Necroturismo
René Ostos
Es común salir de paseo a cualquier sitio de la ciudad, ya sea un centro comercial, un cine, una plaza, un museo, y encontrarse con una aglomeración de personas que impiden disfrutar tranquilamente de ese rato de esparcimiento. A partir de esta premisa, permíteme proponerte algo que hacer en tus ratos de ocio, un paseo al aire libre, un aislarse de la ciudad en la ciudad, un recorrido para abrir tus ojos a la observación y el pensamiento; la actividad que quiero plantearte es visitar panteones, recorrer cementerios, viandar camposantos. Espera, antes de que sea yo el que se vaya de paseo, déjame platicarte un poco de qué va el asunto.
En la Ciudad de México hay más de un centenar de panteones, muchos de ellos abiertos al público, como el de San Fernando, pequeño recinto a unos pasos del metro Hidalgo, famoso por sus tumbas de personajes históricos del siglo XIX y principios del XX, y por sus nichos colmados de epitafios. En Coyoacán, frente a la Cineteca, está el panteón de Xoco con sus más de 100 años de existencia, tristemente célebre por ser el sitio del asesinato y tortura del senador Belisario Domínguez, por órdenes de “El Chacal” Huerta. También, allá por Chapultepec, en la segunda sección, está el famoso Panteón de Dolores, el más grande -dicen- de Latinoamérica, donde se encuentra la Rotonda de las Personas Ilustres, sitio en el que reposan los restos de grandes personalidades de la historia mexicana como Melchor Ocampo, David Alfaro Siqueiros, José María Luis Mora, Amado Nervo, Rosario Castellanos, Diego Rivera, Ricardo Flores Magón, Enrique González Martínez, y un largo etcétera. Otro interesante es el Panteón Francés de La Piedad, fundado durante el imperio de Maximiliano, en el descansan los restos de ciudadanos franceses, suizos y belgas, así como de mexicanos ilustres o pertenecientes a la alta sociedad mexicana de los siglos XIX y XX, destacan: José López Portillo y Rojas, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Ávila Camacho, José Revueltas, Mauricio Garcés, María Félix, Miroslava Šternová y muchos otros.
Ahora bien, detengámonos aquí para hacer un ejercicio de imaginación, déjame ser tu guía. Sal del metro Centro Médico, camina sobre Cuauhtémoc con dirección al Sur, como si fueras hacia el Parque Delta, una calle adelante gira a tu izquierda, estás frente al Panteón Francés de la Piedad. Atraviesa el umbral en cuyo arco está inscrito Heureux celui qui meurt dans le Seigneur (“Dichoso aquel que muere en el Señor”); intérnate a paso seguro por el recinto, una pequeña avenida flanqueada por dos camellones sembrados de árboles te recibe, en ella se encuentra la mayoría de las tumbas más ostentosas y bellas: los mausoleos, gala arquitectónica del más acá que habla por los del más allá. Basta con leer los apellidos de los inquilinos más antiguos para saber que ese lugar tiene historia. Visita uno a uno detenidamente, mira el esmero de su construcción, las formas y los detalles que los hacen únicos.
Al final de la avenida, de estilo neogótico, la capilla del Sagrado Corazón se yergue soberana de este reino mortuorio. Camina hacia ella, recórrela con la mirada: su frontón con alto relieves, los nichos, los vitrales, el portón de madera, el rosetón de piedra; dale la vuelta, observa su torre metálica rematada en una veleta de un gallo sobre una cruz -qué maravilla.
Hora de deambular, que los pies te lleven a donde el capricho guíe, piérdete en sus andadores flanqueados por interminables hileras de tumbas, ante la mirada imponente de ángeles pétreos, inamovibles custodios de lo que fue. Detente de cuando en cuando a mirar las fechas y los nombres, pero cuidado y te encuentres con algún homónimo. Sumérgete en cavilaciones, despierta las dudas existenciales, reflexiona sobre lo efímero y el aprovechamiento de la vida. Haz un análisis impresionista sobre la composición de cada sepulcro, sus ornamentos y cuidado, la extracción social del que ahí descansa: cada monumento dice más de los que sobreviven al difunto que del difunto mismo. Hay tumbas bien cuidadas, pulcras, adornadas con flores, listones y alguna que otra ofrenda –y no me refiero a las recién ocupadas, sino a aquellas a las que los parientes del difunto siguen frecuentando con devoción-; la contraparte son aquellas tumbas olvidadas, maltratadas por el tiempo, cubiertas de polvo y cuyas lápidas ya no dicen nada; cruces, ángeles y planchas rotas; también hay mausoleos en decadencia, convertidos en cuartos de tiliches donde escobas, rastrillos, machetes y cubetas descansan entre uso y uso. ¿Ya te diste cuenta de que aquí el tiempo parece detenerse? El de tus pasos es casi el único sonido que puedes escuchar, el resto se oye lejano, apagado: cuchicheos, murmullos, pláticas de tumba a tumba. Un fantasma se materializa, pero no hay tal, porque los únicos fantasmas que pueden verse son los trabajadores que surgen de detrás de una tumba, regando flores, limpiando lápidas, acarreando agua o herramientas; y vuelven a desaparecer tan furtivamente como aparecieron; uno te dirige una mirada de extrañeza, limpia el sudor de su frente y vuelve a lo suyo.
