La cháchara de la garnacha
Mar Madariaga
Hacía mucho que no venía a provincia. Salí del hotel con ganas de pasear por ahí y de comerme algo, traía 50 pesos; en la calle, mi nariz se topó con el aroma de un “huele de noche” que, mientras caminaba hacia la plaza, se mezcló hasta perderse, con el más contundente aroma del chorizo; enseguida vi un puesto con anafre y un comal gigantesco, encima se calentaban, entre otras viandas, unos sopes que me hicieron ojitos enseguida porque tenían esa pinta brillante que hace que las garnachas se adivinen jugosas, si así puede decirse, pero a la vez crujientes. Al puesto lo rodeaban, sentados en banquitos de plástico amarillo, una señora como de 60, dos chavos, un policía gordito y un perro que miraba y miraba a la señora por si le caía algo. Y fue casi increíble que no cayera nada, porque la tal señora mordisqueaba su sope mientras hacía ademanes con la mano sin plato, que estaba consagrada a aderezar la cháchara que sostenía con la doña del puesto, mujer mayor que atarantaba a señas a una muchacha de ojos alargados para que despachara más deprisa.
−Me da tres sopes de chorizo por favor.
−Son picadas− me dijo la muchacha.
Me sonreí conmigo porque recordé aquello de “a donde fueres cómete lo que vieres” Mientras me preparaban las picadas me puse a oír hablar a la dueña del puesto acerca de un doctor que, se decía, curaba cualquier cosa y venía desde Egipto. Se fueron los dos chavos y me agarré enseguida uno de los dos bancos, para esperar sentado mis calientitos y muticolores sopes con orillita, que se llaman picadas, acá por estos lares.
−Da barro de “rionilo” que tiene mucha medicina, a algunos se los unta y a otros les hace agüitas, son recetas antiguas del Egipto. Decía la dueña alzando bien la mano, para que se notara que iba lejos.
−¿Con todo, joven?− me preguntó la chica .
−Sí gracias.
En cuanto las volteaba en el comal, la muchacha daba a las picaditas unos buenos pellizcos por todo alrededor y les untaba un poco de manteca de cerdo, qué buena idea tuvo la primera persona en tener esa idea, se forma una barrera de masa contra el derramamiento de la manteca que se va derritiendo, del chorizo, la salsa y el queso espolvoreado con cebolla.
La dueña siguió hablando de otras maravillas de los recién llegados curanderos egipcios, gente que ella había visto aventar las muletas y otros casos así que se curaban con la sabiduría de los antiguos.
−¡No! Es que los egiptos sí eran listos!− Dijo la clienta −¡hasta les hacían momias a sus reyes!
−Jaraones− la corrigió la dueña.
−…y los metían en unos ataúdes pintados donde estaba la cara del rey muerto. −Dijo la clienta, que lo vio en la tele y que no quiso decir jaraón muerto, porque nomás no quiso y porque se veía que le chocaba que la corrigieran.
−Se llaman momias, momias egipcias− dijo la dueña que clarito sentía que ella sabía más. Yo sé mucho de Egipto, deje le cuento más lo de las momias.
Para entonces yo ya me había acabado con gusto mis picadas y mi boing de guayaba, metí la mano en el bolsillo buscando mi billete pero no encontré nada, se me cerró la panza, ¿cómo iba a pagar?
−Aych, pus los de aquí no les pedimos nada a los de Egipto, allá en Guanajuato− dejó caer la clienta en tono de revancha −la tierra tiene algo que conserva los muertos y los convierte en momias.
Ahí sí, la dueña puso cara de what. −¿cómo la tierra?
−Sí− dijo la clienta oronda− es la resequedad de la tierra que los deja igualitos, nomás con la piel así como pegadita ¡pero igualitos! (otra con todo chula). Los entierran y así se quedan, pero luego los sacan porque ¿cómo los van a dejar ahí tan como eran? Entonces se los llevan a un museo.
Pedí otro boing para mi boca seca, total era lo mismo deber uno o dos.
−¡Qué horror!− dijo la dueña −porque tendrán condescendientes ¿no? y los irán a ver ¿no? ¿y mirarlos así? No, si yo fuera condescendiente de una de esas momias ¡ni loca la iría a ver! Son cosas como del demonio, los muertos son para enterrarse ¡no para andarse viendo!− Sorbí la última gota de mi boing.
−Los egipcios los dejaban en tumbas y hasta había maldiciones pa' los que los sacaran.
−¡Qué cosa tan horrible está contando! ¡Me va a correr los clientes!− Todo su cuerpo era de náusea con enojo, como si le estuvieran aventando la momia y ella se la quitara con espanto y con asco. Interrumpí su gesto y le dije de golpe: −Yo en mi casa tengo una de esas momias, una tía abuela que era de Guanajuato y que quisimos mucho.
Todos los ojos a mi alrededor se pusieron de plato, no habían imaginado que “el juereño” les fuera a resultar tan enterado.
−La tenemos sentadita en la sala porque era muy sociable...
−¡Jesús, María y José!− Se persignó la dueña.
−...y muy consentidora, la tenemos sentada como dando un abrazo y ahí nos le ponemos.
−¡Uy, qué barbaridad!− Dijo la clienta alejando su plato.
La muchacha se agarró el estómago y se echó para atrás.
−Sí, recalqué, también era muy rica ¡y además generosa! hizo que la enterraran forrada de dinero y así igual la tenemos en la casa, billetitos le salen de las orejas y de la nariz. De vez en cuando, con las apreturas, le agarramos alguno. ¡Sigue ayudándonos la pobrecita! Justo con uno de esos le voy a pagar, Doña.
