La vieja doña Mercedes
Antonio León
Leí tu carta hace unas semanas. Lamento que hasta hoy pueda escribirte. Pero, he tenido que meditar lo que quiero contarte. ¡Si, ya sé que no deseas que te dé respuestas y soluciones a las cosas que me cuentas! Aunque debes saber que tus tomentosos sueños tienen mucha relación con algunas visiones que quedaron grabadas en mi mente desde que tenía seis años. Tal vez, sin que mi madre y yo lo notáramos, tú escuchaste lo que le conté, y algo que me sorprende, querida hermana, es que lo hayas retenido siendo que apenas ibas a cumplir dos años.
Pues bien. Vivíamos en una colonia —que en esos tiempos la clase adinerada se empecinaba en llamar “ciudad perdida”—, Santa Cruz Atoyac. Tú, en ese entonces, eras la menor de tres hermanas y yo. Nuestra casa se componía de un cuarto amplio y una cocina separada, construidas con tabicón de adobe y techos de lámina de cartón con chapopote. Había un solo baño que compartíamos con otras familias que rentaban otras casas iguales a la nuestra. La construcción se ubicaba alrededor de un gran patio. Su entrada era ancha y alta con un portón de maderas viejas y pesadas. Era parecida a una hacienda de la época del porfiriato. Desde luego, con su casa grande en el centro, donde vivían los dueños de esa propiedad: doña Mercedes y don Inocente. En la parte de atrás, hacia el fondo, aparecía un terreno grande, muy grande, que siempre lo veía sembrado de milpa. Más al fondo una arboleda y luego otro terreno invadido por la hierba, que colindaba con una carretera de terracería. Todas esas tierras, eran de los “dueños”. Solté una carcajada, cuando en tu carta me cuentas, qué de las pocas cosas que te acuerdas, es de aquellos hoyos que hacías mordiendo las paredes, porque te gustaba saborear el barro.
En esos tiempos nuestro padre y nuestra madre trabajaban. Salían tempranito y regresaban de noche. Nuestra madre antes de irse nos hacía siempre las mismas recomendaciones: ¡Les dejo frijoles, tortillas y agua en la mesita, no dejen de comer! ¡No se salgan! ¡No le abran la puerta a nadie y menos a doña Mercedes y a su marido, porque son unos viejos malvados que no quieren a los niños! ¡Sé convierten en seres siniestros! Y después nos daba su bendición. Así, con esas “bendiciones”, nos quedábamos temblando de miedo. Por turnos, nos pasábamos mirando a través de las rendijas de la puerta si alguien se acercaba.
En temporada de lluvias, cuando estas arreciaban y se prolongaban, los botes colgados en el techo cubriendo las goteras se hacían insuficientes para contener el agua que se colaba por todas partes, mojando las camas y nuestras pocas pertenencias. La piel se nos erizaba y los ojos casi se nos salían de las órbitas cuando mirábamos aterrados por las rendijas, cómo doña Mercedes vestida de negro y con el cabello enmarañado que le llegaba hasta los pies, caminaba -como si no tocara el piso- hasta el centro del patio y lanzaba gritos en una lengua extraña mientras con sus manos rociaba -quien sabe que menjurjes- contra el viento y la tormenta.
Llenos de estupor sentíamos como el miedo nos invadía de pies a cabeza y luego nos helaba hasta los huesos, cuando veíamos con asombro, como el viento y la tormenta desaparecían.
Una noche de tormenta, la más horrible que recuerdo en mi vida, el agua que se metía por el techo y el piso inundó nuestra casa. Impotentes, arriba de nuestra cama, mis hermanas y yo, nos abrazamos y lloramos. Deseábamos con toda el alma que apareciera doña Mercedes en el centro del patio, para que la lluvia y el viento, que le tenían miedo, se fueran. De pronto, escuchamos un tronido seco, tan fuerte, que nos dejó sordos por varios minutos; había caído cerca de nuestra casa un rayo.
