Maupassant y el despojo del destino*
Héctor Cisneros
“El hombre es arquitecto de su propio destino,” podríamos resumir el giro que, con el Renacimiento, puso al hombre en el centro del universo. El hombre dejó de ser una mezcla de humores que escanciaban los dioses griegos o un simple instrumento de la Providencia medieval. Es más, con la revolución de la industria, se convirtió en una voluntad congruente y unificada para dominar a la naturaleza, lo de fuera. El hombre pretendía construirse, a base del trabajo, un destino que apuntaba a la prosperidad. Pero en la segunda mitad del siglo XIX, mientras el doctor Jean Charcot se hundía en los insomnios de la hipnosis con su estudiante Sigmund Freud, Guy de Maupassant ya sospechaba que el enemigo, aquél que nos impide forjarnos el destino deseado, está dentro de nosotros.
“Peut-on avoir peur, malgré soi?”, “¿Se puede tener miedo, a pesar de uno?”, se pregunta el vizconde Signoles, en medio de la tortura del insomnio, en el cuento “Un Lâche,” “Un cobarde”, de Maupassant. Y es que Signoles, sabedor de su superioridad moral, quiere batirse en duelo contra el ofensor de sus amigas. Los oponentes ya se han retado en ese día, sólo falta concretar los detalles. Para ello, el vizconde escoge, con inteligencia, a sus padrinos: un aristócrata y un militar. Premeditadamente, elige como arma del duelo la pistola. La fatalidad del arma de fuego, así como su reconocida reputación en su manejo, terminarán por ahuyentar a su adversario. Quedará victorioso sin siquiera tener que batirse. Es un plan basado en el raciocinio y la estrategia. El vizconde no puede esperar a batirse mientras sus padrinos van a plantearle las condiciones a su adversario.
Pero, para la noche, algo ha ido minando la determinación y la certeza del vizconde Signoles: el corazón le late aceleradamente, siente opresión en el pecho, se sobresalta ante los ruidos más familiares de su alcoba. Tiene miedo. Al alba, reconoce su sentimiento como absurdo y trata de frenarlo racionalmente: ni siquiera es seguro que su adversario quiera batirse, piensa, ni que acepte las condiciones… tal vez se retire, sí, tal vez lo haga al ver la determinación del vizconde. Pero los padrinos llegan para decirle que el adversario ha aceptado las condiciones y que sus padrinos son dos militares.
Ya con todo arreglado para el duelo, cuando se queda solo, el vizconde Signoles tiembla de pies a cabeza, está inquieto, siente la necesidad de rodar por tierra, de gritar y morder. Sin embargo, al mismo tiempo, quiere batirse, tiene la voluntad dispuesta. De pronto recuerda que tiene un catálogo de los grandes tiradores franceses y, en un intento racional de sobreponerse, de tener una certeza, de tomar las riendas de sí mismo, busca a su adversario entre las páginas: no está. Un catálogo debe comprender, de forma exhaustiva, qué tiradores son considerados competentes. Es cierto que puede haber omitido alguno, pero es solo una posibilidad remota el que su adversario sea precisamente uno de los que el catálogo, acaso, ha olvidado. Lógicamente, si su adversario no está, es porque no es un gran tirador. Eso debió haber calmado al vizconde. Pero la irracionalidad se cuela por el más mínimo resquicio, como el agua que por una fuga diminuta termina por romper la presa, y la inundación se hace inevitable. El vizconde Signoles se dice a sí mismo: pero, si mi adversario ha aceptado las condiciones del duelo sin chistar, debe ser porque es un excelente tirador. No piensa que, acaso, su adversario esté usando la estrategia de intimidarlo, de pretender lo que no es. El vizconde cae en el pánico. La irracionalidad ha roto el muro de la presa.
No es que antes del siglo XIX, antes de Maupassant y las teorías de Freud, el miedo y los sentimientos no delimitaran e influenciaran nuestro destino. Rosaura, en La vida es sueño, obra de Calderón de la Barca, ya se pregunta cuál es el motivo de planear nuestras acciones si, al fin y al cabo, el dolor es el que decide por nosotros. Los griegos eran poseídos por dioses o daimones, y nuestro idioma aún recoge esta idea en el miedo pánico, que viene del dios Pan, quien turbaba los espíritus. Sin embargo, en el cuento "Un cobarde" y en otras obras de Guy de Maupassant, aquello que nos determina no es un dios que nos influencia ni un agente externo que nos punza y causa dolor, sino es algo que está dentro de nosotros mismos, más allá de la razón. Se trata de algo que nos posee, nos cambia el rostro, como al vizconde Signoles que no se reconoce en el espejo. Es algo que nos delimita a pesar de nosotros mismos y nuestra voluntad, que no nos deja construir, como pensaba el Renacimiento, nuestro propio destino. Cabría preguntarse entonces si, en la espera del duelo, estando solo el vizconde Signoles, la mano que toma la pistola para acabar con su propia vida es la de él mismo o la mano de algún otro.