−¡No! Ni lo mande Dios! no es nada joven!
−¿Cómo cree Doña?− Dije al levantarme.
−No. De veras joven, pa que cuente en la ciudad que aquí tratamos bien a las visitas.
−¡No pues qué pena, muchas gracias Doña! ¡Qué amable, le agradezco, Dios que me la bendiga!
El policía sonrió. −Ande vaya, vaya.
Antes de irme acaricié al perrito que parecía decirme −quién tuviera tus mañas! y di las buenas noches como gente educada.
−Me da tres sopes de chorizo por favor.
−Son picadas− me dijo la muchacha.
Me sonreí conmigo porque recordé aquello de “a donde fueres cómete lo que vieres” Mientras me preparaban las picadas me puse a oír hablar a la dueña del puesto acerca de un doctor que, se decía, curaba cualquier cosa y venía desde Egipto. Se fueron los dos chavos y me agarré enseguida uno de los dos bancos, para esperar sentado mis calientitos y muticolores sopes con orillita, que se llaman picadas, acá por estos lares.
−Da barro de “rionilo” que tiene mucha medicina, a algunos se los unta y a otros les hace agüitas, son recetas antiguas del Egipto. Decía la dueña alzando bien la mano, para que se notara que iba lejos.
−¿Con todo, joven?− me preguntó la chica .
−Sí gracias.
En cuanto las volteaba en el comal, la muchacha daba a las picaditas unos buenos pellizcos por todo alrededor y les untaba un poco de manteca de cerdo, qué buena idea tuvo la primera persona en tener esa idea, se forma una barrera de masa contra el derramamiento de la manteca que se va derritiendo, del chorizo, la salsa y el queso espolvoreado con cebolla.
La dueña siguió hablando de otras maravillas de los recién llegados curanderos egipcios, gente que ella había visto aventar las muletas y otros casos así que se curaban con la sabiduría de los antiguos.
−¡No! Es que los egiptos sí eran listos!− Dijo la clienta −¡hasta les hacían momias a sus reyes!
−Jaraones− la corrigió la dueña.
−…y los metían en unos ataúdes pintados donde estaba la cara del rey muerto. −Dijo la clienta, que lo vio en la tele y que no quiso decir jaraón muerto, porque nomás no quiso y porque se veía que le chocaba que la corrigieran.
−Se llaman momias, momias egipcias− dijo la dueña que clarito sentía que ella sabía más. Yo sé mucho de Egipto, deje le cuento más lo de las momias.
Para entonces yo ya me había acabado con gusto mis picadas y mi boing de guayaba, metí la mano en el bolsillo buscando mi billete pero no encontré nada, se me cerró la panza, ¿cómo iba a pagar?
−Aych, pus los de aquí no les pedimos nada a los de Egipto, allá en Guanajuato− dejó caer la clienta en tono de revancha −la tierra tiene algo que conserva los muertos y los convierte en momias.
Ahí sí, la dueña puso cara de what. −¿cómo la tierra?
−Sí− dijo la clienta oronda− es la resequedad de la tierra que los deja igualitos, nomás con la piel así como pegadita ¡pero igualitos! (otra con todo chula). Los entierran y así se quedan, pero luego los sacan porque ¿cómo los van a dejar ahí tan como eran? Entonces se los llevan a un museo.
Pedí otro boing para mi boca seca, total era lo mismo deber uno o dos.
−¡Qué horror!− dijo la dueña −porque tendrán condescendientes ¿no? y los irán a ver ¿no? ¿y mirarlos así? No, si yo fuera condescendiente de una de esas momias ¡ni loca la iría a ver! Son cosas como del demonio, los muertos son para enterrarse ¡no para andarse viendo!− Sorbí la última gota de mi boing.
−Los egipcios los dejaban en tumbas y hasta había maldiciones pa' los que los sacaran.
−¡Qué cosa tan horrible está contando! ¡Me va a correr los clientes!− Todo su cuerpo era de náusea con enojo, como si le estuvieran aventando la momia y ella se la quitara con espanto y con asco. Interrumpí su gesto y le dije de golpe: −Yo en mi casa tengo una de esas momias, una tía abuela que era de Guanajuato y que quisimos mucho.
Todos los ojos a mi alrededor se pusieron de plato, no habían imaginado que “el juereño” les fuera a resultar tan enterado.
−La tenemos sentadita en la sala porque era muy sociable...
−¡Jesús, María y José!− Se persignó la dueña.
−...y muy consentidora, la tenemos sentada como dando un abrazo y ahí nos le ponemos.
−¡Uy, qué barbaridad!− Dijo la clienta alejando su plato.
La muchacha se agarró el estómago y se echó para atrás.
−Sí, recalqué, también era muy rica ¡y además generosa! hizo que la enterraran forrada de dinero y así igual la tenemos en la casa, billetitos le salen de las orejas y de la nariz. De vez en cuando, con las apreturas, le agarramos alguno. ¡Sigue ayudándonos la pobrecita! Justo con uno de esos le voy a pagar, Doña.
−¡No! Ni lo mande Dios! no es nada joven!
−¿Cómo cree Doña?− Dije al levantarme.
−No. De veras joven, pa que cuente en la ciudad que aquí tratamos bien a las visitas.
−¡No pues qué pena, muchas gracias Doña! ¡Qué amable, le agradezco, Dios que me la bendiga!
El policía sonrió. −Ande vaya, vaya.
Antes de irme acaricié al perrito que parecía decirme −quién tuviera tus mañas! y di las buenas noches como gente educada.