apasionamiento sólo se produce cuando se cree en la eficacia de las ideas. Esta credulidad obedece, en parte, a que todo en joven es expectativa: se abre frente a él un futuro, entendido el futuro como juego de posibilidades que cobran para él un fuerza y gravedad que ya no conoce el adulto…
Ahora, hay otra zona en el joven, la más vistosa, para cuya descripción dejo la palabra a Rubén Bonifaz Nuño (en la introducción a su versión de gran poeta Cayo Valerio Catulo, poeta joven y enamorado, por excelencia). Dice así:
Toda juventud es sufrimiento. Asomado al mundo con plenitud voraz de sus propias herramientas, el joven, como si hiciera uso de una prerrogativa indudable, pretende apoderarse de él, mediante un esfuerzo inútil de antemano y fracasa. Y el mundo se la aparece como un muro de poderes hostiles, y hasta el milagroso placer de un instante, por su brevedad misma se le vuelve dolor; dolor sin esperanza. Y de nuevo con acrecentada rabia, se tiende hacia lo que considera, acaso sin saberlo, el objeto último de la vida; y el placer si no se le entrega lo lleva a sufrir otra vez; y otra vez lo lleva a sufrir si se le entrega. Y así siempre hasta que la misericordia del tiempo lo apacigua con la resignación, con la sabiduría, con la muerte.
Platón dice también que el perro es el más filosófico de los animales. Seguro porque no para de investigar, con olfato, nervio y avidez, lo que se abre a él por donde va caminando.
Estableció el maestro Zeami, monje japonés creador del elegantísimo teatro Noh, que la flor del teatro, o absoluta perfección escénica, aparece cuando se juntan en la representación dos cosas: por un lado frescura, por otro, maestría. La reunión de ambas cualidades engendra, aunque sea por un momento, la impecabilidad de la hermosura.
En los escritos reunidos en esta antología, todos de estudiantes de creación literaria en la novísima Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), si bien no se hace presente la maestría, que sólo se logra con años de diligencia, luce en cambio, sin falta, la frescura, frescura inaugural de quien comienza a internarse en la selva de las bellas letras. Vaya una cosa por otra.
Otro interés de este libro proviene de que el riesgo de perder contacto con la gente joven, esa que apenas despunta, equivale a ser dejado atrás en calidad de vejete gagá, berrinchudo, passé y anacrónico, que ya no alcanza comprensión alguna del mundo que va llegando. En estos textos de algún modo está el latido de la nueva generación, la generación que apenas empieza a articular su pensamiento, pensamiento que, como es natural, es anuncio de lo que habrá de llegar cuando crezca la ola histórica y nos cubra.
El menú de esta obra es de degustación: una probadita nada más de cada incipiente autor, cierto, pero en una probadita se aprecia la calidad de un guiso o, para el caso presente, el estilo que promete la pluma en un escritor que comienza. Así que pasen a la mesa, señoras y señores, que el banquete está, en las páginas que siguen, ya servido.
Una vez terminado el escueto prólogo, la inercia temática que casi siempre se deja sentir, me hundió en el asunto y seguí divagando:
Sartre sostenía que siempre hay que estar en contacto con gente de entre 20 y 30 años. No es tan fácil ni obvio. Platón observa al inicio de La República que viejos se nuclean con viejos; gente madura, con gente madura, jóvenes con jóvenes, niños con niños. Vidas paralelas. Buscamos a nuestros iguales, queremos reflejarnos en nuestros amigos, buscamos respuestas a lo que nos pasa en la existencia del amigo.
Para no decir nada de compartir memoria. Este bien, los recuerdos que pueden compartirse, está lleno de vitalidad. Cuando se pierde, morimos un poco. Todo aquel que ha perdido un hermano de más o menos de su edad percibe que con esa desaparición aniquila numerosos recuerdos, y que en esa defunción se asoma la muerte.
Por ejemplo, que la señora Alejandrina, tan gorda y rubicunda, vino a tomar cafecito y galletas con la abuela, y traía dos paraguas, uno blanco y otro color de rosa, ese recuerdo tan banal y sencillo, ya no hay nadie para animarlo con comentarios, la memoración ha fallecido, se ha vuelto un fantasma inestable dentro de nosotros y ya no va a poder resucitar. O más sencillo: nadie menor de 30 años sabe quién fue Burt Lancaster, por ejemplo, el Gatopardo, y tantos otros inolvidables caracteres, a nosotros, los mayores, nos parece ignorancia inexplicable, imposible.
Un niño no entiende a un adulto, no hace ni falta decirlo. El adulto en general no entiende para nada al niño: se precisa de un raro y creativo talento para entrar en comunicación con él, es un arte delicioso. Muy raro es el adulto que puede ser tan interesante como un niño o niña, eso lo sabía muy bien Lewis Carroll…
La juventud, desde la adolescencia, sostiene Platón, es la edad más filosófica. Es cierto. Basta con visualizar la vehemencia con que el joven discute. Ese apasionamiento sólo se produce cuando se cree en la eficacia de las ideas. Esta credulidad obedece, en parte, a que todo en joven es expectativa: se abre frente a él un futuro, entendido el futuro como juego de posibilidades que cobran para él un fuerza y gravedad que ya no conoce el adulto…
Ahora, hay otra zona en el joven, la más vistosa, para cuya descripción dejo la palabra a Rubén Bonifaz Nuño (en la introducción a su versión de gran poeta Cayo Valerio Catulo, poeta joven y enamorado, por excelencia). Dice así:
Toda juventud es sufrimiento. Asomado al mundo con plenitud voraz de sus propias herramientas, el joven, como si hiciera uso de una prerrogativa indudable, pretende apoderarse de él, mediante un esfuerzo inútil de antemano y fracasa. Y el mundo se la aparece como un muro de poderes hostiles, y hasta el milagroso placer de un instante, por su brevedad misma se le vuelve dolor; dolor sin esperanza. Y de nuevo con acrecentada rabia, se tiende hacia lo que considera, acaso sin saberlo, el objeto último de la vida; y el placer si no se le entrega lo lleva a sufrir otra vez; y otra vez lo lleva a sufrir si se le entrega. Y así siempre hasta que la misericordia del tiempo lo apacigua con la resignación, con la sabiduría, con la muerte.
Platón dice también que el perro es el más filosófico de los animales. Seguro porque no para de investigar, con olfato, nervio y avidez, lo que se abre a él por donde va caminando.