Mi cumpleaños
Enrique Alducin
Ustedes se fueron dejándote solo. ¿Aguantarás otra noche sin dormir? Estás en la azotea de tu casa. La noche está limpia, pocas veces se ve eso. Esa estrella fugaz que acaba de pasar ya no importa. Eructas un aire nauseabundo al negro cielo. Repites el ritual de todas las noches, desde la primera en que llegaste solo, sin tu esposa, sin tus hijas. Ustedes están allá arriba, en alguna parte. No donde las enterraron. Sí, Ustedes se fueron dejándote solo. Sientes miedo. Un frío recorre tu nuca. ¿Para qué habrán muerto Ustedes? No quieres dormir. Le temes a esa pesadilla. La que empezó aquella noche en que regresaste del panteón a casa. Corres y corres por ese pasillo, y al final de él, junto a las vías, están Ustedes jugando. No logras alcanzarlas. Sigues corriendo, les gritas que no se vayan, que esperen, que también quieres jugar con Ustedes. Desaparecen y terminas debajo de las llantas del Metro.
Al despertar, ves el calendario, es tu cumpleaños. Por fin, no tuviste la pesadilla, dormiste como hace mucho no lo hacías y, como cuando eras pequeño, estás solo. Feliz cumpleaños.
Recobras un poco de energía. Te bañas. Miras en el espejo tu rostro casi decrépito: te afeitas. Secas tu cuerpo lento, te pones el único amargo traje que tienes en el ropero. Tomas la mochila, abres la puerta, el día es soleado. Eructas, regurgitas bilis. Entras a la tienda y le pides fiado un cuarto de jamón al encargado, te lo da, aunque te amenaza diciendo: “Es lo último que le puedo prestar, joven, su cuenta ya está muy grande”. No tienes a quién más recurrir. Tragas sin masticar. Salen de tu estómago sonidos chillantes, te llevas la mano a él. Caminas rumbo al Metro.
Compras el periódico, lo abres en el aviso oportuno y encasillas, con un bolígrafo, posibles trabajos en los que igual puedes emplearte. No tienes experiencia. No quieres volver a ser intendente, todo menos volver a lavar excusados. Sacas de tu mochila el libro que te regaló Usted: “Toma, amor, igual y nos sacas de pobres”. Repasas las líneas que has subrayado más de una vez. Llegas a la primera empresa a pedir una vacante. Adviertes que es difícil, y es cierto, te rechazan porque nunca has trabajado en nada de lo que allí piden. Mueves la cabeza lanzando un corto suspiro. Comprendes que es temprano, que tal vez, en otro, tengas suerte. Caminas recordando tu primer trabajo, lavando autos en un estacionamiento los fines de semana, empapado de los pies, con un frío que te impedía caminar. Añoras, con este calor, tenerlos un poco mojados. Aflojas tu corbata. Aprietas el paso por la gran avenida, el sol sigue ensañándose contigo, quiere aplastarte. Limpias tu sudor con el pañuelo que Usted te regaló: “Mira, lo bordé con tu nombre”.
Pasas por las mismas calles que frecuentabas con Usted. Comienzas a buscarla. Crees verla, aunque sólo es el fantasma que se ha quedado allí, inmóvil. Ves su figura detrás de un aparador, viste su traje gris y lleva la mascada azul atada al cuello, como aquella vez que la conociste en una fiesta. Su rostro brilla, su sonrisa hace que vayas hacia donde está, quieres acercarte y un tumulto de gente estorba el paso que llevas. Al llegar al aparador, notas que es un maniquí el que te hizo creer ver a Usted. Aprietas los puños, tus ojos comienzan a enrojecerse. Decides ir a la siguiente propuesta de empleo, ruegas por tener esta vez un poco más de suerte.