Date una pausa. Mira, ahí hay una banquita a la sombra de un árbol, quizá en lo que descansas, podrías leer Nostalgia de la muerte, de Villaurrutia; o tal vez Las ratas del cementerio, de Henry Kuttner. ¿Demasiadas emociones para una primera vez? Bueno, quizá en la siguiente ocasión, ¿te animarás a una segunda? Seguro que sí, la próxima será por tu propio pie. Pero mira qué hora es, ¡ya van a cerrar! Apúrate, no vaya a ser que ya no te dejen salir y ahí sí ni cómo guiarte.
En la Ciudad de México hay más de un centenar de panteones, muchos de ellos abiertos al público, como el de San Fernando, pequeño recinto a unos pasos del metro Hidalgo, famoso por sus tumbas de personajes históricos del siglo XIX y principios del XX, y por sus nichos colmados de epitafios. En Coyoacán, frente a la Cineteca, está el panteón de Xoco con sus más de 100 años de existencia, tristemente célebre por ser el sitio del asesinato y tortura del senador Belisario Domínguez, por órdenes de “El Chacal” Huerta. También, allá por Chapultepec, en la segunda sección, está el famoso Panteón de Dolores, el más grande -dicen- de Latinoamérica, donde se encuentra la Rotonda de las Personas Ilustres, sitio en el que reposan los restos de grandes personalidades de la historia mexicana como Melchor Ocampo, David Alfaro Siqueiros, José María Luis Mora, Amado Nervo, Rosario Castellanos, Diego Rivera, Ricardo Flores Magón, Enrique González Martínez, y un largo etcétera. Otro interesante es el Panteón Francés de La Piedad, fundado durante el imperio de Maximiliano, en el descansan los restos de ciudadanos franceses, suizos y belgas, así como de mexicanos ilustres o pertenecientes a la alta sociedad mexicana de los siglos XIX y XX, destacan: José López Portillo y Rojas, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Ávila Camacho, José Revueltas, Mauricio Garcés, María Félix, Miroslava Šternová y muchos otros.
Ahora bien, detengámonos aquí para hacer un ejercicio de imaginación, déjame ser tu guía. Sal del metro Centro Médico, camina sobre Cuauhtémoc con dirección al Sur, como si fueras hacia el Parque Delta, una calle adelante gira a tu izquierda, estás frente al Panteón Francés de la Piedad. Atraviesa el umbral en cuyo arco está inscrito Heureux celui qui meurt dans le Seigneur (“Dichoso aquel que muere en el Señor”); intérnate a paso seguro por el recinto, una pequeña avenida flanqueada por dos camellones sembrados de árboles te recibe, en ella se encuentra la mayoría de las tumbas más ostentosas y bellas: los mausoleos, gala arquitectónica del más acá que habla por los del más allá. Basta con leer los apellidos de los inquilinos más antiguos para saber que ese lugar tiene historia. Visita uno a uno detenidamente, mira el esmero de su construcción, las formas y los detalles que los hacen únicos.
Al final de la avenida, de estilo neogótico, la capilla del Sagrado Corazón se yergue soberana de este reino mortuorio. Camina hacia ella, recórrela con la mirada: su frontón con alto relieves, los nichos, los vitrales, el portón de madera, el rosetón de piedra; dale la vuelta, observa su torre metálica rematada en una veleta de un gallo sobre una cruz -qué maravilla.
Hora de deambular, que los pies te lleven a donde el capricho guíe, piérdete en sus andadores flanqueados por interminables hileras de tumbas, ante la mirada imponente de ángeles pétreos, inamovibles custodios de lo que fue. Detente de cuando en cuando a mirar las fechas y los nombres, pero cuidado y te encuentres con algún homónimo. Sumérgete en cavilaciones, despierta las dudas existenciales, reflexiona sobre lo efímero y el aprovechamiento de la vida. Haz un análisis impresionista sobre la composición de cada sepulcro, sus ornamentos y cuidado, la extracción social del que ahí descansa: cada monumento dice más de los que sobreviven al difunto que del difunto mismo. Hay tumbas bien cuidadas, pulcras, adornadas con flores, listones y alguna que otra ofrenda –y no me refiero a las recién ocupadas, sino a aquellas a las que los parientes del difunto siguen frecuentando con devoción-; la contraparte son aquellas tumbas olvidadas, maltratadas por el tiempo, cubiertas de polvo y cuyas lápidas ya no dicen nada; cruces, ángeles y planchas rotas; también hay mausoleos en decadencia, convertidos en cuartos de tiliches donde escobas, rastrillos, machetes y cubetas descansan entre uso y uso. ¿Ya te diste cuenta de que aquí el tiempo parece detenerse? El de tus pasos es casi el único sonido que puedes escuchar, el resto se oye lejano, apagado: cuchicheos, murmullos, pláticas de tumba a tumba. Un fantasma se materializa, pero no hay tal, porque los únicos fantasmas que pueden verse son los trabajadores que surgen de detrás de una tumba, regando flores, limpiando lápidas, acarreando agua o herramientas; y vuelven a desaparecer tan furtivamente como aparecieron; uno te dirige una mirada de extrañeza, limpia el sudor de su frente y vuelve a lo suyo.
Date una pausa. Mira, ahí hay una banquita a la sombra de un árbol, quizá en lo que descansas, podrías leer Nostalgia de la muerte, de Villaurrutia; o tal vez Las ratas del cementerio, de Henry Kuttner. ¿Demasiadas emociones para una primera vez? Bueno, quizá en la siguiente ocasión, ¿te animarás a una segunda? Seguro que sí, la próxima será por tu propio pie. Pero mira qué hora es, ¡ya van a cerrar! Apúrate, no vaya a ser que ya no te dejen salir y ahí sí ni cómo guiarte.