Toda la zona quedo a oscuras, el único foco que tenía nuestro cuarto estalló lanzando sus vidrios hacia todas direcciones, incrustándose algunos de ellos, en el cuerpo de nuestra hermana mayor. Aterrado sin saber lo que hacía, abrí la puerta y salí en busca de auxilio. Como si fuera un sueño vi que un árbol a lo lejos se quemaba por completo. No sé cuánto tiempo corrí de un lado a otro tocando puertas y ventanas, el caso es, que de repente -sin que lo supiera- me encontraba adentro de la casa de doña Mercedes. Sentí que alguien me tomó de la mano con ternura. Luego me sentó cerca de un gran hueco que había en la pared donde ardían grandes troncos. Me secó el cabello y me dio un plato con sopa caliente, la que comí casi por instinto.
Poco a poco fui tomando conciencia de lo que ocurría. Recuerdo que cuando la vi sentí temor; pero segundos después tuve una sensación de tranquilidad y agrado. Disfruté con alegría el encontrarme ahí frente a doña Mercedes. Se acercó a mí y me dio un abrazo que me hizo sentir el calor humano que necesitaba. Luego se dirigió hacia donde se encontraba un espejo, enmarcado con maderas gruesas y que tenía gravadas varias figuras de aves raras, en el que se podía observar de cuerpo entero. Fue ahí en ese momento, cuando pude mirarla plenamente. Pidió que me acercara, mientras alisaba su cabello negro con sus delicados y largos dedos. El fuego de lo que parecía una chimenea, alumbraba su figura que la hacía ver como una escultura de bronce. Estiró sus delgados brazos haciendo un movimiento pausado y armonioso de arriba hacia abajo, al ritmo de la danza que hacía el fuego entre las sombras.
Por un momento pude observar que su cuerpo reflejaba en el espejo la hermosa figura de un cisne como si quisiera levantar el vuelo. Turbado vi su rostro juvenil y angelical. Sus grandes y profundos ojos negros que me miraban con ternura. ¡Era la mujer más hermosa que había visto!, comprobé entonces que lo que decía mi madre de ella no era verdad.
Estaba fascinado de estar junto a ella. Quise preguntarle, cómo es que su cuerpo de repente reflejaba otra imagen, pero un gruñido, que provenía de más adentro de su casa me distrajo. Al fondo de un cuarto completamente oscuro sin puerta, volvieron a salir otros gruñidos. Trate de observar que era lo que los producía pero solo logré ver el paso, de un lado a otro, de una gran sombra más negra que la propia oscuridad. ¡Sí!, sé que te estarás burlando de mí, de esto que recuerdo, pero puedo jurarte que vi unos ojos como de gato, amarillos, que me miraban fijamente sin parpadear y parecía que destellaban chispas cuando el fuego de la “chimenea” se posaba con más intensidad en ellos.
Salí de mi letargo al escuchar una voz melodiosa que me decía: no te preocupes, quien está al fondo de ése cuarto es mi marido; así hace cuando duerme. Ahora debes irte a tu casa, pues seguramente tu madre te estará buscando. Me acompañó a la puerta de su casa, acarició mi mejilla y antes de despedirse me dijo: ¡si quieres puedes venir mañana!, dejando ver una sonrisa que marcaba dos pequeños hoyuelos en sus mejillas.
No me acuerdo cómo llegué a nuestra casa, mi madre había llegado. Mientras ella preparaba la cena me preguntó: ¿dónde estuviste todo este tiempo?
Cómo impulsado por una fuerza extraña, le comencé a contar todo lo ocurrido. Nuestras dos hermanas mayores escuchaban intrigadas, y con risitas y manoteos juguetones se inculpaban de algo. Tú te encontrabas entretenida contemplando una muñeca de trapo que tenía clavados muchos alfileres en la cabeza, en los brazos, en las piernas, y que no supimos en dónde la habías encontrado.
Al terminar de cenar mi madre me habló con frialdad: ya sequé tu cama, puedes irte a dormir. ¡Y deja de estar pensando en esas tonterías que me dijiste! Se llevó la mano al rostro y con un gesto de intranquilidad, me exigió que no volviera a la casa de doña Mercedes.
Pasaron varios días, y yo nada más veía que comenzaba a llover, luego luego corría para la casa de doña Mercedes. Un día que mis padres pensaban que estábamos dormidos, escuché que mi madre le decía a mi padre, lo siguiente:
—Estoy preocupada... tiene varias noches que llego y tengo que ir por nuestro hijo a la casa de esa vieja. A veces hasta lo traigo ya dormido. Temo que quiera hacerle daño, pues le ha metido en la cabeza muchas tonterías.