Ajustas tu corbata. Entras a un edificio viejo, es la dirección correcta. Hueles la humedad que guardan las paredes después de ser limpiadas con jergas apestosas de mugre y clarasol. Entregas tu solicitud de trabajo e identificación, te piden que tomes asiento. Sientes malestar al estar sentado en un sillón sucio y húmedo. Esperas a ser entrevistado, no paras de mover los pies. Observas las desgastadas paredes y el escritorio que es gobernado por una gorda sudorosa. Oyes gritos de hurra, al otro lado de la pared. Vuelves a aflojar tu corbata, esta vez un poco menos. Notas que la obesa no te quita la mirada de encima, te guiña un ojo. Correspondes con una leve sonrisa. Comienzas a sudar. Aceptas el vaso de agua que la recepcionista te lleva hasta tu lugar. Sientes náuseas al ver cómo el excesivo maquillaje rosado tapa su pecoso y maltratado rostro. Le preguntas si aún tardarán mucho en atenderte. Es el que sigue, te responde. Pasas por una pequeña puerta y notas que las divisiones del cuarto están hechas con cortinas viejas. “El trabajo es suyo”, sin embargo, tienes que invertir un poco de dinero para que te den unos perfumes que venderás de casa en casa. Mientes al responder que regresarás al siguiente día, pues tienes que pedir prestado. No te regresa tu identificación, no encuentras pretextos para pedir que te la devuelvan. La gorda hedionda quiere volver a verte. Hará todo lo posible para que regreses. Haces una leve mueca de disgusto, y te vas, no te importa.
Sales a la calle, el sol pesa mucho más. Te quitas la corbata, la enrollas y la metes en el bolsillo de tu pantalón. Una lágrima se confunde con el sudor que no para de manar de tu piel. Palmeas una y otra vez tu cabeza. Llegas a un parque, buscas una banca que esté debajo de un árbol. Pierdes la mirada en el suelo. Levantas la vista, notas que un par de niñas juegan a la pelota. No lo soportas, sales huyendo. Andas sin rumbo, ¿tejiste ideas vanas? Te duele el estómago. ¿El sueño termina o comienza? Es tu cumpleaños.
Llegas al hotel que solías visitar con Usted, cuando eran novios y aún estando casados. Lo recorres con la mirada. Cada que entraban a uno de esos cuartos se separaban del mundo, no había nada más que dos convertidos en uno. Intuyes que en algún punto en el tiempo, en este mismo instante, sigue ocurriendo, sigues abrazado a Usted, sigues haciéndole el amor. Jamás volverás a tener esas noches. Lo sabes. Caminas hacia el Metro, está cerca. ¿Tendrá algún caso que regreses a casa? Comienzas a marearte. Vomitas y maldices a Dios. La cabeza te da vueltas. Se te nubla la vista. Crees que un velo de polvo estelar cae sobre ti. Estás en ese largo pasillo que te llevará al andén. Ves a Ustedes jugando al final del corredor. Junto a las vías. Aprietas el paso con torpeza. Les gritas que te esperen. Las quieres abrazar. También quieres jugar. Corres. No logras alcanzar a Ustedes. Das un salto. Por fin las alcanzas. Tu sueño ha comenzado.
Al despertar, ves el calendario, es tu cumpleaños. Por fin, no tuviste la pesadilla, dormiste como hace mucho no lo hacías y, como cuando eras pequeño, estás solo. Feliz cumpleaños.
Recobras un poco de energía. Te bañas. Miras en el espejo tu rostro casi decrépito: te afeitas. Secas tu cuerpo lento, te pones el único amargo traje que tienes en el ropero. Tomas la mochila, abres la puerta, el día es soleado. Eructas, regurgitas bilis. Entras a la tienda y le pides fiado un cuarto de jamón al encargado, te lo da, aunque te amenaza diciendo: “Es lo último que le puedo prestar, joven, su cuenta ya está muy grande”. No tienes a quién más recurrir. Tragas sin masticar. Salen de tu estómago sonidos chillantes, te llevas la mano a él. Caminas rumbo al Metro.
Compras el periódico, lo abres en el aviso oportuno y encasillas, con un bolígrafo, posibles trabajos en los que igual puedes emplearte. No tienes experiencia. No quieres volver a ser intendente, todo menos volver a lavar excusados. Sacas de tu mochila el libro que te regaló Usted: “Toma, amor, igual y nos sacas de pobres”. Repasas las líneas que has subrayado más de una vez. Llegas a la primera empresa a pedir una vacante. Adviertes que es difícil, y es cierto, te rechazan porque nunca has trabajado en nada de lo que allí piden. Mueves la cabeza lanzando un corto suspiro. Comprendes que es temprano, que tal vez, en otro, tengas suerte. Caminas recordando tu primer trabajo, lavando autos en un estacionamiento los fines de semana, empapado de los pies, con un frío que te impedía caminar. Añoras, con este calor, tenerlos un poco mojados. Aflojas tu corbata. Aprietas el paso por la gran avenida, el sol sigue ensañándose contigo, quiere aplastarte. Limpias tu sudor con el pañuelo que Usted te regaló: “Mira, lo bordé con tu nombre”.
