La bicicleta de Sumji, de Amos Oz
Sumji era un niño de once años al que le costaba aceptar que sentía algo por Esti Inbar, una niña de cabellera rubia. Él le había escrito poemas de amor en un pequeño cuaderno negro que después le robarían. La familia de Sumji no era adinerada, como la de Esti o como la de Aldo Castelnuovo, su mejor amigo. Pero Sumji tenía un tío, Zémaj, que aunque no era del agrado de toda la familia, Sumji lo quería mucho porque recibía de él regalos sorprendentes. El último fue una bicicleta, cosa que a su familia le pareció un regalo excesivo, no obstante, su padre aceptó que se la quedara con la condición de que la montara hora y media al día. Sumji comenzó a soñar con ir hasta África montado en ella, incluso hasta el Himalaya. Esa misma tarde, Sumji, se paseó en su bicicleta por el vecindario para que todos en el barrio lo vieran. Sus amigos comenzaron a insultarlo, así que decidió ir con su amigo Aldo e invitarlo a que lo acompañara en su aventura. Aldo, al ver la bicicleta, le propuso a Sumji un trato: cambiársela por un tren. Era una buena máquina, pero eso sí, Aldo no le daría todo el tren, sólo algunas vías, una locomotora pequeña y cinco vagones. El trato se hizo, y Sumji salió de la casa de Aldo, abrazando una caja de zapatos sujeta con una cinta azul. Llevaba su nuevo tesoro e iba directo a casa; en el camino se detuvo para copiar de la pared un lema, ya que de grande quería ser poeta y esas cosas le interesaban, pero cuando escribía se le acercó Goel, el brabucón del vecindario e hijo del director del colegio, y amenazándolo lo obligó a abrir la caja para echar un vistazo.
Sumji le mostró el tren y le contó acerca del trueque que había hecho con Aldo, así que Goel le propuso uno nuevo: el tren por su cachorro. Un cachorro excepcional, según Goel, muy obediente eso sí, así que sin ninguna salida posible, Sumji aceptó el trato. Goel le hizo al cachorro una correa con la cinta azul de la caja y le dijo que lo agarrara fuertemente para que no escapara. Sumji iba de nuevo camino a casa, feliz por ser dueño de un perro al que llamaría Lobezno. Ya se imaginaba con él en una selva, perseguidos por sus enemigos, no obstante, su “lobo” surgiría de la espesura para desgarrar sus gargantas; sí, apenas habían pasado pocos minutos y Sumji ya sentía amor por ese perro. Sin embargo, unas cuantas calles adelante, Lobezno, al escuchar tal vez un silbido de su verdadero amo, rompió la cinta y salió corriendo, dejando a Sumji sólo con el pedazo de cinta azul. Se quedó con las manos vacías. Sin bicicleta, sin tren, sin perro. Sentado sobre un cajón en la calle, pensaba en Esti y en lo que estuviera haciendo en ese momento, lo más seguro es que no pensando en él -y eso era lo mejor-. Luego comenzó a pensar en las posibles respuestas que daría en su casa cuando su padre le preguntara por la bicicleta, o mejor aún, escaparía a casa de su tía Edna y el problema quedaría zanjado. Entonces vio que algo brillaba en el suelo, era un sacapuntas, lo tomó y reanudó su camino a casa, porque ya no tenía las manos vacías. Al llegar a casa, su padre lo interrogó y al no conseguir respuestas de Sumji le pidió que le mostrara lo que llevaba en la mano, pero Sumji se negó de nuevo, así que su padre lo abofeteó un par de veces, por insolente, y Sumji salió corriendo rumbo al Himalaya para no volver nunca jamás. La verdad es que sólo llegó a las escaleras de la tienda que estaba a un par de cuadras arriba. Llorando a lágrima viva, repasaba en su mente lo que había pasado esa tarde: cómo de estar tan feliz ahora se encontraba en esa situación, y se prometió que nadie podría arrancarle de la mano aquel sacapuntas que era lo único que poseía. Luego notó que alguien se acercaba a él; ya era muy noche y tuvo miedo, hasta que reconoció al señor Inbar, el padre de Esti. Sumji al no revelarle lo sucedido, inventó que sus padres habían salido de la ciudad, y que había perdido la llave de su casa. Inbar, al verlo en tan penosa situación, lo invitó a pasar la noche en su casa. A Sumji le parecía que el día se volvía a iluminar, casi ya no recordaba por qué lloraba, pues pasaría la noche en casa de Esti. Cenó con el ingeniero Inbar, charlaron de “hombre a hombre”, Sumji se sentía realmente bien en aquel lugar, no era ridiculizado, ni despreciado al dar su opinión sobre la Biblia, cuando se le preguntó a manera de conversación. De pronto, Esti apareció con su melena suelta, aún húmeda y su pijama de elefantes, y entre ella y su padre acordaron que Sumji dormiría en el cuarto de Esti. Sumji se acostó vestido, y empezó el cuestionamiento de Esti hacia él. Sé todo acerca de ti, le dijo ella, sé que amas a una niña de nuestra clase y que le escribiste poemas de amor en un cuaderno negro. Sumji estaba molesto de que ella lo supiera. Entonces le dijo que él no amaba a ninguna chica, a lo que Esti contestó: Yo tampoco te quiero. Sumji comenzó a contarle todo a Esti, todo lo que le había sucedido ese día y aceptó darle el sacapuntas cuando ella se lo pidió. Más tarde, los padres del niño llegaron a la casa de los Inbar, no lo regañaron y se fueron a su casa.