No escuché más, solo murmullos, por que salieron a platicar a la cocina. Cuando regresaban para dormir, alcancé a escuchar a mi padre que decía a gritos:
— ¡Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje!
Estas palabras me aterrorizaron. Imaginé que mi madre podría hacer algún daño, a ese ser tan delicado e inofensivo. Me quedé con la duda, porque al día siguiente llegó una camioneta de redilas, de inmediato dos hombres cargaron en ella nuestras pocas pertenencias y nos fuimos como si estuviéramos huyendo de esa casa.
Han pasado setenta largos años de aquellos acontecimientos. Hace algunos días, casualmente caminaba cerca del lugar donde nacimos. Todo ha cambiado. La zona está llena de grandes edificios y amplias avenidas. Como si algo o alguien me obligara, sentí una gran necesidad de buscar el lugar preciso. Caminé varios minutos y con asombro descubrí que las distancias de un lugar a otro, eran diferente a las que percibí cuando era niño. Algo aún más sorprendente fue, que encontré la vieja casona: ¡estaba intacta! Era la única que existía en medio de grandes edificios. Intrigado pregunté si alguien vivía allí, pero nadie contestó.
Impulsado por una fuerza ajena a mí caminé hacia la entrada de la casa... el corazón casi se me salía de la emoción. Sentí temor, pero al mismo tiempo sin explicación una gran alegría. Crucé la puerta. Todo estaba oscuro... sólo una flama pequeña aparecía de entre unas brazas, al fondo de un gran hueco que había en la pared.
Sentada frente a un espejo estaba una mujer. Me acerqué a ella con cautela para no asustarla. Entonces sin voltear me dijo: te he estado esperando todo este tiempo. Giró suavemente su cuerpo y pude ver su rostro. ¡No había cambiado! ¡Su belleza y juventud continuaban igual que cuando la había visto desde niño! Se levantó y extendió sus brazos como si quisiera abrazarme. Confundido miré la sombra de unas alas inmensas que se elevaban y luego se lanzaban sobre mí.
No sé que hice para salir de aquel lugar. Ahora lo único que sé, es que cada día, a cada instante, y con más intensidad, las visiones de la infancia qué pensé recordaba, como si hubieran sido un sueño, nuevamente me persiguen y atormentan.
Pues bien. Vivíamos en una colonia —que en esos tiempos la clase adinerada se empecinaba en llamar “ciudad perdida”—, Santa Cruz Atoyac. Tú, en ese entonces, eras la menor de tres hermanas y yo. Nuestra casa se componía de un cuarto amplio y una cocina separada, construidas con tabicón de adobe y techos de lámina de cartón con chapopote. Había un solo baño que compartíamos con otras familias que rentaban otras casas iguales a la nuestra. La construcción se ubicaba alrededor de un gran patio. Su entrada era ancha y alta con un portón de maderas viejas y pesadas. Era parecida a una hacienda de la época del porfiriato. Desde luego, con su casa grande en el centro, donde vivían los dueños de esa propiedad: doña Mercedes y don Inocente. En la parte de atrás, hacia el fondo, aparecía un terreno grande, muy grande, que siempre lo veía sembrado de milpa. Más al fondo una arboleda y luego otro terreno invadido por la hierba, que colindaba con una carretera de terracería. Todas esas tierras, eran de los “dueños”. Solté una carcajada, cuando en tu carta me cuentas, qué de las pocas cosas que te acuerdas, es de aquellos hoyos que hacías mordiendo las paredes, porque te gustaba saborear el barro.
En esos tiempos nuestro padre y nuestra madre trabajaban. Salían tempranito y regresaban de noche. Nuestra madre antes de irse nos hacía siempre las mismas recomendaciones: ¡Les dejo frijoles, tortillas y agua en la mesita, no dejen de comer! ¡No se salgan! ¡No le abran la puerta a nadie y menos a doña Mercedes y a su marido, porque son unos viejos malvados que no quieren a los niños! ¡Sé convierten en seres siniestros! Y después nos daba su bendición. Así, con esas “bendiciones”, nos quedábamos temblando de miedo. Por turnos, nos pasábamos mirando a través de las rendijas de la puerta si alguien se acercaba.
