Las petroleras de Azcapotzalco
Rafael Hernández Barba
Los platillos de la cocina mexicana parecen ser el reflejo de la personalidad gentilicia de sus creadores. Dice la conseja popular (aunque para demostrarlo va a estar en chino) que la machaca es ad hoc para el carácter seco y enjuto del norteño hosco; que nada define mejor el estereotipo rijoso y altanero de los charros de Jalisco que sus picosas tortas ahogadas; y que el sincretismo cultural de los chiles en nogada y su capacidad para envolver una mezcla saladadulzona con una cubierta exótica, son un buen ejemplo de la doble moral de los poblanos.
En la Ciudad de los Palacios, el chilango trabajador, pragmático, ahorrador y garnachero tiene su fiel representante en un alimento inventado al fragor de la industrialización del México de mediados del siglo XX: la petrolera.
Cuenta el cronista de Azcapotzalco, el Arqueólogo José Antonio Urdapilleta, que esta delicia gatronómica vino al mundo en los alrededores de la Refinería 18 de marzo (hoy Colonia Plenitud), cuando los trabajadores de PEMEX salían en tropel para almorzar, la fritanguera del lugar tuvo que idear un mecanismo para saciar el hambre de sus comensales de manera rápida y sencilla. Así, mediante una tortilla monumental, enriquecida con cantidades ingentes de guisado, la vendedora anónima dio nacimiento –sin saberlo– a la que sería años después la comida típica por excelencia de Azcapotzalco. Ponerle nombre a la nueva invención resultó bastante obvio, sería tributo a los degustadores que obligaron su creación, los trabajadores petroleros.
Las petroleras son primas hermanas de los sopes, las tlayudas y los huaraches. Están hechas de una tortilla dorada de alrededor de 30 centímetros de diámetro, repletas de casi un cuarto de queso gratinado y forradas con dos guisos diferentes a escoger, como picadillo, pollo, hongos, rajas con crema, carne deshebrada, chicharrón prensado, machaca con huevo, etc. Y si tu exigente apetito sobrepasa estas suculentas expectativas, puedes adicionar nopales, arroz y, por supuesto, harta salsa borracha, verde, roja, pico de gallo, etcétera.
En algún tiempo, a las petroleras, se les dio por llamarlas ‘ruedas de carreta’, por su descomunal tamaño. Tan grandes, que quienes se atreven a comerlas, las muerden sin levantarlas del plato, como los niños cuando sujetan las alas de una mariposa. Por supuesto que muchos comensales no logran superar el desafío de terminarselas de un sentón y se las llevan a su casa como itacate.
La mayoría de las colonias de Azcapotzalco, si se dignan llevar con orgullo el sobrenombre de chintololas*, debe tener al menos media docena de establecimientos o puestos ambulantes, donde se deleita el paladar de los comelones de éste manjar. También los sesudos intelectuales de la UAM Azcapotzalco han contribuido al conocimiento de las ciencias exactas en las petroleras, calculando, entre maniqueos estadísticos, que Azcapotzalco es el territorio nacional que posee el mayor número de huaracherías –designación del establecimiento donde se venden garnachas– por habitante. Los científicos, por lo menos, deberían promover la candidatura de Azcapotzalco al Premio Nobel, porque hemos descubierto la solución para abatir las hambrunas del mundo: ¡Denles petroleras como pastelillos!
La petrolera, el hiperhuarache y la quesadilla gigante, son magníficos ejemplares de la cosmogonía barroca del mexicano amante del exceso; de la compulsiva ingesta que rebasa la saciedad hasta el hartazgo; de la proclive manía de "lo que no alcance a comer, me lo llevo"; de "soy tan macho que me lo acabo", aunque el banquete acabe en indigestión letal; y peor aún, "chin-chin el que no se lo acabe". De esto y más, da cuenta la singular petrolera. Portentoso alimento del que nos enorgullecemos los chintololos. Dicen en mi tierra que, para degustarlas con provecho, hay que hacerlo con un caballito de tequila y gritando: ¡Viva México, cabrones!
* Gentilicio de los habitantes de Azcapotzalco. Significa “indio nalgón”.