Hace un par de años Hugo Hiriart me regaló esta perla del escritor israelí Amos Oz, y nunca pensé que en tan pocas páginas, en tan pocas líneas, -y en un solo día- se contuviera tanta emotividad: ingenuidad, avaricia, azar, amor; lenguaje sencillo, libre de pretensiones, como escriben los grandes, pues. En La bicicleta de Sumji se puede apreciar lo que significa escribir literariamente en nuestra contemporaneidad, y poner en pie un relato donde tienen la misma presencia la pena y la alegría, como la vida misma. Dicen por ahí que los viajes te transforman, y Sumji se transformó sin salir de su barrio. ¿Cómo? De trueque en trueque, de desengaño en desengaño. De todo se aprende. Al final del verano, Sumji sería otro, cambiado y transformado en él mismo.
Oz, Amos. La bicicleta de Sumji. México: FCE, Ediciones Siruela. 2005.
Sumji le mostró el tren y le contó acerca del trueque que había hecho con Aldo, así que Goel le propuso uno nuevo: el tren por su cachorro. Un cachorro excepcional, según Goel, muy obediente eso sí, así que sin ninguna salida posible, Sumji aceptó el trato. Goel le hizo al cachorro una correa con la cinta azul de la caja y le dijo que lo agarrara fuertemente para que no escapara. Sumji iba de nuevo camino a casa, feliz por ser dueño de un perro al que llamaría Lobezno. Ya se imaginaba con él en una selva, perseguidos por sus enemigos, no obstante, su “lobo” surgiría de la espesura para desgarrar sus gargantas; sí, apenas habían pasado pocos minutos y Sumji ya sentía amor por ese perro. Sin embargo, unas cuantas calles adelante, Lobezno, al escuchar tal vez un silbido de su verdadero amo, rompió la cinta y salió corriendo, dejando a Sumji sólo con el pedazo de cinta azul. Se quedó con las manos vacías. Sin bicicleta, sin tren, sin perro. Sentado sobre un cajón en la calle, pensaba en Esti y en lo que estuviera haciendo en ese momento, lo más seguro es que no pensando en él -y eso era lo mejor-. Luego comenzó a pensar en las posibles respuestas que daría en su casa cuando su padre le preguntara por la bicicleta, o mejor aún, escaparía a casa de su tía Edna y el problema quedaría zanjado. Entonces vio que algo brillaba en el suelo, era un sacapuntas, lo tomó y reanudó su camino a casa, porque ya no tenía las manos vacías. Al llegar a casa, su padre lo interrogó y al no conseguir respuestas de Sumji le pidió que le mostrara lo que llevaba en la mano, pero Sumji se negó de nuevo, así que su padre lo abofeteó un par de veces, por insolente, y Sumji salió corriendo rumbo al Himalaya para no volver nunca jamás. La verdad es que sólo llegó a las escaleras de la tienda que estaba a un par de cuadras arriba. Llorando a lágrima viva, repasaba en su mente lo que había pasado esa tarde: cómo de estar tan feliz ahora se encontraba en esa situación, y se prometió que nadie podría arrancarle de la mano aquel sacapuntas que era lo único que poseía. Luego notó que alguien se acercaba a él; ya era muy noche y tuvo miedo, hasta que reconoció al señor Inbar, el padre de Esti. Sumji al no revelarle lo sucedido, inventó que sus padres habían salido de la ciudad, y que había perdido la llave de su casa. Inbar, al verlo en tan penosa situación, lo invitó a pasar la noche en su casa. A Sumji le parecía que el día se volvía a iluminar, casi ya no recordaba por qué lloraba, pues pasaría la noche en casa de Esti. Cenó con el ingeniero Inbar, charlaron de “hombre a hombre”, Sumji se sentía realmente bien en aquel lugar, no era ridiculizado, ni despreciado al dar su opinión sobre la Biblia, cuando se le preguntó a manera de conversación. De pronto, Esti apareció con su melena suelta, aún húmeda y su pijama de elefantes, y entre ella y su padre acordaron que Sumji dormiría en el cuarto de Esti. Sumji se acostó vestido, y empezó el cuestionamiento de Esti hacia él. Sé todo acerca de ti, le dijo ella, sé que amas a una niña de nuestra clase y que le escribiste poemas de amor en un cuaderno negro. Sumji estaba molesto de que ella lo supiera. Entonces le dijo que él no amaba a ninguna chica, a lo que Esti contestó: Yo tampoco te quiero. Sumji comenzó a contarle todo a Esti, todo lo que le había sucedido ese día y aceptó darle el sacapuntas cuando ella se lo pidió. Más tarde, los padres del niño llegaron a la casa de los Inbar, no lo regañaron y se fueron a su casa.
Hace un par de años Hugo Hiriart me regaló esta perla del escritor israelí Amos Oz, y nunca pensé que en tan pocas páginas, en tan pocas líneas, -y en un solo día- se contuviera tanta emotividad: ingenuidad, avaricia, azar, amor; lenguaje sencillo, libre de pretensiones, como escriben los grandes, pues. En La bicicleta de Sumji se puede apreciar lo que significa escribir literariamente en nuestra contemporaneidad, y poner en pie un relato donde tienen la misma presencia la pena y la alegría, como la vida misma. Dicen por ahí que los viajes te transforman, y Sumji se transformó sin salir de su barrio. ¿Cómo? De trueque en trueque, de desengaño en desengaño. De todo se aprende. Al final del verano, Sumji sería otro, cambiado y transformado en él mismo.
Oz, Amos. La bicicleta de Sumji. México: FCE, Ediciones Siruela. 2005.