En temporada de lluvias, cuando estas arreciaban y se prolongaban, los botes colgados en el techo cubriendo las goteras se hacían insuficientes para contener el agua que se colaba por todas partes, mojando las camas y nuestras pocas pertenencias. La piel se nos erizaba y los ojos casi se nos salían de las órbitas cuando mirábamos aterrados por las rendijas, cómo doña Mercedes vestida de negro y con el cabello enmarañado que le llegaba hasta los pies, caminaba -como si no tocara el piso- hasta el centro del patio y lanzaba gritos en una lengua extraña mientras con sus manos rociaba -quien sabe que menjurjes- contra el viento y la tormenta.
Llenos de estupor sentíamos como el miedo nos invadía de pies a cabeza y luego nos helaba hasta los huesos, cuando veíamos con asombro, como el viento y la tormenta desaparecían.
Una noche de tormenta, la más horrible que recuerdo en mi vida, el agua que se metía por el techo y el piso inundó nuestra casa. Impotentes, arriba de nuestra cama, mis hermanas y yo, nos abrazamos y lloramos. Deseábamos con toda el alma que apareciera doña Mercedes en el centro del patio, para que la lluvia y el viento, que le tenían miedo, se fueran. De pronto, escuchamos un tronido seco, tan fuerte, que nos dejó sordos por varios minutos; había caído cerca de nuestra casa un rayo.
Toda la zona quedo a oscuras, el único foco que tenía nuestro cuarto estalló lanzando sus vidrios hacia todas direcciones, incrustándose algunos de ellos, en el cuerpo de nuestra hermana mayor. Aterrado sin saber lo que hacía, abrí la puerta y salí en busca de auxilio. Como si fuera un sueño vi que un árbol a lo lejos se quemaba por completo. No sé cuánto tiempo corrí de un lado a otro tocando puertas y ventanas, el caso es, que de repente -sin que lo supiera- me encontraba adentro de la casa de doña Mercedes. Sentí que alguien me tomó de la mano con ternura. Luego me sentó cerca de un gran hueco que había en la pared donde ardían grandes troncos. Me secó el cabello y me dio un plato con sopa caliente, la que comí casi por instinto.
Poco a poco fui tomando conciencia de lo que ocurría. Recuerdo que cuando la vi sentí temor; pero segundos después tuve una sensación de tranquilidad y agrado. Disfruté con alegría el encontrarme ahí frente a doña Mercedes. Se acercó a mí y me dio un abrazo que me hizo sentir el calor humano que necesitaba. Luego se dirigió hacia donde se encontraba un espejo, enmarcado con maderas gruesas y que tenía gravadas varias figuras de aves raras, en el que se podía observar de cuerpo entero. Fue ahí en ese momento, cuando pude mirarla plenamente. Pidió que me acercara, mientras alisaba su cabello negro con sus delicados y largos dedos. El fuego de lo que parecía una chimenea, alumbraba su figura que la hacía ver como una escultura de bronce. Estiró sus delgados brazos haciendo un movimiento pausado y armonioso de arriba hacia abajo, al ritmo de la danza que hacía el fuego entre las sombras.
Por un momento pude observar que su cuerpo reflejaba en el espejo la hermosa figura de un cisne como si quisiera levantar el vuelo. Turbado vi su rostro juvenil y angelical. Sus grandes y profundos ojos negros que me miraban con ternura. ¡Era la mujer más hermosa que había visto!, comprobé entonces que lo que decía mi madre de ella no era verdad.
Estaba fascinado de estar junto a ella. Quise preguntarle, cómo es que su cuerpo de repente reflejaba otra imagen, pero un gruñido, que provenía de más adentro de su casa me distrajo. Al fondo de un cuarto completamente oscuro sin puerta, volvieron a salir otros gruñidos. Trate de observar que era lo que los producía pero solo logré ver el paso, de un lado a otro, de una gran sombra más negra que la propia oscuridad. ¡Sí!, sé que te estarás burlando de mí, de esto que recuerdo, pero puedo jurarte que vi unos ojos como de gato, amarillos, que me miraban fijamente sin parpadear y parecía que destellaban chispas cuando el fuego de la “chimenea” se posaba con más intensidad en ellos.