*Esta obra literaria se realizó con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de Becas para Estudios en el Extranjero 2013-2014.
“Peut-on avoir peur, malgré soi?”, “¿Se puede tener miedo, a pesar de uno?”, se pregunta el vizconde Signoles, en medio de la tortura del insomnio, en el cuento “Un Lâche,” “Un cobarde”, de Maupassant. Y es que Signoles, sabedor de su superioridad moral, quiere batirse en duelo contra el ofensor de sus amigas. Los oponentes ya se han retado en ese día, sólo falta concretar los detalles. Para ello, el vizconde escoge, con inteligencia, a sus padrinos: un aristócrata y un militar. Premeditadamente, elige como arma del duelo la pistola. La fatalidad del arma de fuego, así como su reconocida reputación en su manejo, terminarán por ahuyentar a su adversario. Quedará victorioso sin siquiera tener que batirse. Es un plan basado en el raciocinio y la estrategia. El vizconde no puede esperar a batirse mientras sus padrinos van a plantearle las condiciones a su adversario.
Pero, para la noche, algo ha ido minando la determinación y la certeza del vizconde Signoles: el corazón le late aceleradamente, siente opresión en el pecho, se sobresalta ante los ruidos más familiares de su alcoba. Tiene miedo. Al alba, reconoce su sentimiento como absurdo y trata de frenarlo racionalmente: ni siquiera es seguro que su adversario quiera batirse, piensa, ni que acepte las condiciones… tal vez se retire, sí, tal vez lo haga al ver la determinación del vizconde. Pero los padrinos llegan para decirle que el adversario ha aceptado las condiciones y que sus padrinos son dos militares.
Ya con todo arreglado para el duelo, cuando se queda solo, el vizconde Signoles tiembla de pies a cabeza, está inquieto, siente la necesidad de rodar por tierra, de gritar y morder. Sin embargo, al mismo tiempo, quiere batirse, tiene la voluntad dispuesta. De pronto recuerda que tiene un catálogo de los grandes tiradores franceses y, en un intento racional de sobreponerse, de tener una certeza, de tomar las riendas de sí mismo, busca a su adversario entre las páginas: no está. Un catálogo debe comprender, de forma exhaustiva, qué tiradores son considerados competentes. Es cierto que puede haber omitido alguno, pero es solo una posibilidad remota el que su adversario sea precisamente uno de los que el catálogo, acaso, ha olvidado. Lógicamente, si su adversario no está, es porque no es un gran tirador. Eso debió haber calmado al vizconde. Pero la irracionalidad se cuela por el más mínimo resquicio, como el agua que por una fuga diminuta termina por romper la presa, y la inundación se hace inevitable. El vizconde Signoles se dice a sí mismo: pero, si mi adversario ha aceptado las condiciones del duelo sin chistar, debe ser porque es un excelente tirador. No piensa que, acaso, su adversario esté usando la estrategia de intimidarlo, de pretender lo que no es. El vizconde cae en el pánico. La irracionalidad ha roto el muro de la presa.
No es que antes del siglo XIX, antes de Maupassant y las teorías de Freud, el miedo y los sentimientos no delimitaran e influenciaran nuestro destino. Rosaura, en La vida es sueño, obra de Calderón de la Barca, ya se pregunta cuál es el motivo de planear nuestras acciones si, al fin y al cabo, el dolor es el que decide por nosotros. Los griegos eran poseídos por dioses o daimones, y nuestro idioma aún recoge esta idea en el miedo pánico, que viene del dios Pan, quien turbaba los espíritus. Sin embargo, en el cuento "Un cobarde" y en otras obras de Guy de Maupassant, aquello que nos determina no es un dios que nos influencia ni un agente externo que nos punza y causa dolor, sino es algo que está dentro de nosotros mismos, más allá de la razón. Se trata de algo que nos posee, nos cambia el rostro, como al vizconde Signoles que no se reconoce en el espejo. Es algo que nos delimita a pesar de nosotros mismos y nuestra voluntad, que no nos deja construir, como pensaba el Renacimiento, nuestro propio destino. Cabría preguntarse entonces si, en la espera del duelo, estando solo el vizconde Signoles, la mano que toma la pistola para acabar con su propia vida es la de él mismo o la mano de algún otro.
*Esta obra literaria se realizó con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de Becas para Estudios en el Extranjero 2013-2014.