Pasas por las mismas calles que frecuentabas con Usted. Comienzas a buscarla. Crees verla, aunque sólo es el fantasma que se ha quedado allí, inmóvil. Ves su figura detrás de un aparador, viste su traje gris y lleva la mascada azul atada al cuello, como aquella vez que la conociste en una fiesta. Su rostro brilla, su sonrisa hace que vayas hacia donde está, quieres acercarte y un tumulto de gente estorba el paso que llevas. Al llegar al aparador, notas que es un maniquí el que te hizo creer ver a Usted. Aprietas los puños, tus ojos comienzan a enrojecerse. Decides ir a la siguiente propuesta de empleo, ruegas por tener esta vez un poco más de suerte.
Ajustas tu corbata. Entras a un edificio viejo, es la dirección correcta. Hueles la humedad que guardan las paredes después de ser limpiadas con jergas apestosas de mugre y clarasol. Entregas tu solicitud de trabajo e identificación, te piden que tomes asiento. Sientes malestar al estar sentado en un sillón sucio y húmedo. Esperas a ser entrevistado, no paras de mover los pies. Observas las desgastadas paredes y el escritorio que es gobernado por una gorda sudorosa. Oyes gritos de hurra, al otro lado de la pared. Vuelves a aflojar tu corbata, esta vez un poco menos. Notas que la obesa no te quita la mirada de encima, te guiña un ojo. Correspondes con una leve sonrisa. Comienzas a sudar. Aceptas el vaso de agua que la recepcionista te lleva hasta tu lugar. Sientes náuseas al ver cómo el excesivo maquillaje rosado tapa su pecoso y maltratado rostro. Le preguntas si aún tardarán mucho en atenderte. Es el que sigue, te responde. Pasas por una pequeña puerta y notas que las divisiones del cuarto están hechas con cortinas viejas. “El trabajo es suyo”, sin embargo, tienes que invertir un poco de dinero para que te den unos perfumes que venderás de casa en casa. Mientes al responder que regresarás al siguiente día, pues tienes que pedir prestado. No te regresa tu identificación, no encuentras pretextos para pedir que te la devuelvan. La gorda hedionda quiere volver a verte. Hará todo lo posible para que regreses. Haces una leve mueca de disgusto, y te vas, no te importa.
Sales a la calle, el sol pesa mucho más. Te quitas la corbata, la enrollas y la metes en el bolsillo de tu pantalón. Una lágrima se confunde con el sudor que no para de manar de tu piel. Palmeas una y otra vez tu cabeza. Llegas a un parque, buscas una banca que esté debajo de un árbol. Pierdes la mirada en el suelo. Levantas la vista, notas que un par de niñas juegan a la pelota. No lo soportas, sales huyendo. Andas sin rumbo, ¿tejiste ideas vanas? Te duele el estómago. ¿El sueño termina o comienza? Es tu cumpleaños.
Llegas al hotel que solías visitar con Usted, cuando eran novios y aún estando casados. Lo recorres con la mirada. Cada que entraban a uno de esos cuartos se separaban del mundo, no había nada más que dos convertidos en uno. Intuyes que en algún punto en el tiempo, en este mismo instante, sigue ocurriendo, sigues abrazado a Usted, sigues haciéndole el amor. Jamás volverás a tener esas noches. Lo sabes. Caminas hacia el Metro, está cerca. ¿Tendrá algún caso que regreses a casa? Comienzas a marearte. Vomitas y maldices a Dios. La cabeza te da vueltas. Se te nubla la vista. Crees que un velo de polvo estelar cae sobre ti. Estás en ese largo pasillo que te llevará al andén. Ves a Ustedes jugando al final del corredor. Junto a las vías. Aprietas el paso con torpeza. Les gritas que te esperen. Las quieres abrazar. También quieres jugar. Corres. No logras alcanzar a Ustedes. Das un salto. Por fin las alcanzas. Tu sueño ha comenzado.