Salí de mi letargo al escuchar una voz melodiosa que me decía: no te preocupes, quien está al fondo de ése cuarto es mi marido; así hace cuando duerme. Ahora debes irte a tu casa, pues seguramente tu madre te estará buscando. Me acompañó a la puerta de su casa, acarició mi mejilla y antes de despedirse me dijo: ¡si quieres puedes venir mañana!, dejando ver una sonrisa que marcaba dos pequeños hoyuelos en sus mejillas.
No me acuerdo cómo llegué a nuestra casa, mi madre había llegado. Mientras ella preparaba la cena me preguntó: ¿dónde estuviste todo este tiempo?
Cómo impulsado por una fuerza extraña, le comencé a contar todo lo ocurrido. Nuestras dos hermanas mayores escuchaban intrigadas, y con risitas y manoteos juguetones se inculpaban de algo. Tú te encontrabas entretenida contemplando una muñeca de trapo que tenía clavados muchos alfileres en la cabeza, en los brazos, en las piernas, y que no supimos en dónde la habías encontrado.
Al terminar de cenar mi madre me habló con frialdad: ya sequé tu cama, puedes irte a dormir. ¡Y deja de estar pensando en esas tonterías que me dijiste! Se llevó la mano al rostro y con un gesto de intranquilidad, me exigió que no volviera a la casa de doña Mercedes.
Pasaron varios días, y yo nada más veía que comenzaba a llover, luego luego corría para la casa de doña Mercedes. Un día que mis padres pensaban que estábamos dormidos, escuché que mi madre le decía a mi padre, lo siguiente:
—Estoy preocupada... tiene varias noches que llego y tengo que ir por nuestro hijo a la casa de esa vieja. A veces hasta lo traigo ya dormido. Temo que quiera hacerle daño, pues le ha metido en la cabeza muchas tonterías.
No escuché más, solo murmullos, por que salieron a platicar a la cocina. Cuando regresaban para dormir, alcancé a escuchar a mi padre que decía a gritos:
— ¡Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje!
Estas palabras me aterrorizaron. Imaginé que mi madre podría hacer algún daño, a ese ser tan delicado e inofensivo. Me quedé con la duda, porque al día siguiente llegó una camioneta de redilas, de inmediato dos hombres cargaron en ella nuestras pocas pertenencias y nos fuimos como si estuviéramos huyendo de esa casa.
Han pasado setenta largos años de aquellos acontecimientos. Hace algunos días, casualmente caminaba cerca del lugar donde nacimos. Todo ha cambiado. La zona está llena de grandes edificios y amplias avenidas. Como si algo o alguien me obligara, sentí una gran necesidad de buscar el lugar preciso. Caminé varios minutos y con asombro descubrí que las distancias de un lugar a otro, eran diferente a las que percibí cuando era niño. Algo aún más sorprendente fue, que encontré la vieja casona: ¡estaba intacta! Era la única que existía en medio de grandes edificios. Intrigado pregunté si alguien vivía allí, pero nadie contestó.
Impulsado por una fuerza ajena a mí caminé hacia la entrada de la casa... el corazón casi se me salía de la emoción. Sentí temor, pero al mismo tiempo sin explicación una gran alegría. Crucé la puerta. Todo estaba oscuro... sólo una flama pequeña aparecía de entre unas brazas, al fondo de un gran hueco que había en la pared.
Sentada frente a un espejo estaba una mujer. Me acerqué a ella con cautela para no asustarla. Entonces sin voltear me dijo: te he estado esperando todo este tiempo. Giró suavemente su cuerpo y pude ver su rostro. ¡No había cambiado! ¡Su belleza y juventud continuaban igual que cuando la había visto desde niño! Se levantó y extendió sus brazos como si quisiera abrazarme. Confundido miré la sombra de unas alas inmensas que se elevaban y luego se lanzaban sobre mí.
No sé que hice para salir de aquel lugar. Ahora lo único que sé, es que cada día, a cada instante, y con más intensidad, las visiones de la infancia qué pensé recordaba, como si hubieran sido un sueño, nuevamente me persiguen y atormentan.